La reunión de víctimas con el presidente electo fue como un déjà vu de las caravanas por la paz que movilizaron al país en 2011. Pero también concitó, con toda su dimensión, la destrucción que han dejado los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto en estos años: los muertos y los desaparecidos se duplicaron. Se crearon leyes y comisiones inoperantes. Y la falta de resultados acabó por desgastar a los colectivos de familias
Texto: Daniela Pastrana y Daniela Rea
Fotos: Mónica González y Ximena Natera
La voz de María González Vela se elevó por encima de los gritos de la gente: “Señor presidente López Obrador (…) usted me dijo: ‘si llego al poder cuenta con mi apoyo’. Señor presidente, tengo a mi hijo desaparecido desde hace siete años y medio, necesito que me ayude (…) se lo juro, he rogado a dios que usted llegara a la presidencia, ¿para qué? Para podernos ayudar a todas las madres de familia”, dijo la mujer, que busca a su hijo Andrés, desaparecido en una carretera de Tamaulipas cuando buscaba llegar a Estados Unidos para trabajar.
“Señor López Obrador: usted es la esperanza de todos nosotros”, gritó María al hombre que, desde arriba del templete, la miraba serio, con las manos metidas en los bolsillos.
“Estamos viviendo un dolor que no tienen nombre. Y le voy a decir por qué: se muere la madre y soy huérfana, se muere el marido y soy viuda (…) Pero ¿qué palabras le puedo poner a un hijo desaparecido?”.
Al lado del aludido, el poeta Javier Sicilia arrugó la nariz y achinó los ojos, como queriendo tragarse el llanto que hace unos años, al recorrer el país en unas caravanas “por la paz”, se le desparramaba del cuerpo al escuchar estos testimonios.
Pero María siguió sin tomar aire: “No hay nombre, señor (…) He pasado días y noches, llorando y sufriendo hincada, de rodillas, pidiéndole a dios que nos de la oportunidad de saber qué hicieron con ellos, qué hicieron con mi hijo (…) ¿Dónde está mi hijo?”
“¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi hijo?”, replicaron al unísono cientos de gargantas reunidas en el auditorio del Centro Cultural Tlatelolco.
La mujer, originaria de Puebla, siguió hilando un alarido que conjugaba el dolor de la ausencia, la desesperación de la impotencia, y la rabia por el desprecio de las autoridades:
“Tuve enfrente a (Enrique) Peña Nieto y ¿sabe lo que hizo? Porque yo lo vi: le entregué la ficha de mi hijo y el muy desgraciado lo tiró al bote de la basura ¡En mi presencia! Se lo hubiera guardado en una bolsa. Pero el desgraciado presidente nos dejó hechos una ruina. Dejó al país convertido en un maldito cementerio… Señor López Obrador, por favor, ¿quiere que me hinqué? ¿Quiere que me hinque para encontrar a mi hijo?”
El encuentro entre Andrés Manuel López Obrador y las víctimas estaba desbordado. Cada una quería hablar de su caso, contar su dolor, tener atención, recibir respuestas. El equipo organizador trataba de frenar la catarsis de la reunión, que se extendía con cada intervención. El presidente electo tenía que irse ya al aeropuerto, se escuchaba insistente una voz en el micrófono abierto. “Es comprensible su dolor, todos los casos serán escuchados y atendidos, habrá más reuniones”, decía en vano Sergio Aguayo, el moderador. Nadie escuchaba a Olga Sánchez Cordero, la próxima secretaria de Gobernación, quien delinearía la estrategia del gobierno. Todos se dirigían al “presidente” sin preocuparse por la formalidad de agregar “electo”. Sicilia se acercó y le dijo algo al oído Sánchez Cordero. Ella le dijo a Aguayo que preguntara. Desencajado, López Obrador se dirigió al micrófono y el mensaje preparado con la estrategia para alcanzar la justicia nunca llegó.
Abajo, un hombre de sombrero y camisa de cuadros permanecía sentado en su silla. Tenía la cabeza hacia abajo y sostenía un cartelón, el mismo que ha cargado en cada marcha y en cada reunión, desde 2011, que tiene la imagen de un hombre plateado sobre un fondo rojo. El de la foto es Melchor Flores Hernández, el Vaquero Galáctico, un artista urbano desaparecido por policías de Nuevo León. El hombre sentado era Melchor Flores Landa, su padre, que lo ha buscado incansablemente durante nueve años.
— ¿Qué piensas de esto, Melchor?
— Pues la tienen difícil (los del nuevo gobierno). Si fuéramos cinco o seis familias. Pero mira nomás todo esto. ¿Cómo le van a hacer?
