Somos la generación de en medio, que no creció en la bonanza económica de la anterior sólo para darnos cuenta que esa vida que pensábamos era la norma no nos iba a tocar. Miles de personas de la gen Z ven y entienden que el mundo no funciona. Lo mejor es hacerles espacio.
Twitter: @luoach
Llegó a Nueva York en un velero llamado Malizia II. Tiene 16 años, es sueca y desde hace un año protesta cada viernes sin ir a la escuela para exigir que se haga algo respecto al cambio climático. Usa el cabello largo, no se maquilla y no sonríe para agradar
Llegó a Nueva York en un velero llamado Malizia II para asistir a una cumbre de cambio climático en las Naciones Unidas. Se llama Greta Thunberg y quiero creer que es la cara del cambio. De ese cambio que necesitamos y mi generación no supo proponer.
Si tienes entre 23 y 38 años, y has tenido una vida medianamente privilegiada, seguramente has sentido desesperación porque las cosas no parecen estar funcionando. Seguramente, en uno de esos momentos, también habrás pensado lo siguiente:
A mi edad, mis papás ya _______________.
Llena el vacío. ¿Qué meta u objetivo, socialmente inculcado, tenían tus papás cumplido (y tú no estás ni cerca) a la edad que ahora tienes? Nota el “ya” después de “papás” y antes del espacio en blanco. Ese “ya”, esa medida de comparación. Ese “ya” que sirve como vara y como estándar inamovible y, en muchos casos, como recordatorio inevitable de la sensación de fracaso. Somos millennials. Nos sentimos insatisfechos y frustrados; las cosas no funcionan; el plan no está rindiendo los frutos que, pensamos, debería.
Confiamos en que las cosas iban a salir bien, en que el camino era repetible, reproducible. Hicimos lo que nos enseñaron y lo seguimos al pie de la letra. Consumimos. Estudiamos. Comprobamos nuestro valor con títulos y marcas; con ropa y celulares. Interiorizamos los estándares de belleza como verdad absoluta. Hicimos dietas. Condujimos coches. Viajamos en aviones. Nos vestimos con marcas cada vez más mezquinas con tal de seguir estrenando. Explotamos el planeta. Crecimos creyendo que la producción industrial de alimento animal era normal. Creamos el avocado toast y globalizamos el consumo del açai bowl. Seguimos, como en piloto automático, sin cuestionar. Seguimos.
A mi edad, mis papás ya _______________.
Tú no sólo no te has casado, ni siquiera sabes si quieres. Tampoco tienes hijos. No tienes hijos porque, si tu sueldo nunca es suficiente para pagar tus propios costos de vida, ¿cómo podrías acaso mantener otra? Tu salario es tan insuficiente que no tienes seguro médico porque, en caso de que tengas trabajo, serás privilegiado si tu empleador te cubre el seguro social. Eso es si tienes trabajo, si no, vives de un popurrí de actividades tratando de juntar suficiente dinero para pagar la renta. Porque una renta es lo más cercano a lo que aspiras en términos de propiedad. Nunca vas a poder comprar una casa, pero ¿la quieres? La búsqueda de empleo es despiadada. Los requisitos para aplicar son incrementalmente complicados. Tus capacidades y títulos académicos se diluyen ante los sueldos que te ofrecen, mismos que parecen ir en sentido contrario de la cantidad de horas que te piden trabajes. ¿Fondo de retiro? ¿Qué es eso? Eres hija o hijo del consumismo: tienes una necesidad inagotable por estar conectado siempre a todo lo que pasa, a lo que los demás hacen, a las redes sociales que dictan qué hacer, cómo vestir, comer, viajar, gastar; que te dictan quién ser. Pero aún si tuvieras el empleo ideal con el sueldo perfecto y más prestaciones que las de la ley, no puedes controlar que el mundo se está acabando. Aún si tuvieras todas las condiciones materiales para comprar una casa y reproducirte, tal vez no lo harías, porque ¿quién quiere traer una persona al mundo para que se ahogue, se queme, se muera –literalmente—de sed?
