Al presidente hay que leerlo en clave historia. Es la única posibilidad de tener un diagnóstico acertado de su proyecto. Para eso necesitamos salirnos de la zona de confort del análisis que ya conocemos
El 15 de marzo gané una nota importante y le arruiné a los compañeros de la fuente presidencial la conferencia de cada mañana. Le estaban preguntando al presidente sobre el huachicol y me tocó a mí hacerle una pregunta. Yo he traído desde hace 10 años el tema de las humanidades en la currícula educativa, desde que Felipe Calderón y Josefina Vázquez Mota decidieron eliminar del bachillerato las materias de filosofía, ética y estética y de un grupo de filósofos encabezados por Gabriel Vargas Lozano crearon el Observatorio Filosófico de México para dar la batalla por las humanidades, como otros lo están haciendo en otros países.
Cuando me dieron la palabra, pregunté sobre una carta que le habían hecho llegar los filósofos con la petición de que en la reforma educativa de este gobierno se explicitara que sería una enseñanza humanista y que quedara asentada la filosofía en el texto constitucional.
El presidente me respondió con una larga referencia a sus clases de civismo de la secundaria, a sus libros de texto, que eran de los colores de la bandera (verde el de primero, blanco el de segundo y rojo el de tercero) y, sobre todo, a su maestro, Rodolfo Lara Lagunas. “Sin él yo no estaría aquí”, dijo, antes de aclarar que sí, “es muy importante el humanismo y el civismo… y también la ciencia”.
Siguieron un par de preguntas que intentaron regresar la conferencia a la política presente, pero como estaba encarrilado con el tema, aprovechó la primera oportunidad para contar una anécdota sobre Francisco Mújica que le ocupó como 10 minutos más, luego de lo cual concluyó la conferencia: “bueno, nos vemos el lunes”, dijo muy contento.
Huí del Palacio Nacional antes de que mis colegas me colgaran del techo por haber matado el tema del huachicol y muy contenta con mi nota sobre la respuesta a los filósofos, que después forzó a meter, un poco con calzadores, la palabra humanidades en la reforma educativa.
Poco después entrevisté Gabriel Vargas. Hablamos de la visión reducida al presidente al equiparar humanismo con civismo. También me explicó, ya lo había hecho antes, las doctrinas que han estado detrás de las tres transformaciones de anteriores. Porque, a pesar de que muchos se crean el cuento de que la filosofía no tiene un fin práctico en la modernidad, lo cierto es que no hay sistema político-económico que no parta de una doctrina filosófica.
Pero esas doctrinas son un poco más complejas que la disputa entre liberales o conservadores, a la que tanto apela el presidente –otra vez con una visión reducida–. “Las corrientes de pensamiento se mueven, no son estáticas”, me dice el filósofo de la casa.
Los liberales del siglo 19, por ejemplo, eran “fundantes”: fundaban instituciones, estudiaban derecho. Y ciertamente había entre ellos periodistas, pero no había una especialización de periodista, eran abogados o filósofos. La filósofa Carmen Rovira va más lejos y plantea incluso dos tipos de liberales: los que derivan de la ilustración y que son los triunfantes de la revolución, y los radicales o los utópicos, que abren la puerta al pensamiento socialista en México.
Los liberales de ahora tienen un discurso que se fundamenta en las libertades, pero que no se incomoda con la desigualdad. “Defienden un capitalismo con derechos humanos”, dice mi filósofo.
Un liberal del siglo 21 ni siquiera se plantea, como los liberales tradicionales, el derecho a la revuelta. Ellos lo reivindicaban porque sabían que los poderes se corrompen. En cambio, para el liberal de ahora eso es impensable porque defiende las instituciones –aunque estas terminen ahogándote, como le dice el comisionado Gordon a Robin– y nada está por encima del Estado. Eso lo empata con el conservador, que quiere un orden y una institucionalidad.
Así, cuando el pensamiento liberal se vuelve conservador y entra en escena el neoliberalismo, se mueven las categorías del análisis.
En las últimas semanas he visto, por motivos distintos, series y documentales de tres pasajes históricos.
Uno es ficción basada en la realidad: Bolívar, la serie televisiva escrita por Juana Uribe y producida por Caracol TV.
Otro es una reconstrucción de la Reforma: Patria, Matías Gueilburt y basada en los tres tomos del libro de Paco Ignacio Taibo II.
El tercero es pura realidad, un documental narrado de forma única por don Manuel Bernal: Memorias de un Mexicano, en el que Carmen Toscano recopila y ordena las imágenes de su padre, Salvador Toscano, el hombre que trajo el cinematógrafo a México y que consiguió un documento gráfico invaluable de la historia mexicana.
Más allá de sus fallas o virtudes técnicas, los tres episodios históricos y sus protagonistas tienen varias cosas en común, como la incapacidad de resolver diferencias entre la gente que pelea por las mismas causas (todos terminan acusándose de traición)
La diferencia más grande está quizá entre quienes quieren crear instituciones y quienes quieren continuar luchas más profundas. Eso se ve en Bolívar y Santander, pero también podría ser entre el Che y Castro, o cualquier otra dupla. Siempre hay uno que “se sacrifica creando las instituciones y termina siendo el malo, mientras que el héroe es el que no quiso sentarse en la silla del gobernante y siguió en sus batallas.
Otra cosa común en las historias es que las élites políticas y económicas horribles en cualquier época, lo mismo que el poquísimo interés que tienen en la gente.
Lo que más me llama la atención es la persistencia de sus protagonistas, a los que todos llamaban locos y les decían que iban a llevar al país al desastre. Bolívar, Juárez, Madero gobernaron en el exilio y tenían todo en contra. Pero a favor tenían una capacidad de conectar con la gente, directamente, no con las élites que los denostaban.
Andrés Manuel López Obrador ha insistido una y otra vez en que lo suyo no es un cambio de gobierno sino una transformación . Nadie lo ha creído, pensamos que es solo un cambio de administración y nos empeñamos en evaluar a la «Cuarta transformación» con la misma vara que a los gobiernos que sólo administraban gerencialmente la corrupción.
No estamos viendo los cambios profundos que puede dejar este proyecto en la vida pública. No alcanzamos a verlos porque seguimos mirándonos al ombligo, cerrados en mundos pequeños, y negándonos a salir de la zona de confort que nos deja el análisis conocido.
No pretendo adivinar la suerte de la 4T. Nada por ahora parece indicar que vaya con claridad para ningún lado. Y en los pasajes históricos, aunque la historia oficial nos ha convencido de que a todos les fue de maravilla, lo cierto es que no lo pasaron tan bien. Juárez nos dejó a Porfirio Díaz y Madero nos dejó con Huerta, para no ir más lejos. En el caso de Bolívar, hay un pasaje en la serie en el que su hermana María Antonia le reclama a Simón que perdieron todo: hacienda, esclavos, prosperidad. Su independencia los llevó a la pobreza.
Lo que me queda claro es que el presidente sí ambiciona esa transformación de la que habla. Está empeñado en conseguir su lugar en la historia y para eso ha estudiado mucho lo pasos de estos personajes.
Bien haríamos nosotros en empezar a hacerlo. Salirnos de la zona de confort en el análisis. Estudiarlo en clave historia. Es la única forma de no errar en el diagnóstico.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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