«Y llegó un virus que nos dejó huérfanos»

16 abril, 2020

Sólo los viejos mueren de esto dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Mandeep Dhillon trabaja en una clínica de Veracruz. Con los recursos técnicos y humanos con los que cuenta, trata de asistir a los enfermos de covid-19. A veces no hay ciencia ni tecnología que ayude a aliviar esos momentos en que se mira al hombre abuelo y no al paciente

Texto:  Mandeep Dhillon*

Foto: Rogelio Morales / Cuartoscuro

Don Sergio tiene 82 años. Está batallando por su vida. En este lugar hace un calor insoportable. No circula el aire. Hace rato, en su camilla marcada como número 2, él empujó las sábanas a un lado. Así lo encuentro al entrar a este cuarto que provoca ansiedad a todas y todos quienes cruzan sus fronteras: él está casi desnudo, somnoliento, pálido, conversando a la vez con esta realidad y con otro tiempo y espacio. La enfermera y yo nos movemos rápido a conectarlo de nuevo al monitor cardiaco, al pequeño aparato que me avisará en cuestión de segundos que su sangre tiene un nivel de oxígeno peligrosamente bajo. Le vuelvo a colocar las puntas nasales que espero le ayuden a estar mejor. Luego una mascarilla de oxígeno. Pero no mejora aún.

Así es estar con un paciente grave, tener un nudo casi imperceptible en el estómago mientras haces lo que tu formación de años te ha dejado como conocimiento ya intuitivo. Entiendes que no siempre lo que sabes hacer salvará a la persona, sin embargo, en esos momentos debes creer que sí. De otra forma el peso de la sonrisa intermitente de Don Sergio te aplastaría. 

Tomamos muestras, pedimos equipo, entre las dos lo movemos en la camilla con la esperanza de ayudarlo a respirar mejor. Cada pocos segundos vuelvo mi mirada al monitor. Leo su expediente, analizo la situación. La enfermera empieza con los ajustes que le voy comentando. No circula el aire, se me empañan constantemente los gogles, siento el calor insoportable de mi propio aliento atrapado en mi mascarilla, el agua corporal que pierdo como sudor a cada segundo, el dolor de tanto plástico apretado sobre mi cara. 

El nudo en el estómago sigue pues aún no llegan algunos de los insumos que necesito y en esta área de aislamiento no tengo otra opción que esperar. No puedo correr a buscarlos o ver por qué están tardando. Es una espera que atormenta a quienes aprendimos que unos segundos de más pueden matar a alguien con una fisiología muy alterada. Pero aquí no hay otra opción.

Saludo al hombre joven en la cama 3 explicándole que pronto también lo reviso. Me pregunto de paso, ¿qué pensará de ser atendido por personas que se asemejan a astronautas?, ¿estará perturbado al ver la urgencia con la cual respondemos a don Sergio? Respondo a las dudas de la otra paciente que lleva días aquí y se siente desesperada por salir. Le aseguro que terminando con su vecino estaré ya a su lado. Regreso mi atención al monitor de mi paciente más grave. El tiempo aquí parece eterno aunque ya pasó casi una hora desde que entré.

***

Sé bien que en cualquier momento tendré que dormir a Don Sergio para luego pasar una cánula a través de su boca, sus cuerdas vocales y su traquea y conectar esa cánula a un respirador. Es una decisión que con el paso de los años, las y los médicos de urgencias aprendemos a tomar en el momento correcto: ni demasiado temprano ni demasiado tarde. 

Aquí la decisión pesa mucho más pues no pueden entrar al cuarto los familiares de este hombre de 82 años y pasar un rato con él antes de que, posiblemente, nunca vuelvan a hablar con él otra vez. Debo pedirle a una o uno de mis colegas anticipadamente que entren a asistirme y relevarme en caso de que me falle el procedimiento. Eso implica el uso de otro traje de protección que ya escasean y, además, exponerlos a ese virus que no sabemos en qué momento puede esquivar las barreras que tan cuidadosamente nos colocamos para tratar de mantener nuestra salud, la de nuestros seres queridos y de nuestros demás pacientes. 

Entonces decido esperar y hacer lo posible para que Don Sergio aún no tenga que enfrentar ese momento aterrador. Pido que localicen a sus familiares. No están. Desde donde estoy sentada, escribiendo notas e indicaciones, mirando su monitor, contestando las llamadas de pánico de la señora de la primera camilla. El panorama me provoca fisuras en la piel. No es la primera vez que me sucede en el hospital, pero por alguna razón esta vez todo se siente más desolador.

No hay condiciones para hacer lo que sé hacer, para ofrecerle más alivio a ese hombre, para que en este país esas personas sencillas y humildes puedan estar bien. No sé qué más pedir o cómo componer esto. La realidad de este país, mordisqueado por un sistema que provoca el colapso, las ausencias en sus servicios de salud para la población que no goza de privilegio de clase es una realidad muy ajena a las técnicas y tratamientos que conozco en teoría.

