María Diemar fue una de las víctimas de una red que sacó niños de Chile durante la dictadura militar. Su historia comienza en Lautaro, donde, en 1975, fue arrebatada de los brazos de su madre. Su caso se replica en 2 mil 300 niños más que fueron llevados a Suecia, de un total de diez mil que fueron dados en adopción en Europa, Estados Unidos y hasta Perú. Cuarenta y siete años después, dice que su batalla no va a parar hasta desenterrar toda la verdad. Cuenta, en primera voz, su historia sobre el regreso al lugar de origen, el activismo y la maternidad
Texto: Carolina Rojas Neculhual
Fotos: Ilustración: Alejandro Sol
CHILE.- Mi búsqueda también representa a otras personas que, como yo, fuimos niñas y niños arrancados de hogares humildes del sur de Chile durante la dictadura militar, en su mayoría de Concepción, Padres las Casas y de Lautaro. Somos parte de los 2 mil 300 recién nacidos que fueron llevados a Suecia, de un total de 10 mil, que es lo que arrojan las últimas cifras. Otros fueron dados en adopción en Holanda, Italia, Australia, Estados Unidos e incluso Perú.
Tengo otro hermano –Daniel–, quien también fue adoptado. A ambos nos contaron la verdad desde que éramos pequeños. Yo leía todo sobre Chile y libros de Isabel Allende, porque quería saber todo de acá, aunque en ese entonces me parecía un país abstracto, muy lejano. Para mí, Chile era como China.
Mi historia comienza en el año 1975 cuando, con tan solo diez semanas, fui llevada a Suecia con tres pequeños más. La versión que más tarde me contó mi madre chilena, luego de mi reencuentro con ella cuatro décadas después, fue que apenas nací me llevaron rápidamente de sus brazos unas personas que al parecer estaban coludidas con la patrona de la casa donde ella trabajaba en Lautaro. Mi mamá me aseguró que nunca firmó ningún papel, pese a la insistencia de una asistente social, y pese a su miedo.
Mi búsqueda la inicié en 2003. Dos años después encontré a una hermana menor y recién en 2016 me contacté con el resto de mi familia que vivía en Lautaro, y con otro de mis hermanos que vivía en Santiago. Luego conocí a mi madre, llegué a ella con la ayuda de una periodista que comenzó a investigar las adopciones de Chile a Suecia. En ese tiempo, el Centro Sueco dijo que no era verdad y desmintieron todo.
Anna María Elgrem es el nombre que suena como la representante de una de las instituciones responsables, que es Adoptionscentrum, una agencia de adopción internacional que se encargaba de escoger a niños con las características solicitadas por los futuros padres. Como ha salido en la prensa, parte de esta red estaba integrada por asistentes sociales dedicadas a facilitar la salida del país de cientos de niñas y niños. Mi historia se repitió en otras víctimas. Cambiaban las ciudades, el año, pero el modus operandi siempre es el mismo: la víctima era una mujer vulnerable; le decían que su hijo había nacido muerto o que tenía que tomarse muchos exámenes. Incluso las convencían sobre que una guardería ideal para que la madre pudiera trabajar tranquila, luego se los llevaban sin que ellas se enteraran.
En mi búsqueda encontré muchas trabas, información imprecisa en casi todos los documentos. Una letra de menos en el apellido de mi mamá o una dirección en distintas ciudades: Rancagua y otra en Santiago. Cuando escuché la verdad sobre mi historia, sentí mucho alivio. Luego descubrí la verdad sobre mi hermano. A la madre biológica de él le dijeron que su hijo había muerto.
Pese a que crecí en una casa feliz en Estocolmo, antes de saber que todo había sido una adopción irregular, siempre me preguntaba por qué mi madre me había regalado y cuando me enteré de que tenía más hermanos en Chile, me volví a preguntar por qué me habían entregado solo a mí. Estas adopciones irregulares tienen muchas consecuencias en la salud mental de los afectados y afectadas, como el racismo, la constante tristeza de la distancia y las preguntas permanentes. Hoy soy profesora, estoy casada con un ingeniero danés con quién he vivido entre Estados Unidos y Australia por la profesión de mi esposo. Tengo tres hijos, de 18, 17 y 13 años.
Pero una parte de mí siempre estuvo incompleta.
En Suecia este tipo de crímenes tiene prescripción a los 15 años, entonces tratamos de encontrar justicia pero seguimos hallando obstáculos en diferentes niveles. Hasta hoy, la prensa de allá y el gobierno dicen que tal vez todo esto no ocurrió. Aún seguimos luchando para convencerlos de que es algo real, pese a que hay una investigación, pero la investigación es para mirar atrás, describir la situación, pero no para cambiar mucho, ni menos para castigar a nadie.
En Chile es distinto. Hay una comisión investigadora desde hace tres años. Estuvimos como representantes de “Hijos y Madres del Silencio” – Agrupación de apoyo a las víctimas de adopciones irregulares y sustracción de menores en Chile–. Muchas personas dieron sus testimonios. Hay conclusiones y hay propuestas, pero luego vino la pandemia y aún no hay justicia, pero lo más preocupante es que no hay reparación. La gente cree que hay un final feliz una vez que encontramos a nuestras familias. Pero por ejemplo hay una amiga alemana que hoy está viviendo en el sur de Chile y todos los días debe pasar por la casa de la jueza que nos dio en adopción. Una jueza que estuvo trabajando hasta el 2018. Definitivamente no hay reparación. Todo quedó en el aire. No sé si fue por el gobierno anterior o el covid.
