Dicen los que se dedican a rescatar animales que un gato callejero vive un promedio de 2.5 años, en comparación con los gordos gatos de departamento: entre 9 y 15 años, en promedio
Una gatita que vive en el jardín. Un jardín compartido entre cinco casitas rentadas. Esta mañana está muriendo. Ella se llama Negra; ella se llama Simona; ella se llama Pizca; ella se llama Noche; ella se llama Rufiana; ella se llama Gatita. El Che Guevara solía decir que uno se llama como lo llama la gente. ¿Qué es un nombre? Un nombre es identidad.
Pesa un kilo, dos, a lo sumo, desde hace unas semanas para acá. Ella, dicen, tiene 10 años; ella, dicen, tiene 13 años; ella, dicen, tiene 15 años. Su pelaje negro –que nunca vi lustroso sino estropeado por vivir a la intemperie– se ha vuelto café, rojizo, desgreñado. Su noche es ocaso ya. Hoy agoniza en mi estudio. En los huesos, sin mover la mirada de un punto indefinido que ya no está en este plano, con pequeños estertores cada cierto tiempo. La vena más fuerte palpita y mueve su pelaje.
Negra, negrita, negris, gata. Nadie sabe de dónde vino. Un día, supongo, llegó al jardín. Es un jardín muy bonito, con una araucaria, una bugambilia, y hasta un plátano que no da fruto. Una higuera reverdece cada temporada de lluvias, y muere cada otoño. Ahí negrita encontró un poco de comida y un poco de seguridad hace algunos años, quizá ocho. Se sabe, o eso dicen los que se dedican a rescatar animales, que un gato callejero vive un promedio de 2.5 años, en comparación con los gordos gatos de departamento: entre 9 y 15 años en promedio.
El gato en Occidente –y el México moderno es Occidente– ha sido estigmatizado. Y más un gato negro. Las mismas organizaciones que refieren la corta esperanza de vida de los callejeros advierten: un gato blanco tiene tres veces más posibilidades de ser adoptado que un gato negro. En este país, además, la crueldad hacia los animales es una constante. Y más si es un gato, más uno callejero, más uno negro.
La negra –en esta casa se llama Negris– venía cada mañana a maullar con su timbre grave y profundo a la ventana. Miaoooo miaoooo. Pedía comida en lata, un “manjar” para los gatos, por su elevada cantidad de glutamato monosódico y otras linduras. Ahora me pregunto si esa dieta no habrá afectado su salud. A veces en invierno la arrastraba a pasar la noche en casa, pero intuyo que lo que ella quería era un hogar.
El vecino de arriba no la quiere. Este vecino es un hombre brillante y amable, pero en ocasiones sale en calzoncillos al jardín, y lo he sorprendido hablando solo, por lo que a veces cuesta trabajo tomarlo en serio. En fin, que este vecino asegura que años atrás “la gatita” –la llama la gatita– y él se llevaban bien. Pero ella tomó la costumbre de meterse a su casa y hacerle maldades. Así que él le prohibió entrar a su casa, y la gatita se metió de contrabando y en venganza orinó el sofá. Así que su amistad se quebró, y desde entonces, “no la soporta”.
En la casa más grande y bonita del conjunto vive una chef. Cada mañana, la mujer se sentaba a la ventana y la Simona –la chef le llama Simona– maullaba por comida. Como buena gatita callejera, hacía una peregrinación por todas las casas. Ella sacaba la mano por la ventana y la acariciaba; solía decir que Simona era feliz en el jardín, dada su condición de callejera; sin embargo, yo la recuerdo tratando de meterse a un hogar al calor, por las noches.
Una joven pareja que ocupaba el más pequeño de las casitas la dejaban entrar por las noches a la casa. Ellos escribían y practicaban el arte del comercio justo, y estudiaban temas con la producción agrícola sustentable. Ellos la llamaban Pizca; como la pizca del café, del algodón… eso fue hace mucho. Esa pareja se disolvió y terminaron nombrando a Pizca: “la ajena”.
En la última casa vive una mujer con una adorable perra y dos gatos rufianes. La perra se llama laica. Los gatos no tienen nombre. Esta mujer es de carácter afable y alivianado, pero no suele poner nombres a los gatos. Así que para ella la Negris, Pizca, Ajena, era la gatita.
Una gatita negra, pequeña, de ojos amarillos. Los gatos como ella suelen vivir un promedio de 2.5 años. Mueren envenenados, o quemados o atropellados. Negris ha vivido en un jardín con araucaria, plátano, higo y bugambilia. Un gato macho negro, ese sí completamente callejero, solía meterse al jardín y robarse su comida. Un día dejó de venir. Otro día vino un felino enorme, anaranjado y violento. Aterrorizó por días a los gatos del jardín. Pero como vino se fue. Me pregunto dónde estarán.
Hoy la gatita negra Negris, Simona, Pizca, Ajena, agoniza en el estudio. Veo sus ojos amarillos perdidos en un punto que ya no está en este mundo. ¿Quién es ella? ¿Cuál es su nombre? ¿Es un nombre un hogar? Siento dolor y admiración por este animalito que me enseñó a pelear cada día por esos pequeños momentos de placer y contemplación.
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Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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