Nutrientes agregados, donaciones de millones de productos, expansión de los negocios con el Estado: la industria láctea se rearmó en la pandemia vistiendo sus negocios de acción social, mientras esconde cómo sus métodos productivos destruyen territorios y arman el escenario para que se produzcan nuevas pandemias
Por Marina Aizen / Bocado
Fotos: Especial
ARGENTINA.- “Un yogur cada día es salud-salud. Te alimenta con ganas de vivir”. Así dice un jingle que desde los años 80 usa la empresa La Serenísima, la más grande en la industria láctea argentina, cuya división yogures, quesos y postres está hoy en manos de la poderosa multinacional Danone. El jingle es pegadizo, no solo por la música que se prende como un abrojo sino por su contenido, que hace pensar que si no ingerís alguno de sus productos –un Actimel, un Activia, un Yogurísimo- estarás en la vereda exactamente opuesta a la que te sugiere el comercial: enfermo-enfermo.
Pero, ¿un yogur de hoy es salud-salud?
Entre la distancia social y el silencio impuesto por los barbijos, el supermercado parece un templo: un viejo edificio industrial reconvertido en auténtico centro comercial de lo ultraprocesado.
Voy directo hacia lo que vine a buscar. En la planta superior hay ocho góndolas refrigeradas destinadas a productos lácteos y la mitad de ellas son para yogures. No hay ni el más mínimo desabastecimiento debido a la pandemia. A mediados del siglo pasado los lácteos fueron ungidos grupo alimentario propio. A partir de entonces, acompañando una productividad láctea cada vez más intensa, se volvieron obligatorios en la alimentación, con un mínimo de tres porciones diarias. En un país puede faltar de todo, pero si faltan lácteos el asunto es serio. Acá los lácteos sobran.
No todos son iguales, cada heladera tiene un público diferente y una organización estructurada para cada uno de ellos. Todas, sin embargo, son capaces de incitar nuestros centros de recompensa cerebrales a medida de que las recorremos de punta a punta. Frutillas, cremas, confites: las imágenes hacen agua la boca.
Cuento veinte pasos de un extremo al otro de una heladera: son francamente enormes. No puedo dejar de imaginar a un niño saltando junto al carrito que empuja su madre –una situación hoy prácticamente prohibida- mientras un mundo imaginario de colores y sabores se abre delante suyo.
El día es frío y todavía temprano, la gente camina lento en este mundo lustroso, bien iluminado, lleno de envases con animalitos y cereales francamente psicodélicos. Son las madres parece quienes deben ponerse en la cabeza de sus hijos, elegir.
Para las más inseguras están los yogures destinados a bebés. Primeros sabores de Sancor: leche y azúcar y aditivos. Nada muy distinto al Yogurísimo de Danone para niños ¿de seis? ¿ocho? ¿doce? O el Activia que recomiendan para el estreñimiento.
Sin embargo el frente de los paquetes dice otra cosa: extra calcio, zinc, vitamina A, D, fibras, Omega 3.
Durante los últimos 50 años la industria láctea ha sabido perfeccionar un arte: destacar diferentes nutrientes intrínsecos o incorporados a sus productos, y venderlos de modo tal que parecieran estar haciendo, más que un negocio, una contribución a la inmunidad de la humanidad. Tan es así que el agregado de vitaminas y probióticos figura entre sus tareas de “sustentabilidad” y “responsabilidad empresarial”, como si de ese modo pudieran evadir esta realidad: en todos lo casos se trata de productos ultraprocesados con cantidades excesivas de azúcar o con edulcorantes y aditivos como estabilizantes, gelificantes, conservantes, colorantes, saborizantes y perfumes.
Los yogures pueden estar en envase blanco, verde o violeta. Ofrecer salud y, sin empacho, desnudar un universo de confites, cereales bañados de azúcar y pastillas de chocolate.
Cualquier inquietud encuentra en esta góndola su respuesta: divertirse, gozar, adelgazar, muscular, evacuar. Los productos que están marketineados para quienes buscan deshacerse del exceso de grasa corporal tienen denominaciones ontológicas, refieren a la existencia: .“Ser” (Danone),“Vida” (Sancor). “Ahora sin conservantes”, “sin jarabe de maíz de alta fructosa”, “con probióticos”, “multivitaminas para combatir virus y bacterias”.
