Somos esclavos de la pantalla, vemos cientos de imágenes al día. Pero el acto de volver a mirar puede revelar el sentido de una fotografía. Urge discutir e historiar nuestras propias imágenes
Twitter: @ErnestoRamirez_
David Freedberg [1] señala que desde tiempos primitivos y hasta nuestros días, las personas se excitan sexualmente cuando contemplan pinturas y esculturas (agregaría yo imágenes). Las rompen, las mutilan, las besan, lloran ante ellas y emprenden viajes hasta donde están.
En nuestra sociedad contemporánea regida por el sentido de la vista, “donde las relaciones sociales entre personas están mediatizadas por imágenes” [2] , es imposible escapar de ellas. Sin embargo, parafraseando a Sor Juana Inés de la Cruz: de tanto mirarlo todo, nada veía, ni discernir podía.
Somos esclavos de la pantalla. Nuestro tiempo de ocio está capturado por ésta. El “vistazo”, acompasado al pulgar que desplaza incesantemente de arriba abajo una imagen tras otra en la pantalla de un dispositivo tecnológico, se impuso como el gesto de nuestros tiempos.
Pero, frente a esa pantalla lumínica, ¿qué estamos viendo realmente?
En una colaboración publicada en este espacio de Portarrelatos, el maestro Francisco Mata decía que después de esta vorágine de imágenes-movimiento, “la fotografía fija se asienta cada vez más en el gusto de los consumidores porque permite el repaso sereno y reflexivo sobre el acontecimiento”.
De acuerdo con él, sobre lo que ofrece una imagen fija, no estoy seguro que estos efímeros y camaleónicos espectadores (a una velocidad de tres segundos por imagen o menos), realmente estén ahondando en ellas.
Hay que recordar que para que una imagen se nos revele, es necesario regresar a ella una y otra vez. O como dice Pascal Quignard a propósito del arte, “buscar algo que no está ahí” [3]. No sobra recordar que toda imagen es, ante todo, un producto cultural.
Si bien estos comentarios intentan conducirnos hacia un espectador ideal que tenga una experiencia más reflexiva sobre la imagen, también es imprescindible que los propios creadores nos demos tiempo no sólo de producir y hacer circular nuestro trabajo fotográfico, sino reflexionar en torno a él.
Propongo rodear lo anecdótico que poseen las imágenes (muy rico pero limitado) y llevarlas al terreno teórico y del pensamiento. Bajo esta óptica es que, desarrollando mi investigación [4] para la Maestría de Cine Documental en la UNAM, decidí darle un capítulo completo al análisis de la fotografía El beso de Amparito. Hacer que la imagen discutiera con diferentes autores y corrientes teóricas, al tiempo que dialogara con otra obra realizada 82 años antes.
Un texto es siempre una discusión, primero, con uno mismo. Y aunque he dicho arriba que hay que darle la vuelta a lo “anecdótico”, quisiera usar este recurso retórico como preámbulo para posteriormente discutir aquí, aunque sea de manera somera, dicha imagen.
La fotografía El beso de Amparito fue aprehendida hace más de diez años, durante una cobertura periodística que hice en el Panteón Jardín de Ciudad de México. Realizaban ahí una ceremonia para recordar a Pedro Infante (1917-1957) por su 50 aniversario luctuoso.
Durante el desarrollo del homenaje, hubo un momento en que una señora entrada en años —que mucho tiempo después sabría que se llamaba Amparito, fundadora y presidenta del club de fans de Pedro Infante—, se acercó al busto del ídolo y le “robó” un beso. La fotografía fue capturada con plena conciencia del oportuno instante obtenido, pero el diario para el que trabajaba nunca la valoró para su publicación.
La imagen, sin embargo, ocupó un lugar importante en mi propio imaginario. Sirvió, por ejemplo, como detonante para mi proyecto intitulado Exitocina. Posteriormente, cuando comencé mi investigación de la maestría, la imagen regresó con más fuerza para interpelarme. Es así que decidí que El beso de Amparito debía ser parte importante de mi proyecto de tesis y del filme documental Fervor Eterno.
