Cuando recién me mudé a la Ciudad de México tardé mucho en que mi cuerpo, mi memoria, mis sensaciones no pensaran en mi casa de Sonora como mi hogar. Si despertaba en la noche por el sonido de una lluvia torrencial pensaba angustiada en mi casa de antes, que ante tormentas intensas daba paso al agua al interior
Por María Antonieta Mendívil
Regresar a mi terruño a pasar Navidad me confronta. ¿A dónde regreso cuando ya no existe eso que llaman la casa familiar? ¿Cuál es el destino que tengo en mi corazón? La madre que, como en toda familia, suele ser casa, murió hace años y nos dejó en total orfandad, incluido mi padre.
Él ha cambiado de casa y ciudad en los últimos años. Las crisis económicas y la existencial luego de la viudez, le hicieron perder el hogar que había soñado y construido junto con mi madre.
El espacio que ha ido erigiendo poco a poco no guarda mis recuerdos, mis afectos. Ahí no reside mi nostalgia de hogar, ni de eso que nutrimos en la imaginación con la palabra familia.
Me pregunto mucho qué es casa, qué es nuestra casa, dónde está nuestro hogar planteado como este lugar primigenio de encuentro con nuestros seres queridos.
Cuando recién me mudé a la Ciudad de México tardé mucho en que mi cuerpo, mi memoria, mis sensaciones no pensaran en mi casa de Sonora como mi hogar. Si despertaba en la noche por el sonido de una lluvia torrencial pensaba angustiada en mi casa de antes, que ante tormentas intensas daba paso al agua al interior. “Se va a meter el agua”, “¿Suspenderán las clases?” (sí, porque en el desierto una lluvia atípica puede cancelar la jornada escolar).
Abría mis ojos y en la oscuridad trataba de dilucidar: la lluvia aquí huele distinta, suena diferente, duermo bajo un techo diferente; estoy en otra casa, mi otra casa ya no existe, ya no es mía; esta es mi nueva casa, mi nuevo hogar en una ciudad diferente, muy muy muy lejana a la de antes.
La casa es una especie de exoesqueleto, que nos acompaña a donde nos movamos. La casa es una suma de recuerdos, anhelos, de una memoria construida con vida e imaginación, con deseos y pérdidas. La casa es una sensación de roca firme, aunque sea un vagón extraviado en las vías del vacío. La casa es un estado del ser, no un lugar, es un destino que nos mantiene en trayecto no permanencia.
Recuerdo cuando mi maestro de Historia y fenomenología de las religiones nos dijo que el judaísmo como religión marcaba un avance y sofisticación del pensamiento religioso. La humanidad dejó de pensar en dios como “algo” (una estela, un animal, un elemento de la naturaleza) y lo concibió como una presencia acompañante. Incluso la idea de nación para el pueblo de Israel dejó de tener contornos geográficos: la nación y Dios se simbolizan a menudo en esa nube que viajaba junto al pueblo en éxodo para darles sombra y consuelo en su caminar por el mundo.
Pienso en ello ahora que la idea de casa primigenia y terruño se me nubla. Casa es esto que me ampara con sus muros amorosos y cuyos contornos se parecen tanto a mi piel, a mi red de músculos y venas. Hogar es esta suma de afectos, amores, memorias; la edificación de mi proyecto de vida, con todas sus elecciones, olvidos y pérdidas. Terruño es esta nube que me acompaña en mi tránsito para darme un sentido de pertenencia y éxodo a la vez.
Volver a Sonora es volver al desierto, al mar calmo de Cortés, a sus rocas y sahuaros, a sus cielos bermejos, a las olas incendiadas por el sol, a la luz destellante, a la suspensión del tiempo.
Sí. A la suspensión de los tiempos, donde soy migrante, exiliada, arraigada, perteneciente, exiliada, hija y huérfana.
Es poeta y narradora. Autora, entre otros libros, de Llama (Libros del Umbral), Duelo de noche (Almuzara) y A ras de vuelo (Tusquets editores).
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