Nos hemos adaptado a esta realidad, pero una sabe que carece de justicia. Se me nublan los ojos, esta vez de lágrimas. Las paro al borde de mis párpados, no tendré forma de despejar mis ojos a través de todo mi equipo. Está prohibido tocarse la cara, y tampoco puedo gastar más energía en este momento, pues de por sí me siento agotada.

Llegan los resultados de las muestras, hacemos más ajustes en el tratamiento. Llega una media hora en la cual no hay más tareas por realizar. Jalo una silla al lado de su camilla y me siento con su mano en mi mano. No hay ciencia que me ayude a darle más opciones. Debo creer que ese contacto humano, aunque sea a través de las barreras de plástico que separan nuestras pieles, sirva de algo.

Una hora después sus familiares aún no han llegado pero Don Sergio sigue un poco mejor. Ya despierta durante ratos más largos, platica conmigo, me hace caso cuando le pido de nuevo que no se quite su oxígeno, entiende por fin en dónde está. Me dice que tiene sed y me pide una “coca”. Sonrío debajo de todo mi equipo de protección aunque él no podrá ver mi reacción. Le regaño como lo haría una nieta a su abuelo. Ahora él es quien sonríe. Me alegra ver ese signo diminuto de alivio y pienso que le gustaría a su hija verlo así.

Antes de irme del cuarto aislado, escribo en letras grandes con marcador negro en una hoja blanca: «favor de dejar a Don Sergio con puntas nasales y mascarilla de oxígeno puestos al mismo tiempo, es la única forma de lograr que sature arriba de 72%». Me despido de él, le prometo que buscaré a su familia en la sala de espera.

Paso por el procedimiento minucioso para quitarnos el traje protectivo. Son varios pasos, y el cansancio y claustrofobia hacen que una quiera arrancarse todo como sea. Cada que me toca ese momento, pienso en las personas que quiero y que no puedo permitir enfermarme. No sé en qué piensen mis demás compañeros cuando lo hacen. Al salir del hospital, llego a casa y me comunico con algunas personas que quiero, entre lágrimas. Y por días pienso en Don Sergio y su sonrisa. Así es esto. 

***

Cuando primero empezaron a circular las noticias sobre el brote de coronavirus que luego se volvió emergencia global y posteriormente pandemia, las notas, algunas autoridades, las pláticas informales presenciales y virtuales trataban de mitigar la preocupación asegurando que esa enfermedad sólo mataba a los viejos. 

Entonces pensé en los pueblos de donde viene mi nombre, pensé en los aprendizajes que me compartieron en los pueblos originarios de Canadá, el sentir y sentido de las comunidades migrantes y diaspóricas en las cuales y entre las cuales crecí y después lo que pude mirar con el corazón en los pueblos de México. 

Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma, se había vuelto una población en exceso a través del filtro del capitalismo.

Sólo los viejos mueren de esto dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Nos olvidamos de ellos y ellas así como el sistema de muerte había dictado que pasara. 

Y ahora se pasaba al acto a través de un virus, con intencionalidad voraz. Luego dijeron: jóvenes, cuídense, no sólo los viejos se mueren de esto. Y supongo no es de extrañarse. Así como cortamos los árboles y envenenamos el agua, también laceramos nuestros ombligos y traemos el peste del olvido a los nidos que deberían ser nuestros espacios sagrados. 

Nos olvidamos de quienes antes pasaron y despejaron un poco el camino porque la escuela nos enseñó que ahí sólo había ideas viejas que no permitían el progreso. El coronavirus vino a llevarlos y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de donde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.

Así como Don Sergio, a quien le cambio sólo el nombre para proteger su privacidad y la de su familia, hasta la fecha la mayoría de las personas que hemos atendido en el hospital con sospecha de infección por coronavirus son personas mayores de edad. Tienen historias que quedan en suspenso en el aislamiento, separados de sus familias y ante el incertidumbre de qué sigue.

Y si las pudiéramos escuchar. Si esas historias importaran en la relación terapéutica, en la narrativa de este desastre no natural, en el enfoque de nuestra mirada colectiva, quizás lograríamos identificar un punto desde donde sanar.

Y llegó un virus que nos dejó huérfanos. Si así senti-pensáramos la urgencia, ¿qué otra realidad podría emerger de este momento tan doloroso?

*La autora es urgencióloga laborando en el estado de Veracruz, activista e integrante de la Brigada de Salud Comunitaria 43.

Portal periodístico independiente, conformado por una red de periodistas nacionales e internacionales expertos en temas sociales y de derechos humanos.