Estamos haciendo el relato de un mundo que concentra y uniforma la información, pero segmenta nuestra forma de recibirla. Que mientras más nos “conecta”, más nos aisla. Y anula nuestra capacidad de entender a los otros. ¿Qué nos toca hacer, desde el periodismo, para construir paz?
Hace algunos años alguien me dijo, a modo de crítica constructiva, que soy como Momo, la niña que no conoce el tiempo y carga una tortuga para huir de los hombres de gris. Que (irrealmente, por supuesto) pretendo que toda la gente sea feliz.
Aún sigo sin entender por qué tendría que querer que la gente sea infeliz, pero esto viene a cuento porque, efectivamente, estoy convencida que tener una buena vida es un derecho de todas las personas.
Pero como todos los derechos, hay que pelear por él. Ser rebeldes y reír. Ser anarquistas y leer. Ser revolucionarias y soñar. Usar el cerebro. Pensar. No dejar que nos ganen los hombres de gris, ni quienes quieren que nos llenemos de odio.
Por eso, esta es una columna contra el tiempo. O, si prefieren, es una fallida columna sobre la guerra y las posibilidades para construir la paz en México.
La empecé a pensar hace varias semanas (parece que fue hace años), después de participar en un foro en Barcelona —organizado por el Instituto Catalán Internacional por la Paz y la Taula per Mejic— en el que activistas, académicas y defensores de derechos humanos discutimos formas para salir de la violencia que vivimos en este país.
Pero después de las protestas que provocó la sentencia en contra de los líderes independentistas de Cataluña, se me ocurrió que tal vez tendríamos que organizar un foro en México sobre cómo construir la paz en España.
O en Ecuador. O en Siria. O en Hong Kong. O en Líbano. O en Honduras. O en Chile. O ahora en Bolivia y en cualquier lugar de la aldea global donde los conflictos están desbordados.
Si no deberíamos pensar cómo construir la paz en el Senado mexicano, que este martes se convirtió en una extraña mezcla de torre de Babel y Arca de Noé (por aquello de que hubo cerdos y marranos insultándose en varias lenguas incomprensibles) por el nombramiento de la primera defensora de derechos humanos del país
Con frecuencia me pregunto si en los medios de comunicación no estamos abonando cada vez más a que no haya salidas.
Una simple mirada a los titulares de las últimas semanas muestra que, al menos, deberíamos intentar ser más creativos en las coberturas. Basta con googlear “en llamas” o “arde” con cualquiera de los países mencionados para darnos cuenta de la pobreza de miradas y enfoques con los que estamos cubriendo el agotamiento de un sistema que expulsa a gruesos sectores de la población de la promesa llamada futuro.
Se trata de una narrativa idéntica para contar los conflictos del mundo, que no permite diferenciar procesos ni mucho menos comprender los problemas y pensar en soluciones.
Un relato que sigue instalado en el periodismo decimonónico que sólo veía tragedias, crímenes, guerras y cosas “insólitas”, que profundiza las diferencias y no ayuda a tender puentes. Y, además, lo hace en tiempo real, inmediato, sin dejarnos el mínimo espacio para asimilar lo que estamos oyendo, viendo y, sobre todo, sintiendo.
Porque es un relato en el que sólo podemos sentir horror y miedo —o en el mejor de los casos, tristeza y desolación— . Pero no podemos pensar. Ni respirar. Ni contar del 1 al 10 antes de mandar un tuit o responder un comentario en las llamadas “redes sociales”.
Nada de esto es algo que nadie haya pensado antes, solo es que tuve suficiente tiempo para pensarlo en un increíble viaje al pasado que hice en las últimas semanas.
Les cuento: hace años que no tomo unas buenas vacaciones.
Desde que existe la red de Periodistas de a Pie y desde que –al mismo tiempo— Felipe Calderón comenzó una guerra contra la población en México con la fachada de enfrentar al narcotráfico, apenas tengo tiempo de desconectarme unas horas cuando ya hay una emergencia. Una urgencia que requiere atención inmediata, aunque sea la hora del ejercicio, o de la comida, o del placer. Y así se me fue una década.
Por eso ahora, que tenía dos invitaciones a distintos encuentros en España (el de Barcelona y un Congreso de periodismo de migraciones en Mérida, Extremadura), aproveché los días intermedios para visitar a varias amigas que vivieron en mi casa hace años, cuando México todavía era un buen lugar para recibir extranjeros y a otras que hace años dejaron este país.