En medio de la pandemia la estrategia de vender nutrientes se redobló y redobló también los beneficios. En tiempos de Covid-19 las personas se lanzaron a comprar productos lácteos en forma masiva. Solo en los primeros tres meses de pandemia Danone aumentó sus ventas mundiales un 3.7%. En dinero: 6,242 millones de euros.
El primer yogur de Danone, junto con Nestlé la marca líder de lácteos del mundo, se vendió en una farmacia. Isac Carasso, su fundador, descubrió que las ideas de salud y yogur se vendían bien juntas. Un judío sefaradí que había huido a Barcelona en 1919 mientras crujía el continente con la Primera Guerra Mundial, y reveló el poder de una comida que hasta entonces pertenecía sólo a los pueblos del Cáucaso, Medio Oriente y el Mediterráneo. Carasso fundó una pequeña compañía y la llamó Danon, en catalán el diminutivo de Daniel, nombre de su hijo. Daniel continuó la empresa de su padre y se puso a estudiar márketing para profesionalizar el comercio. En 1942, instalado en Estados Unidos para escapar de la Segunda Guerra, compró una fábrica de yogur a empresarios griegos. Fue allí donde tuvo la idea: agregarle al yogur mermelada de frutillas. Entonces sí, conquistó el cielo: había inventado un snack supuestamente saludable y que agradaba mucho al paladar americano, tan amigo de las cosas dulces. Fue un boom.
Hoy las heladeras de supermercados son cada vez más ampulosas y están tan abarrotadas de yogures que la oferta desorienta. A juzgar por su publicidad, pareciera que los lácteos sirven para curar todas las dolencias modernas, principalmente que devienen de una alimentación basada en productos como esos.
La evidencia más reciente muestra que los productos ultraprocesados están relacionados con enfermedades metabólicas como diabetes tipo 2 y problemas cardiovasculares. Se trata de productos que disminuyen la inmunidad, no que la aumentan. Sobre el consumo de lácteos en general, la ciencia tampoco avanza en su favor. Su consumo no ha demostrado reducir los riesgos de quebraduras por osteoporosis. Y sugiere que tal vez incluso las fomente. Prueba que está asociado al cáncer de ovario y próstata, por el alto contenido de hormonas. Y a la vez recuerda que hay otras fuentes de calcio más seguras como las verduras de hojas verdes, legumbres, semillas de sésamo, frutas, pescado. Sin embargo ninguno de esos alimentos alcanzó ventas por 85,540 millones de dólares en 2019 ni se prevee lleguen a los 106,600 millones de dólares solo en Estados Unidos en 2024, como el yogur.
Sin embargo se trata de información que no circula. Las guías alimentarias de un país lechero como Argentina –de los cuatro países que exportan lácteos del mundo- siguen sosteniendo que hay que consumir tres porciones de lácteos al día. Y cada día mundial de la leche -1 de junio- se comunica con pesar que la sociedad no está acompañando con sus compras el objetivo comercial de las marcas.
Los programas sociales destinados a la infancia están basados en los lácteos como garantes de nutrición. Las empresas lácteas son proveedoras del Estado y comedores de todo el territorio.
“Brindar salud”… “productos saludables y balanceados”… “impacto positivo en el mundo”, dice la presentación en línea de Danone. Algo similar a lo que comunica Nestlé, que promete mejorar “la calidad de vida y contribuir a un futuro más saludable”.
Los slogans se maridan año a año con distintas campañas sociales. En la provincia de Mendoza, Danone realizó una campaña junto a varios ministerios -entre ellos, el de derechos humanos- llamada “Mendoza es supersaludable”. En la teoría, el objetivo era ayudar a desarrollar el “pensamiento crítico” a la hora de la alimentación. ¿Habrán enseñado a leer el propio etiquetado de sus productos? En la provincia de Córdoba realizaron una campaña similar que se llamó “más nutrición, más sonrisas”.
En tiempos de covid-19 Danone publicitó en prensa su donación de 4.5 millones de yogures y Nestlé ha entregado dinero a la Cruz Roja en Argentina y productos a los bancos de alimentos. Y ambas se comprometieron a mantener abastecidos los supermercados.
Pero mientras la industria láctea distrae a los consumidores ofreciendo por responsabilidad social fuertes campañas de marketing que devienen en la venta masiva de productos desastrosos para la salud, expande su negocio en dirección opuesta a la sustentabilidad.