Para quienes atestiguamos las caravanas por la paz que encabezó Sicilia con Julián LeBarón en 2011, la reunión fue como un déjà vu, una vuelta a la pesadilla más horrorosa, a esa sensación de que estás tocando lo inasible, lo innombrable, lo indescriptible.
¿Con qué palabras se puede contar este dolor? ¿Cómo se puede nombrar esta tristeza?
En realidad, el déjà vu es aparente. Porque ahora nada es igual, sino peor. Porque los muertos y los desaparecidos de entonces se duplicaron. Porque un presidente los engañó y otro simplemente los ignoró. Porque se publicó una ley, se crearon comisiones especiales, se formaron colectivos de familias que se desgastaron por la falta de resultados. Y la energía que dejó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad se apagó.
De entonces a ahora, el Estado mexicano acumula una deuda de 2 mil 600 días sin respuestas, 62 mil horas de dolor, que multiplicadas por cada una de las víctimas presentes en el encuentro concita millones de minutos de rabia, en un salón al que ya no le cabe más gente ni más dolor.
Un salón donde ese dolor está presente en todas sus formas: feminicidios, despojados de su tierra, presos políticos, torturados. Y la que pesa más, que se impone sobre todos: la de los ausentes.
Alguien dice: Tamaulipas es una fosa.
Y el reclamo se extiende: Veracruz es una fosa. Nuevo León es una fosa. Guerrero es una fosa. Jalisco es una fosa. Sinaloa es una fosa. Coahuila es una fosa.
México es un país cementerio. O como dijo María González Vela, un país en ruinas.
* * *
Una hora antes de que inicie el diálogo, ya se ve que estará desbordado. Los primeros en ocupar los espacios son los representantes de organismos internacionales, que serán acompañantes en el proceso de pacificación: de la oficina del Alto Comisionado de la ONU (que el gobierno de Peña Nieto amagó con cerrar), de los refugiados, de ONUMujeres, Unicef, Cepal, Pnud, la Cruz Roja. También están las organizaciones que forman la Plataforma contra la Impunidad.
Esta vez, el próximo secretario de seguridad no conducirá la sesión. A petición expresa de los organizadores, el área encomendada a Alfonso Durazo no puede guiar el proceso de reconciliación. Otra que no será protagonista es María Elena Moreira, directora de Causa Común: Ellos se quedan abajo, en las primeras filas.
“No nos invitaron, pero venimos”, se quejan familiares de colectivos que no fueron incluidos por el grupo convocante, encabezado por Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz).
El presidente electo llega en punto de las 10, con Alejandro Encinas, su sucesor en el gobierno de la Ciudad de México y que ahora será el encargado de la agenda de derechos humanos. Su saludo con Sicilia es poco efusivo, pero con las señoras que van a participar como oradores intercambia palabras y les recibe unos papelitos. Olga Sánchez Cordero llega minutos después.
“Este evento se cuidó mucho”, dice Sergio Aguayo, antes de afirmar que, si sale bien, empezará un largo y doloroso proceso para encontrar una “forma mexicana de justicia transicional”. Luego cede el micrófono a Alejandro Encinas, quien enumera cinco temas de trabajo: marco general de la justicia transicional, establecimiento de una comisión de la verdad, establecimiento de un mecanismo internacional contra la impunidad, instrumentos para la reparación del daño y el mecanismo de protección a víctimas y testigos.
Encinas hace un corte de caja de las “cifras del terror” de la crisis humanitaria mexicana: cerca de 40 mil desaparecidos, más de 22 mil cuerpos sin identificar, mas de mil 100 fosas clandestinas en el país, 250 mil personas desplazadas, y “fundamentalmente una ausencia de Estado” para garantizar la justicia. “Este es el enorme reto que tenemos adelante, lo asumiremos plenamente a partir del 1 de diciembre”, promete.
Como en cada mitin de 2011, Javier Sicilia inicia su mensaje con un poema. En esta ocasión, son los versos de Francisco Segovia en Al quinto sol:
Hay, tal vez allá en tu paraíso / un sitio donde los cuerpos se miran de uno en uno / y el uno junto al otro como gente discreta / como cuentas de un collar / o estrellas en el cielo
Pero acá en tu tierra / todo es un vertedero de cadáveres / fundidos poco a poco / a fuego lento / en una masa amorfa / ablandados y mezclados
Luego, como lo hacía siempre al iniciar un mensaje, pide un minuto de silencio. Por inercia, algunos asistentes se ponen de pie. Pero entonces surge una voz de mujer que grita: “No podemos guardar silencio, porque guardar silencio es cerrar los ojos en la oscuridad. ¡Queremos justicia!”.
“Justicia. Justicia. Justicia”, claman mil gargantas.