Hoy es muy importante que entiendan que nuestra batalla también es por el derecho a la identidad, y por un banco de huellas genéticas. Hay casos en Italia y Estados Unidos en los que ni siquiera hay documentos. Necesitamos esto para que incluso las víctimas, en el futuro, puedan saber qué pasó.
En 2017 entendí que, aunque supiera la verdad de todo después de encontrar a mi mamá –yo había ubicado a mi mamá en 2003– tenía que seguir luchando. Al encontrarla, ella le dijo a la persona que la halló que ella no me había dado en adopción. Para mí eso sonaba raro. Soy sueca y siempre crees en los documentos y eso había sido mi historia durante treinta años. Catorce años después, me contacté con un periodista para que me dijera qué podría haber pasado en el Hospital del Lautaro en 1975 y fue cuando supe que mis documentos estaban incompletos o eran irregulares. Me sentí muy mal, porque en el fondo prácticamente no había creído en la historia de mi madre al principio. Entonces entendí muy rápido que eran 50 o 60 personas en la misma situación, tan solo en un par de meses, que contaban historias parecidas.
Yo crecí junto a Daniel, pero él siempre tuvo algunos problemas de depresión, no se sentía en casa. La sociedad sueca es más dura con los hombres morenos, con las mujeres hablan desde los exótico: «Qué linda eres», “Qué linda la niñita”. Siempre vi a mi hermano muy triste por el bullying también y todo eso. Al final, si lo piensas, esa tristeza afectó a mi madre, a mi hermano y a su madre biológica a quien también encontramos después. Fue ahí cuando comencé a buscar la historia de mi hermano y encontré a su mamá con la ayuda de una periodista. Ahora entendía del dolor de la mamá de Daniel y el de mi mamá. Dos mujeres diferentes, pero al mismo tiempo con algo en común. Fue muy fuerte. Mi madre no sabe escribir ni leer; la mamá de mi hermano estudió en la universidad. Yo vi que mi madre no tenía voz para contar su historia y quise luchar por ella y por mí. Como mujer quise hacer esto por ambas. Ese fue el año que tenía un contexto y más casos. Fue el momento en que entendí todo. La barrera más grande es que vivimos en otra cultura y otra historia y aun es difícil explicar muchas cosas en español.
De Chile me gusta la naturaleza. La primera vez que llegué me quedé tres meses. Fue muy fácil integrarme, comparada con los suecos, la gente es muy abierta. Me gusta el sur, la zona de Temuco. Al mismo tiempo siento que hago un viaje interior por ser mapuche, mi madre es mapuche. Así lo arrojó también mi prueba de ADN. Me sentía mal por no saberlo antes; pero a la vez alegre de serlo. Es algo importante para mí. Ahora eso me explica mucho del mundo y es algo nuevo para mí. Yo no tenía idea que era mapuche, otros adoptados sí lo sabían, al menos porque salían algunos de sus apellidos originales. Uno de los apellidos de mi madre, en mapuzungun, habla sobre volcanes cerca de las nubes. Es muy hermoso. Yo ahora conozco mucho más sobre quien soy y estoy aprendiendo mapuzungun.
Como siempre pensé que mi mamá me había abandonado, producto de ese sentimiento cuando crecí no quería tener hijos. Tenía miedo de que no pudiera sentir cariño o amor por un hijo o hija. Pero cuando tuve mi primer hijo, me di cuánta inmediatamente que no iba a ser así. Fue todo lo contrario: ellos son lo más importante para mí. Son parte de mí y ser madre fue conocerme a mí misma también. Somos muy unidos y aclanados como familia, porque hemos vivido en diferentes países, pero siempre hacemos cosas juntos. Aunque el mayor ya cumplió 18 es muy cercano, cocinamos y hacemos actividades juntos. Ellos fueron, de algún modo, mi primera familia consanguínea antes de conocer mi familia en Chile.
Me di cuenta que es difícil ser madre en Chile, la situación es más fácil en Suecia. Desde los años sesenta allá se ha hecho todo lo posible por hacer la vida más fácil para las mujeres. En Chile no es así. Ayer hablé con una prima de una amiga y me contó que ella tiene un hijo de la misma edad que mi hijo mayor y decía que cuando ella estaba en el hospital en 2004 tuvo miedo de que se lo quitaran. Es decir siguen pasando estas cosas y existen distintos temores a la hora de ser madre, justamente por las condiciones con la que se es madre en este país.
Eso explica muchas cosas de todo lo que he visto. Fue difícil cuando conversé con mi mamá, por ejemplo. Fue en ese momento cuando me di cuenta que no era fácil ser mujer en Chile. Al tener a mis hijos pude entender más y que es imposible dejar a un bebé en adopción sin sentir nada. Los documentos irregulares decían que mi mamá era una mujer fría, que me había abandonado y pese a eso, aunque eran mentiras, podía comprender que como hubiese sido, ella nos estaba en una situación fácil.
Luego mi madre me confesó que había sido forzada a hacerlo y que la habían engañado, me dijo también que nunca dejó de pensar en mí. Se preguntaba si estaba muerta o viva y cada vez que ella veía una joven de mi edad pensaba que podía ser yo.
Ser adoptada es crecer y vivir con esa parte de tu historia. Cuando tenía diez u once años quería ver el nombre escrito de mi mamá y me mostraron los documentos. Mis papás adoptivos fueron abiertos y me apoyaron. Nunca tuve rabia con ellos, porque lo que me pasó, las adopciones irregulares, fueron algo sistemático. Hoy veo todo desde otra perspectiva, la misma que me da fuerza para seguir luchando por mí y mi mamá. También soy su voz.
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