Las vacas de cría intensiva se han vuelto sinónimo de contaminación, deforestación y cambio climático. Hacinadas en corrales de engorde o feedlots son alimentadas con granos que provienen de extensos monocultivos. Los tambos industriales contaminan arroyos, napas freáticas y ríos. Y a la vez los rumiantes son fábrica biológica de gases de efecto invernadero: debido a su complicado proceso digestivo, que transita por cuatro estómagos, cada tres minutos la vaca eructa por la nariz enormes cantidades de metano (producido por las bacterias del rumen que trabajan en un ambiente sin oxígeno), a la vez cuando la bosta y el orín del animal entran en contacto con el suelo genera óxido nitroso. Ambos serán gases invisibles, pero en la atmósfera atrapan el calor del sol y evitan que los rayos salgan al espacio exterior. No hay manera de que esos gases puedan ser reabsorbidos por la naturaleza.
El ganado vacuno es un producto humano. Animales en distintas migraciones desde el Asia a otros continentes donde se reprodujo exótico y distinto de la fauna local.
Las vacas se han dedicado a calentar la tierra y extinguir las posiblidades de la naturaleza autóctona. Ya sea porque transmiten enfermedades que fulminan a los animales locales (eso, por ejemplo, le pasó al huemul, un cérvido precioso de la Patagonia), o porque los granjeros limpian con fuego enormes cantidades de bosques o pastizales, que son las casas de otros bichos, para poner vacas. Quienes se interpongan en su camino, como los pumas, reciben por respuesta un balazo, trampas, veneno o una jauría de perros.
Los ambientes son marañas complejas, desarrolladas a lo largo de millones de años, resultantes de la interacción del mundo físico y el biológico. Al sacar piezas de los ecosistemas estamos también operando en contra de los elementos fundamentales que necesitamos nosotros, los humanos, para la vida: el agua, el suelo, el aire.
Un millón de especies están en riesgo de desaparecer de la lista de la vida.¿Están los yogures colaborando con la sexta extinción masiva? Sí, y de un modo muy directo. Nuestra forma de producir y consumir es ahora el meteorito. Y eso, entre otras cosas, es otro punto en contra de nuestra salud: la pérdida de biodiversidad es responsable de la aparición de nuevas pandemias como covid-19.
Con los eructos, bostas y orines de las vacas, las emisiones de metano y de óxido nitroso han marcado un récord en 2020. Según un informe del Institute for Agriculture and Trade Policy (IATP), llamado “Ordeñando el planeta”, las 13 corporaciones lácteas más grandes del mundo emitieron tantos gases y sustancias contaminantes como la compañía petrolera multinacional Conoco Phillips, que está entre las 25 más grandes del mundo.
La industria láctea sabe que tiene un problema estratégico con las emisiones. Porque siguen aumentando, al revés de lo establecido por el Acuerdo de París (2015), que busca un mundo de cero emisiones para 2050. En lugar de disminuir, sus emisiones aumentaron un 11% en el último registro, y la cifra real sin dudas es mayor porque el dato es 2017.
Danone, una de las tres empresas lácteas más grandes del mundo, tiene en su logo el eslogan “Un planeta, una salud”. Dice ser una compañía que se propone disminuir la huella de emisiones pero, si atendemos a su discurso con precisión, no habla de emisiones totales de su empresa sino de bajar la intensidad de emisiones, es decir, de la cantidad de gases que se disparan a la atmósfera por kilo de leche producido. Esto puede ser un truco de contabilidad, porque aún bajando la intensidad de emisión por vaca, si la producción sigue aumentando el resultado nunca será cero.
Ergo, la industria tiene una responsabilidad importante en el problema climático. Falla en su supuesta “responsabilidad social empresarial” con el medio ambiente.
En sistemas más pequeños, aquellos en los cuales las vacas están integradas a procesos de rotación de pasturas -que permiten el secuestro y almacenamiento de carbono en los suelos-, es posible una lechería ambientalmente más correcta. Pero, claro, esa lechería jamás podría sostener recomendaciones de tres lácteos por día para toda la humanidad, como necesita la industria.
Este texto forma parte de una serie acerca de la industria alimentaria en distintos países. Aquí puedes consultar el editorial, la primera entrega: Bancos de alimentos: vender sobras a los pobres, la segunda entrega: Un regalo envenenado, la tercera: Leche de muerte, leche de vida y la cuarta: ‘Social washing’ (o el marketing disfrazado de filantropía)
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