“¿Así nos quieren callar? No están muertos, no sabemos dónde están, ese es el asunto. Por favor entiendan”, grita Graciela Pérez, de Tamaulipas.
“Somos gente que nos duelen nuestros hijos. No estamos aquí para simular, simplemente el dolor que tenemos nadie lo llena, por favor, entiendan, vivimos en un estado totalmente de indefensión (…) ¿Por qué nos quieren callar? No nos van a callar nunca”, grita otro hombre.
El minuto de silencio convertido en cinco minutos de desahogos. Cuando por fin el poeta retoma su mensaje habla del símbolo de una memoria trágica, la del “crimen aún impune de la masacre del 68”; recuerda a Rosario Ibarra y al Movimiento por la Paz que “en 2011 que recorrió el país y Estados Unidos dando voz a las víctimas” y propuso seis puntos para una justicia transicional que nunca se cumplieron. Ahora, dice, el país “está sobre diagnosticado” por las victimas y sus organizaciones y lo que requiere es que se pongan a trabajar en las soluciones, entre las que menciona sacar el tema del área de la seguridad pública y resguardar y fortalecer los mecanismos que ya se crearon, pero que son inefectivos por falta de voluntad, como la Comisión de Atención a Víctimas y la Comisión Nacional de Búsqueda de Desaparecidos.
“No queremos que su gobierno fracase. Su fracaso sería el de las víctimas y el de la nación entera”, cierra el poeta.
Y el presidente electo, que ha escuchado con atención, se levanta a saludarlo. La vieja tensión entre ambos, la llamada al voto nulo de Sicilia en 2012 y los mensajes en la prensa, quedan sellados. Y esta vez no hay beso de por medio, pero parece que entre los dos hay un entendimiento de la urgencia. Algo que ya no alcanzó a ver Ignacio Suárez Huape, activista de Morelos que murió en mayo de 2015 sin lograr conciliar los dos mundos: el de las víctimas y el del político.
El déjà vu pasa por unos instantes a un sentimiento de esperanza: si ellos dos pueden escucharse y ponerse de acuerdo, ¿por qué no podrían los demás?
Pero no es nada fácil. Porque en junio de 2011, cuando la movilización social obligó al presidente Felipe Calderón a sentarse a escuchar a las víctimas, y se dio el diálogo en el Alcázar de Chapultepec, parecía que se estaba dando un paso adelante. Y lo que siguió fue una estafa, el robo de siete años de vida de muchos de los que están aquí y que ahora, cobran la factura del hartazgo.
Por eso aquí hoy, cientos de gargantas gritan y gritan. Por eso ya no guardan silencio. Las victimas de 2018 no callan. Se cansaron de callar.
* * *
Siete madres delinean la contrapuesta de las víctimas: Irinea Buendía, del Observatorio Mexicano Nacional del Feminicidio, habla de la Comisión de la Verdad; Mirna Medina, de las Rastreadores de Sinaloa, del Mecanismo Internacional contra la Impunidad; Araceli Rodríguez, del colectivo Colibrí, de la reparación del daño y del sistema de atención a víctimas (y se sale del guión para pedir que “tumbe a todas las cabezas de procuración de justicia”); Aracely Salcedo, de Orizaba, Veracruz, y Yolanda Morán, de Coahuila, de instrumentos para la búsqueda de desaparecidos; Guadalupe Aguilar, de Jalisco, de los mecanismos de protección a víctimas y testigos, y Lucía Díaz, del Solecito Veracruz, sobre la ruta de trabajo.
Son exposiciones que se prepararon con antelación, para tener una propuesta única. Pero la desesperación rebasa los planes. Fuera del programa, una veintena de víctimas toma la palabra.
El primero en hacerlo es Fabián Sánchez, padre de Dafne Sánchez Delgado, una estudiante de bachillerato desaparecida en Iguala, Guerrero.
«Señor presidente López Obrador es la última vez que me vea frente a usted tal vez, porque me van a matar, eso me dijeron», dice el hombre y el auditorio calla cuando pide investigar al ministerio público, a los policías, al fiscal y al gobernador.
“Señor presidente nada más no le de la mano a quien nos está asesinando en Guerrero», dice el hombre, agitando unas hojas con una mano que tiembla visiblemente. “Nada más le pido, señor presidente, si no me vuelve a ver, aquí esta toda la información. Mi hija se sacrificó, y yo me voy a sacrificar por ella para desmembrar a todos estos desgraciados, a todos estos… Perdón”, alcanza a decir antes de desvanecerse.
La solicitud de un doctor se mezcla con gritos de “Ni perdón, ni olvido”. Y será el tono de dos horas y medias de diálogo convertido en sucesión de testimonios de dolor.
“Esta es mi hija. La dejaron sin comer seis días y la violaron más de 20 sujetos. Es mi bebé”, dice Margarita López.