Somos la generación incómoda, la de en medio. La generación que no creció en la bonanza económica de la anterior más que por un tiempo breve, sólo para darnos cuenta que esa vida, que pensábamos era la norma, no nos iba a tocar. Somos la generación nostálgica por definición. Dicen que los milleannials nos quejamos de todo, que somos flojos. Lo que no dicen es que nos enseñaron que debíamos trabajar en lo que amáramos y eso se convirtió en la más sutil explotación laboral porque siempre, todo es trabajo. No hay separación entre trabajar y vivir y la vida es eso que sucede cuando no nos damos cuenta –hasta que arde el Amazonas y tomamos un segundo para respirar y pausar, sólo lo suficiente para alarmarnos, pero no lo necesario para entender que si paráramos, nos detendríamos a cuestionar lo que hacemos. Si paramos, vamos a encontrar todo totalmente carente de sentido. Si el mundo arde en llamas, nada es relevante. Y arde. Pero seguimos.
Somos la generación del diagnóstico y la parálisis. Entendemos los problemas, ¡los vivimos! Pero no sabemos solucionarlos. No tenemos suficiente autonomía generacional para despegarnos por completo de los paradigmas con los que crecimos. No sabemos pensar outside the box. Tenemos veintimuchos o treintaypocos y ya somos demasiado viejos. Seguimos reglas. Nos entercamos. Trabajamos más fuerte, más duro, más horas. Y nos quejamos. Diagnosticamos. Nada funciona, de acuerdo. La democracia no es realmente representativa, de acuerdo. No estamos acabando el mundo una botella de plástico o un popote a la vez, de acuerdo. La administración de Trump será juzgada como la nazi por sus políticas de odio, de acuerdo. El Estado no cumple sus funciones básicas (en México matan a una mujer cada dos horas y media), de acuerdo. Los coches contaminan, pero no tenemos sistemas de transporte público funcionales, de acuerdo. Como buenos consumistas nos llenamos de titulares, de información, de ensayos, de podcasts y de columnas (entiendo la ironía), que suman al interminable diagnóstico de la generación que somos. Nos documentamos. Estudiamos. Intentamos entender. Entendernos, tal vez.
No somos la siguiente generación, la del cambio. No tuvimos esa suerte. No tuvimos esta distancia. No tuvimos ese valor. No nos estamos replanteando todo: manifestándonos los viernes sin ir a la escuela, sin miedo a perder lo que nunca tuvimos. No estamos navegando el Atlántico en velero para luchar por la supervivencia del planeta. No estamos eliminando la clasificación arbitraria de género. No estamos fundando organizaciones para controlar el uso de armas de fuego después de balaceras en secundarias. No estamos encontrándole sentido a estar y existir, porque no crecimos sabiendo que nuestra existencia, como la del mundo, se va a acabar.
Somos hijos de los grandes corporativos, del aumento del uso del automóvil, del trazo de las carreteras llenándose de chapopote. Somos hijos de los roles de género y el estatus económico. Fuimos los que nos quedamos en la escuela, confiando ciegamente que en el salón estarían las respuestas. Fuimos los que seguimos el camino esperando mansamente que el mundo no cambiara; que al seguir destruyéndolo no nos lo acabáramos.
Llegó a Nueva York en un velero llamado Malizia II. Tiene 16 años y lo tiene todo más claro. Se llama Greta Thunberg y es una de las caras del cambio. Como ella, miles de personas de la gen Z ven y entienden que el mundo no funciona. No se aferran a lo que no tuvieron. Se replantean. Se atreven a imaginar. Lo mejor que podemos hacer es hacerles espacio. Quitarnos para que quepan. Callarnos para que hablen. Escuchar lo que digan.
Lo mejor que podemos hacer es soltar.
Lo mejor que podemos hacer es confiar.
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La verdad incómoda de los Estados Unidos
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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