“¿Cuándo vas a dejar de escribir de los pobres”, me reprochaba uno de mis maestros de periodismo, con cierta regularidad. “Cuando deje de haber pobres”, respondía yo
Por Daniela Pastrana / @danielapastrana
De niña quise ser exploradora y actriz de cine. Creo que elegí la carrera de Comunicación y el susbsistema de Cine en la Universidad Iberoamericana porque me soñaba navegando los mares con una cámara para hacer documentales de ballenas como los que veía en la tele. Ya en la universidad, entré por casualidad a una clase de periodismo y me gustó tanto que me hice un plan de estudios a modo, que combinara cine y periodismo. Pero en 1993, cuando los bárbaros de El Norte llegaron a mi salón de clases a proponerme ser “soldado de la libertad” en el equipo fundador de un diario nuevo que se llamaría Reforma, los dados quedaron cargados en favor del periodismo.
Esto del periodismo es una actividad fascinante, porque te deja estar en la primera fila de los acontecimientos del mundo (los peores y los mejores). También es un trabajo que te roba el tiempo, porque los relatos de la vida siempre se hacen con el tiempo en contra. Así que apenas tenía un par de meses trabajando cuando los zapatistas le declararon la guerra al gobierno. Luego asesinaron a Luis Donaldo Colosio y a José Francisco Ruiz Massieu.
Mi suerte estaba echada. Mi aventura con las ballenas quedó olvidada en el cajón de los sueños perdidos.
Comencé a ser periodista en Rumbos, la sección dedicada a reportar los problemas vecinales de los barrios de la ciudad de México. Mi rumbo, el oriente, era prolífico en problemas: cubría las dos delegaciones más pobladas y conflictivas de la capital. Y las más pobres. Fue mi primer contacto con los olvidados de carne y hueso.
Años después me fui de Reforma a La Jornada y en Masiosare, el suplemento político que salía los domingos, hice mi maestría en pobretología.
“¿Cuándo vas a dejar de escribir de los pobres”, me reprochaba uno de mis maestros de periodismo, con cierta regularidad. “Cuando deje de haber pobres”, respondía yo.
En realidad, lo que me interesaba no era la pobreza sino la desigualdad y las relaciones de poder de una persona sobre otra. Lo que me importaba era la gente. Y lo que en el fondo quería era entender al ser humano.
Nunca lo he logrado. Y confieso que cada vez entiendo menos a esta especie animal que insiste en destruir todo lo que construye. Pero hace dos años, en unas de las épocas más tristes y desoladas de mi vida, me topé con una inesperada oferta: Astrid Viveros, quien entonces era oficial de programa de la Fundación Kellogg, quería aprovechar la experiencia del equipo de Red de Periodistas de a Pie —la casa matriz de Pie de Página— para financiar un reportaje sobre racismo y desigualdad. El equipo ya trabajaba temas ambientales y de defensa del territorio, así que no parecía algo muy difícil.
No sabía que estaba por emprender una de las aventuras más grande de mi vida, que me regresaría a esa vieja idea de buscar ballenas y, de paso, los secretos profundos del universo.
“El Color de la Pobreza” es una serie de reportajes sobre la cotidianidad de los pueblos originarios de México, que siguen vivos a pesar de siglos de colonialismo y exclusión. Y de una práctica continuada de exterminio sobre los pueblos que, solo por existir, estorban a la expansión capitalista del mundo moderno.
El proyecto implicó una serie de encuentros entre periodistas de distintas zonas del país, que tuvimos largas conversaciones sobre cómo enfocamos los trabajos sobre este tema. Partimos de una provocación: ¿la pobreza tiene un color?
Por esos días el INEGI había publicado una encuesta que mostraba nuestro nivel de pigmentocracia y la exComisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas auguraba la extinción de una tercera parte de los 68 pueblos que habitan en el territorio mexicano.
Definimos rutas a seguir para contar una docena historias, unas propuestas por los reporteros participantes y otras basadas en las inquietudes del equipo de Pie de Página: así, llegamos a la historia de Andares, una puesta en escena en la que indígenas asumen la identidad de otro; a la de los indígenas de Chiapas que no tienen ni derecho a saber por qué están presos; a las bandas de música de los ngivas; a las escuelas de colonias periféricas de Acapulco, donde estudian los niños que están destinados a ser limpiapisos en los hoteles; a la boda de una mujer triqui en la ciudad de México; a siete mujeres trans que han roto todos los prejuicios de los ñomndaa; a seguir los pasos de los corredores rarámuri; a los distintos modelos de participación política de los pueblos; y dos de las zonas más pobres del país (la Montaña de Guerrero y la sierra Tarahumara) donde el imaginario urbano ha construido una falsa idea de que los indígenas sólo trabajan para la producción de drogas.
Yo me saqué la lotería, porque me tocaron las historias de los pueblos más extraordinarios que haya conocido. Los mayas, la segunda etnia indígena de México (después de los nahuas), y la más adelantada, a pesar de que mucha gente piensa que hace años dejaron de existir. Y los yumanos, los cinco pueblos más alejados del país, que habitan la Baja California desde hace 10 mil años, y a los que el Estado mexicano ha condenado a la extinción.
Conocerlos me confrontó con todo lo que creía saber de los pueblos indígenas. Caminamos desiertos, cruzamos ríos. Viajamos al pasado y al futuro. Conocimos sus cantos y sus casas. Dormimos en el mar. Vimos delfines y pinturas que dejaron los primeros pobladores de este país hace más de 12 mil años. Encontré a las ballenas.
Descubrí que la pobreza quizá tiene un color que no había dimensionado: el de la ignorancia. No de los pueblos, sino de quienes nacimos con el mito fundacional de México y no sabemos que se montó sobre la necesaria desaparición de muchos pueblos que resistieron y hoy nos reclaman su derecho a existir.
Ahora, mientras sigo asimilando todo lo aprendido en esta aventura, me pregunto si en un país tan fragmentado y desigual tenemos posibilidades de encontrar otras formas de encontrarnos y cohabitar. Si, para empezar, podemos ser honestos y desaprender el relato de lo que nos han enseñado que somos. Porque cada una de estas historias es una apuesta por la vida en un país que tiene poca reserva de esperanza.
De eso y más vamos a platicar la tarde de este miércoles en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología e Historia, cuando presentemos la serie. Ahí estarán algunos de los protagonistas de estos relatos, para mostrarnos que no vivieron hace miles de años y que tampoco “fueron integrados” a un proyecto de país. Sino que se les impuso, primero con golpes y sangre y luego con un sistema de leyes y valores ajenos, una forma de convivencia forzada que aprendieron a sobrellevar para resistir esta larga ocupación.
Quienes sobrevivieron reclaman hoy, con toda legitimidad, su lugar en nuestra mesa. Que nadie les obligue a arrancarse la lengua para estudiar en un idioma ajeno, ni que les rijan leyes que no sean las de sus pueblos, ni que se les asignen las funciones de servidumbre en la estructura social, ni que se entregue a las empresas privadas los territorios que habitan.
No quieren que los integremos a nuestro proyecto, sino que, después de 500 años, los dejemos vivir en paz.
Que construyamos otro proyecto donde seamos iguales y nos miremos con respeto entre pueblos.
Esa es la responsabilidad y la obligación de quienes formamos esa enorme mayoría de población no indígena en México: escuchar y atender una conversación sobre su presente y sobre nuestro futuro común, porque sólo si somos capaces de entender una relación distinta tendremos posibilidades de construir un mejor país para todos.
Allí nos miramos.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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