Mientras el paro nacional de agricultores expone la crisis del modelo agroindustrial, desde la Sierra del Ajusco surge un modelo de resistencia. Frente a la fragilidad de un sistema atado al petróleo y los precios volátiles, la agroecología se consolida como una alternativa viable. Familias campesinas demuestran que es posible producir alimentos esenciales de forma orgánica, regenerando la tierra y rompiendo la dependencia de un sistema en crisis
Texto: Jade Guerrero y Jazmín Sandoval
Foto: Cortesía
CIUDAD DE MÉXICO. – Los caminos de México se tensan. El paro nacional agrícola no cede, y los bloqueos carreteros en 18 estados son la cicatriz visible de un campo que clama por su supervivencia. Miles de productores, con los ojos puestos en una cosecha que no les da para vivir, exigen a gritos silenciosos precios justos. Su demanda es un eco que se repite en cada tonelada de maíz: 7 mil 200 pesos, un número que para ellos se ha convertido en la línea entre la ruina y la dignidad.
Frente a ellos, la oferta del gobierno federal—6 mil 50 pesos por tonelada—sonó a promesa rota. El diálogo se quebró, y el descontento, como una semilla en tierra fértil, germinó en el firme propósito de no mover las barricadas. La viabilidad económica del campo mexicano pende de un hilo en los arcenes de las carreteras.
Mientras tanto, en la Sierra del Ajusco, la tierra respira diferente.
Aquí, el concreto de la capital parece un mal sueño lejano. En una parcela que se aferra a la vida, Gerardo y su hija Ángela no libran su batalla en las carreteras, sino en la tierra misma. Su protesta es silenciosa y profunda: es la agroecología. Su lucha no es por un precio, sino por un principio: trabajar con la naturaleza, no en su contra.
“Producir así resulta más barato”, explica Gerardo. “Generalmente no dependemos de semillas que compremos, sino que generamos las nuestras: maíz, frijol, avena, haba… La memoria de la tierra está en esas semillas”.
Para ellos, cada semilla guardada es un acto de resistencia, un capítulo de una historia de adaptación y cuidado que se niega a desaparecer.

Ángela lanza una verdad como un dardo certero: “Nuestra comida está basada en el petróleo”.
Con esa frase, desnuda la paradoja de la agroindustria: un sistema que alimenta a base del mismo combustible que envenena el planeta.
“La contaminación no solo está en su aplicación, sino desde su producción. Dependemos del petróleo no solo para mover los tractores, sino para comer. Es, literalmente, una alimentación basada en el petróleo”.
Frente a ese modelo agotador, la parcela de Gerardo y Ángela es un oasis de ciclos que se cierran. Del suero de la elaboración del queso, crean bioles para nutrir la tierra. “Nada se desperdicia. Todo vuelve a la tierra”, dicen con una sonrisa que es en sí misma un testimonio de resiliencia. La agroecología, aunque más lenta, no es solo una técnica; es una filosofía de paciencia y observación, donde el suelo no se agota, sino que se renueva con los años.
Sin embargo, la sombra de las políticas públicas ausentes es alargada.
La familia Camacho ve cómo la falta de apoyo frena esta silenciosa revolución. “El gobierno prefiere los productos más baratos, aunque vengan de fuera”, señalan con una mezcla de frustración y determinación. Su llamado es claro: el campo necesita una visión que una lo económico, lo ambiental y lo social, que priorice la vida sobre el rendimiento inmediato.

Gerardo lanza una advertencia final, una que resuena desde la sierra hacia toda la nación:
“Si acabamos con el campo, nos acabamos nosotros mismos”.
Mientras las protestas pintan un panorama de urgencia y un modelo quebrado, la Sierra del Ajusco ofrece un relato de esperanza. La crisis de rentabilidad que estalla en los bloqueos encuentra su contraparte en la resistencia paciente de quienes, como Gerardo y Ángela, ya están sembrando el futuro.
Dos realidades, una misma batalla por la supervivencia. Una, hecha de bloqueos y negociaciones; la otra, de composta y semillas ancestrales. Ambas gritan, a su manera, la misma verdad:
“El campo es primario, pilar de la sociedad. La tierra está viva, y mantenerla viva es nuestra responsabilidad”.
El futuro de México no solo se juega en las mesas de diálogo, sino en la forma en que decidimos nutrir nuestra tierra.
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