La huelga del CGH en la UNAM debería ser repensada, rediscutida y revalorada. No puedo sino agradecer a todos estos compas que pelearon por algo que ni siquiera hemos dimensionado a cabalidad
Estudié en la Universidad Iberoamericana porque la UNAM estaba tomada por gente que no quería estudiar. Al menos, eso es lo que repetían mis tíos que veían las noticias y yo, en la preparatoria, no tenía ningún motivo para dudar de lo que pensaba mi familia.
En 1988 a mí me interesaban pocas cosas más que mí-misma y mis amigos. Un año antes, la huelga del CEU (Consejo Estudiantil Universitario) me había convencido de que la UNAM no era opción. Así que entré a la Ibero en la primera generación de Santa Fe (antes de eso, esa universidad estuvo en la Campestre Churubusco, al sur de la ciudad, pero se cayó con el sismo de 1985 y el gobierno le donó a los jesuitas unos terrenos en un basurero).
Mi primera lección contra los prejuicios fue ese mismo otoño de 1988: ni siquiera me había aprendido los salones de clase cuando la Ibero se fue a huelga, la única en su historia. Fue una huelga de los trabajadores que duró tres días y se arregló todo.
En la Ibero estudié Ciencias de la Comunicación (la carrera de moda en ese tiempo) con el subsistema de cine, pero por casualidad entré a una clase de periodismo que me deslumbró y entonces me las arreglé para tener un subsistema híbrido de cine y periodismo. En el último año de la carrera llegaron los bárbaros de El Norte a convencernos de que podíamos ser “soldados de la libertad” en un nuevo periódico que iba a nacer en la ciudad: Reforma. A mi escuela fueron Ramón Alberto Garza y María Luisa Díaz de León. Mi suerte quedó sellada en el periodismo.
De la UNAM volví a ocuparme años después, en abril de 1999, cuando estalló la huelga estudiantil más larga que se conozca por la intención del rector Francisco Barnés de aumentar las cuotas escolares.
Para entonces yo ya estaba en La Jornada, en el extraño enemigo que era el suplemento político de los domingos: Masiosare, uno de los lugares donde más he aprendido de periodismo. De Arturo Cano, mi jefe, recibía un intensivo curso práctico de coberturas temas educativos, laborales y de pobreza.
Arturo siempre fue generoso para compartirnos sus contactos y sus notas. Tenía unos archiveros llenos de carpetas acomodadas en orden alfabético, en los que juntaba recortes y documentos. También podía ser duro cuando faltaba información. Una vez hice una entrevista a un dirigente del STUNAM que a mí me parecía buenísima, pero mi jefe me mandó a leer La Tragicomedia Mexicana antes de reescribirla.
Ese 1999 fue un año muy especial: el último de la vida de mi amada abuela y un año en el que me la pasé en la UNAM, cubriendo una huelga que puso a prueba todos mis prejuicios y que me obligó a desaprender la educación que nos da la televisión.
Mi abuela vivía en Copilco, en los edificios que están justo enfrente de la UNAM. Yo vivía en Tlatelolco, y cada que podía pasaba a darle algunas vueltas y a platicarle lo que estaba haciendo. A ella le preocupaba que me metiera en problemas porque todavía le pesaba (como a muchos) la sombra del 68.
El movimiento estudiantil, con sus interminables asambleas que podían durar hasta tres días, nos retaba. Esta semana me lo recordó Herman Bellinghausen, en una charla que compartimos en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, donde nos invitaron a hablar de nuestras experiencias en esa cobertura.
En la conversación estuvimos Herman, quien cubrió el inicio de la huelga y (obviamente) se convirtió en vocero de la ultra; Roberto Garduño, quien se incorporó en la segunda parte de los nueve meses que duró la huelga y que estuvo el 6 de febrero, cuando lo Policía Federal entró a la UNAM para detener a los jóvenes, y yo, que desde el semanario podía realizar trabajos con un piso más de profundidad.
Sin la premura de la noticia, podía hacer crónicas de una noche con los ultras o del Campo Krusty de Acatlán. Además, me permitía tomar distancia un par de semanas para escribir del examen de titulación de Vicente Fox (en la Ibero) o de la policía que secuestraba en la Ciudad de México, en un ambiente muy parecido al de ahora hay en la capital. O incluso, del proyecto de Ernesto Zedillo para acabar no solo con la UNAM sino con toda la educación superior gratuita.
Pero dos de cada cuatro trabajos que hacía eran de la UNAM y de esos huelguistas necios que desesperaban a todos por radicales y porque no negociaban. Estudiantes que eran muy distintos a los del CEU de 1987, la «huelga feliz de los criollos”, como dijo Herman, dirigidos por Carlos Imaz, Imanol Ordorika y Antonio Santos.