Todas ellas tienen ahora hijos pequeños, así que tuve que emplear a fondo mis mejores dotes de diplomacia y embajadora de la paz en las pequeñas crisis caseras que cotidianamente pueden poner “en llamas” la vida familiar.
Aproveché también para visitar librerías anarquistas, conocer los lugares que han protagonizados mis historias favoritas, y aprender un poco de historia de lo que llamamos España, que nos han enseñado muy mal.
Pero como el periodismo lo tengo metido bajo la piel, no pude evitar encontrar en cada lugar una gran historia que contar.
Me sorprendió darme cuenta de que nadie en España sabe realmente nada de lo que ha pasado en México en estos años de guerra (no se siquiera si en México lo sabe la mayoría de la gente). Tienen algunas nociones de que nos volvimos algo salvajes, pero cada vez que yo decía “tenemos 40 mil desaparecidos” la reacción de sobresalto era la misma: “¡Ostras!”
Al regresar me di cuenta de que estamos parejos, porque la verdad es que en México nadie sabe qué pasa en España. Ni lo que ha implicado la parálisis de dos años del gobierno nacional, ni lo que rompe un orden democrático que haya personas en la cárcel por organizar marchas, ni lo que significa que un partido como Vox esté ahora de tercera fuerza en el parlamento.
Y eso que se supone que somos parte de una comunidad que se considera “sector informado”.
Pero estamos tan metidos en nuestros propios problemas que poco nos importan los del resto del mundo. Sólo nos enteramos de lo que pasa dentro del microcosmos de nuestras pantallas celulares, atrapados en nuestra paradoja post moderna: la del mundo global para el mercado (lo que sea que eso sea), pero no para los humanos.
El mundo que concentra y uniforma la información, pero segmenta nuestra forma de recibirla. Que mientras más nos “conecta”, más nos aísla. Y agota nuestra capacidad de entender a los otros.
Me impresionó, por ejemplo, que mientras mis amigos en Barcelona portaban el listón amarillo separatista, mis amigos en el resto de España piensan que el separatismo es una churrada egoísta. Y mientras Cataluña vibraba con aires de libertad (que días después provocaron incendios y tomas de aeropuertos), en Madrid estaban preocupados por el cambio de tumba del dictador.
Frente a esta incapacidad de tender puentes en sociedades cada vez más sordas, donde parece imposible habitar hombres y mujeres, padres e hijos, animalistas y taurinos, nativos y extranjeros, y donde parece que todos tenemos que levantar muros y mirarnos con lentes de desconfianza, no dejo de preguntarme qué nos toca hacer, desde el periodismo, esa profesión que muchos dan por pieza de museo, pero que casualmente tiene en sus entrañas un elemento por el que todos los días se pagan millones, se corrompe gente y se asesina a sus portadores: la agenda informativa.
La agenda informativa es esa jerarquización del mundo que todos los poderes (de todas las historias que impliquen seres humanos) quieren imponer. Ese minúsculo nicho de acceso al conocimiento que desde el inicio de los tiempos ha permitido a unos gobernar sobre los otros. Y que nos han hecho creer que ahora, con Internet, es más horizontal y accesible para todos.
Pero no es así. Cada día, las personas de todo el planeta toman decisiones en función de una agenda que alguna vez controlaron los sacerdotes, luego los dueños de los periódicos, y ahora los “gestores de contenidos” que circulan en una fantasmagórica “nube” y nos llegan segmentados a través de una pantalla.
Ese es el paquete de responsabilidad que el periodismo tiene frente a la sociedad, que no es un ente aislado, sino nuestra familia, nuestros amigos, nuestros vecinos y nuestros desconocidos. Porque –ya lo han dicho muchos antes– lo que está en crisis son los medios, no el periodismo, que existe desde que la humanidad pinta sus historias en las cuevas.
Claro que todo eso lo pensaba en mientras cruzaba el continente de vuelta a la realidad. Mientras venía del siglo 1 (en la Nueva Roma, de Extremadura) a la realidad de Culiacán, del asesinato de mujeres y niños de la familia LeBarón en Chihuahua, del desparramamiento de tanta sinrazón en el Twitter, de los reclamos de periodistas al presidente y los jaloneos de los senadores.
Pero no dejo de darle vueltas a la idea de que tenemos que encontrar las formas para construir la paz. Y para ser felices.
Tampoco dejo de pensar en lo que podemos aportar, desde el periodismo. Pero para eso, necesito un poquito más de tiempo.
Columnas anteriores:
Amlo, ¿un peligro para los pueblos?
Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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