En el capítulo IV de mi tesis, dedicado al estudio de esta fotografía, me pregunto: ¿Qué vemos en esta imagen?
Empleando la teoría de la Gestalt, analizo su contenido y detallo la figura-fondo que sucede en el contexto espacial de la fotografía. Justifico, por ejemplo, el empleo del “viñeteado” en negro que cubre sus esquinas, y por qué el uso de la gramática del blanco y negro, que ofrece una mayor fuerza expresiva, calidad onírica y permite traer al presente el “imaginario” del ídolo.
Siguiendo con la Gestalt, hablo de la relación objetos/personas y qué papel juegan éstas según el lugar que ocupan en el rectángulo de la toma. En el caso de la fotografía analizada, digo que el lugar derecho que ocupa Amparito produce menos identificación y —de acuerdo a los hábitos de la lectura— tiene que vencer una mayor distancia, creándose así una tensión contenida y cierta antipatía, por lo que el acto de besar el busto de su ídolo le significa un obstáculo mayor.
En el análisis, también utilizo varias categorías desarrolladas por Roland Barthes [5] , Vilém Flusser y Didi-Huberman. De este último utilizó sus categorías sobre miradas, gestos y pensamientos que propone en su texto Cómo abrir los ojos [6], y las aplicó a la imagen estudiada.
Como parte de las conclusiones de este capítulo, también, señaló que la mirada de Amparito es ciega, ya que al cerrar los ojos la niega a los espectadores; su gesto es brutal/delicado (al sujetar el busto con la fuerza de sus manos, éste contrasta con la gestualidad de su boca, que despide un delicado pero punzante beso), y el pensamiento que refleja la imagen es sublime, ya que la relación entre ambas figuras, busto de Pedro Infante-Amparito, es de una tosca sensualidad.
Como parte de este análisis, hago que El beso de Amparito dialogue con la obra La muerte reconocida como amiga (Kaethe Kollwitz, 1937), donde encontramos afinidades y vínculos discursivos.
La investigación es más amplia ya que ofrece un marco teórico e histórico sobre esta especie de ritual que sucede ante los restos de un ídolo-mito, en el marco de una cultura visual en la era del espectáculo, fenómeno que también se analiza en el documental Fervor Eterno, que merece otro análisis y aparato crítico en la tesis de investigación.
No quisiera acabar, sin regresar al punto que expuse al principio de este texto: es imprescindible que, como creadores de imágenes y discursos, nos demos tiempo para ver y discutir nuestro trabajo.
Tenemos en México a un ejército selecto pero limitado de investigadores y estudiosos de la imagen, así que más nos vale empezar también a discutir e historiar nuestras propias fotografías.
Remato con esta cita magistral de Wim Wenders: “Hay que volver a mirar para que el primer acto se resignifique y surja una imagen que ligue emoción y pensamiento”.
[1].- David Freedberg, El poder de las imágenes; editorial Cátedra, 2009.
[2].- Guy Debord, La sociedad del espectáculo; Kolectivo editorial, Rosario,Argentina,1990
[3].- Pascal Quignard, La imagen que nos falta; Ediciones Ve, México, 2015.
[4].- Ernesto Ramírez, El beso de Amparito, una metáfora sobre la creación del ídolo en el documental Fervor Eterno; Tesis UNAM, México, 2019.
[5].- Roland Barthes, sobre todo en su libro La cámara lúcida (Paidós, Barcelona, 1989), utiliza conceptos tales como el referente adherido, el punctum y las cinco sorpresas del Spectador, que son aplicados al análisis de la fotografía El beso de Amparito.
[6].- Prólogo de George Didi-Huberman en el libro Desconfiar de las imágenes, de Harun Farocki, Caja Negra, Argentina, 2015.
Columnas anteriores:
Fotografía documental: paradoja de la realidad
Reflexiones sobre coberturas separatistas
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