“Mi familia fue secuestrada, torturada, quemada, decapitada por esos delincuentes, nos tardamos 4 años nos ha llevado dar con ellos y ellos están en el congreso de Guerrero”, dice el profesor José Díaz Navarro, de Chilapa.
“Justicia para la comunidad de Arantepecua, mataron a 4, entre ellos a mi hijo, un estudiante que lo único que tenía era útiles escolares”, dice un comunero purépecha.
Así, en 150 minutos se hilvana la crónica viva de un país en ruinas.
¿De qué tamaño son las grietas que tenemos, cuando en muchos casos, a quien se tiene que perdonar es al primo, al tío o al vecino?
Wendy Vazquez, Heidi Avalos, Sacrisanta Mosso y Yolanda Aldana llegan desde el Estado de México como parte del grupo Voces de la ausencia, madres de Feminicidio de Edomex y CdMx. Las mujeres traen pancartas con el rostro de sus hijas asesinadas.
«Venimos a pedir justicia para cada una de las mujeres asesinadas y que autoridades revisen la ley de menores infractores porque mi hija Karen Alvarado y mi hijo Eri fueron asesinados por un menor de edad, ella fue violada y después ambos fueron asesinados… el menor de edad es mi sobrino y fue sentenciado solo a 5 años de prisión».
Otra chica se lleva un reclamo cuando un grupo de mujeres grita “ni una más, ni una asesinada más”, responde que “ningún hombre tampoco, ni un ser humano”. Pero ella está aquí porque su hermano fue asesinado, y ese dolor es más fuerte que nada.
El presidente electo mira varias veces hacia la plaza de Tlatelolco, que este día es mencionada varias veces como un emblema de impunidad. Intercambia comentarios con Olga Sánchez y Alejandro Encinas, que a la distancia, parece que le explican algunos conceptos. Revisa los papeles que le van entregado, algunos son sólo unas hojitas arrancadas a libretas. Alguien sube una niña con una pancarta de su padre. Tiene 7 años. Le pide que le encuentre a su papá. Y se queda ahí arriba, escuchando en silencio los relatos del horror. ¿Qué está pensando? ¿Por qué a nadie parece asustarle que esté ahí, escuchando lo que a todos nos provoca desolación?
A López Obrador, las víctimas le dicen presidente. Una y otra vez repiten: “Confiamos en usted… Confiamos en usted… Confiamos…”
Desencajado, se apoltrona en la silla. Lee las hojas que le hacen llegar. Por increíble que parezca, parece sorprendido por la magnitud del dolor que este 14 de septiembre de 2018 se concentra en este lugar.
Ante el apremio de calmar los ánimos, el mensaje en el que la futura secretaria de Gobernación desmenuzará la estrategia para caminar hacia la justicia es sacrificado. López Obrador va al micrófono, pero su mensaje no es lo que espera la gente. Limitado en los temas jurídicos, dedica varios minutos a exponer su plan general de gobierno, el mismo que ha repetido desde su campaña.
Parece una no respuesta, pero el mensaje incluye varias claves que para algunos expertos no pasan desapercibidas.
“Sólo les pido una cosa —dice al final, en respuesta a los reclamos de los colectivos no incluidos— que se unan, que se organicen, porque si tenemos que hablar con todos no se va a poder”.
No es el mensaje que las víctimas esperan y al final del foro hay molestia de algunos: “Vino a encender la grabadora y a repetir su speach”, escibe en su Facebook Tere Carmona. “Me molestó el regaño (a los colectivos), que haga lo que él tiene que hacer”, responde Lucía Baca. “La unidad va a ser muy difícil”, advierte Graciela Pérez.
Para el activista Édgar Cortez, uno de los promotores de la Plataforma contra la Impunidad, lo importante será la conformación de las mesas de trabajo, porque ahí estarán las acciones concretas para avanzar en la agenda.
Al final de la jornada, un hombre camina solo con el cartelón que ha cargado más de 7 años. No tiene grupo ni colectivo. Sus dos compañeros de las caravanas por la paz ya no están. A uno de ellos, Nepomuceno Moreno, lo mataron a balazos a unas cuadras del palacio municipal de Chihuahua. Al otro, Roberto Galván, lo mató un tumor cerebral, que muchos atribuyen a la tristeza. Los dos amigos murieron sin encontrar a sus hijos. Melchor sigue buscando.
— ¿Cuál es tu pronóstico después de esto, Melchor?
— Pues parece que hay una oportunidad de que algo cambie. Al menos la actitud es otra, porque Peña Nieto ni nos recibe y Calderón nos engañó. Ahora parece que tenemos una esperanza. Pero vamos a ver.
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