La de 1999 fue muy diferente. Era la de un sector social deprimido, empobrecido, una huelga rabiosa, muchas veces carente de discurso, en la que los grupos podían enfrascarse en discusiones de horas por la instalación de una mesa. Un movimiento mas parecido, en sus expresiones, a la manifestación de mujeres de la semana pasada que al movimiento #másde132.
Una movilización que no era zapatista, aunque hubiera zapatistas. Esos eran los moderados, frente a grupos eperristas y otros que años después se sumaron a las luchas magisteriales contra la reforma educativa.
También estaban los que participaban en la vida partidista. Ahí conocí, por ejemplo, a colaboradores de Martí Batres, que ya era líder de la Asamblea Legislativa, y otros que después quedaron con los chuchos del PRD, como Fernando Belauzarán.
Pero sobre todo, era un movimiento huérfano. Con excepción de dos o tres intelectuales, del propio Herman y de Masioare, no podía encontrarse en los medios de comunicación un intento de entender un movimiento que no negociaba. Que tenía tanta desconfianza de los moderados que no se entregaba (“y qué bueno, porque la hubieran entregado a los dos meses”, dijo Herman). Que puso alambre de púas en la Escuela Nacional de Trabajo Social.
Para mí, que no tenía una formación política, era un mundo por explorar. Creo que eso me permitió ver también otras cosas de la huelga, como que los temidos «ultras» de Ciencias podían pasar noches cantando canciones de José José o el tema de Sexo pudor y lágrimas, con leche y galletas Marías.
Cuando entendí sus historias empecé a dimensionar el enojo. Era imposible no encariñarse con una causa tan legítima. Ellos peleaban, básicamente, por su derecho a estudiar.
Muchos terminaron con sus utopías en la cárcel. Fueron detenidos primero en la Prepa 3 y luego en la asamblea del auditorio Che Guevara (Justo Sierra, es su nombre oficial) la madrugada del 6 de febrero de 2000, cuando, en una «operación quirúrgica», la Policía Federal terminó con nueve meses de huelga.
Un día antes, a todos los periodistas nos habían dicho que la policía iba a entrar a las 11 de la noche y lo advertimos a los huelguistas, pero como en el cuento de Pedro y el lobo nadie lo creyó. Y como canción de Sabina, nos dieron las 10 y las 11 y las 12 y la 1 y las 2 y las 3, sin que llegara nadie más que nosotros mismos.
A esa hora, Delia Angélica Ortiz, que cubría para Reforma, y yo, decidimos ir a dormir y bañarnos, y volver temprano, seguras de que el domingo habría otra interminable asamblea. Buscamos algo que desayunar, pero todo estaba cerrado. Ella me fue a dejar a mi casa, que a esas horas de domingo estaba a muy poco tiempo.
Iba entrando cuando recibí un mensaje de los de la Facultad de Filosofía por beeper: “Están entrando. Ayúdanos por favor”.
Creo que nunca he sentido tanta frustración e impotencia, porque yo sabía que no había nada que pudiéramos hacer. Alcancé a Delia y nos volvimos a la UNAM. Estaba cercada, pudimos entrar a ver las mochilas de los jóvenes con los que horas antes habíamos estado platicando. Luego fui a verlos a la cárcel para entrevistarlos. Carmen Lira, la directora de La Jornada le mandó libros a las mujeres. Y se acabó la historia.
Pero a diferencia de lo que se ha dicho, esa no fue una huelga perdida. Por el contrario, los estudiantes lograron algo que, visto en perspectiva de lo que ocurrió en el resto del mundo en los años siguientes, parecía imposible: detuvieron las cuotas por la enseñanza universitaria.
El filósofo en casa me recuerda que desde hace años hay una suerte de “limpia de clases» en las escuelas públicas por medio del examen de selección. Es cierto eso, pero la UNAM y las demás universidades públicas siguen siendo pagables para muchos.
A la distancia, cuando pienso que el plan del expresidente Ernesto Zedillo era aniquilar la educación pública universitaria, y convertir la opción de tener estudios profesionales en estudios técnicos para formar empleados, no puedo más que agradecer a todos estos compas que pelearon por algo que ni siquiera hemos dimensionado a cabalidad.
Porque el EZLN, la huelga del CGH, Atenco, y el propio movimiento AMLO contra la privatización de Pemex han sido diques frente a una política neoliberal que nos ha arrollado y que ha destruido muchos de los cimientos de este país.
Podemos estar en contra de los métodos, podemos decir que ahora López Obrador mantiene la política neoliberal (no se qué gobierno en el mundo no lo hace) pero han sido frenos a una doctrina y una forma de entender el mundo que nos está aniquilando.
La huelga del CGH debería ser repensada, rediscutida y revalorada. Gracias a esos necios, mi hijo pudo estudiar sin que yo me endeudara por 30 años y espero que mi hija lo haga sin que para eso tenga que empeñar mi alma.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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