En Milpa Alta un hombre convocó a sus vecinos a aprender el náhuatl y luchar así contra el olvido de esta lengua. José Ortíz Rivera difunde su lengua en la localidad y en universidades nacionales y extranjeras. Usa videos, audios, redes sociales para lograr su tarea. Su trabajo da frutos: en Varsovia y Canadá, por ejemplo, ya saben de un pequeño poblado que conserva la sabiduría ancestral de los abuelos y el náhuatl
Texto: Horacio Humberto Rodas Castillo*
Foto de portada: Especial
CIUDAD DE MÉXICO. – Estoy en Santa Ana, Tlacotenco, uno de los pueblos que conforman la delegación de Milpa Alta en la Ciudad de México. Me encuentro parado afuera del “Kaltlamahchihchihke”, una Casa de arte y cultura náhuatl. Mi anfitrión es el dueño: José Ortíz Rivera, quien me espera justo en la entrada del museo: una reja de barrotes y pintura negra bien cuidada, encuadrada por unos pilares de roca marrón y ladrillos bermejos, que tienen trazado con pintura blanca el número 69. La casa de cultura se encuentra a unos 100 metros del panteón, sobre Guadalupe I. Ramírez, una calle empinada y silenciosa de pavimento añejo en cuyo contorno a veces se oyen ladrar algunos perros, el silbar de algún carrito de camotes, una radio a alto volumen de algún vecino o el jugueteo de algunos niños que no puedo ver.
José viste una camisa a cuadros, un chaleco azul marino, pantalones grises y unos zapatos negros bien lustrados. Me abre las puertas de la Casa de Cultura de par en par. Entramos a una sección cuyas paredes están tapizadas de repisas con esculturas prehispánicas y estudios de figura humana al desnudo: desde el suelo hasta el techo, hay esculturas en madera, yeso, barro y otros materiales. Retratos con carboncillo y óleos coloridos de metáforas visuales que entremezclan magueyes, serpientes emplumadas, senos femeninos, montañas, mazorcas y deidades antiguas. Es evidente que es el trabajo de un artista egresado de la Academia de San Carlos, uno que tiene algo distinto a cualquier otro del que yo tenga conocimiento.
Aquella reunión fue agendada sin contratiempos y no puedo evitar la sensación de que la plática era algo ya postergado desde hace mucho, algo que esperaba salir por alguna válvula de escape, similar a una olla exprés. El ambiente es suave como pluma de paloma y al principio no requiero preguntar mucho, ni siquiera hacer un gran preámbulo, la recomendación que un maestro me ha hecho -Sergio Sevilla, egresado de la ENAH y divulgador de la cultura nahua de Tlacotenco- es suficiente para entrar en confianza y destapar aquella olla incandescente disfrazada de conversación, que a ratos parece confesión: una de muchas que ya he escuchado de distintas personas, pero que, a diferencia de las otras, contiene hechos registrados y no imaginados por muchos. El conocimiento cultural y artístico que se plasma en las obras de aquellas paredes se refleja en la conversación: igual a un espejo de agua. Las bases de aquella reunión son sólidas y las palabras fluyen, como el encuentro inesperado de un caudal diáfano. Primero salen a colación algunas respuestas que yo ya esperaba escuchar:
– “En general el náhuatl no es apreciado” -me dice José con su voz tranquila, pero que resuena tajante en el centro de la habitación- “muchas veces los extranjeros son los que más aprecian e investigan más sobre lo que se tiene en México, pero aquí, en México -me recalca-, somos muy pocos los que alcanzamos a ver la magnitud de esta gran cultura que nos antecedía. Los estudios que se hacen son someros y superficiales, en realidad no entendemos a nuestras culturas ancestrales. Se desconoce el potencial que realmente tienen, incluso entre universitarios y académicos”. Los rostros en yeso de “El David” italiano y “El rey” olmeca son nuestros únicos escuchas desde las repisas del museo: sus expresiones contemplativas son inquietantes, nos observan y nosotros a ellas en un silencio sólo acompañado por los perros de afuera y algún carro que pasa por aquella calle, que desemboca en el cementerio que contiene el pasado de un pueblo que ya no existe, pues la historia del círculo cultural de Wewetlahtulle (que en español significa “palabra antigua” o “palabra de ancianos”), que tenía como objetivo rescatar y difundir la cultura náhuatl, ahora ha pasado a mejor vida.
José nació en Tlacotenco, hijo de padre mestizo y madre indígena, siempre escuchó el Masewalkopa -nombre de la variante dialectal del náhuatl de Santa Ana Tlacotenco-. El náhuatl, a la par del español, era una cosa de todos los días para él: se comía, se limpiaba el cuarto desde las primeras horas de la mañana, se trabajaba y se pensaba en náhuatl. – “Ximehua, ye tlahka” (Levántate, ya es tarde)- le decía su madre a José al despertar el alba. Desde temprano se enciende una fogata, se pone agua y se barre el lugar antes de empezar el día. José recalca que de niño podía pensar de acuerdo con la cosmovisión nahua, no podía hablar del todo la lengua, pero siempre aprendió de las tradiciones y las formas nahuas. Las conversaciones en náhuatl de sus padres le enseñaron a hablar la lengua correctamente y ser fiel a las raíces y pureza de la lengua, lo cual le permitió tener conocimientos suficientes para lo que tendría que enfrentar: una lucha no solo contra el olvido del idioma, sino la defensa de toda una cultura contra falsos divulgadores…
La historia de la lucha contra el olvido y el académico “náhuatl remendado” comienza al final de la década de los 70, cuando se hacían encuentros de nahua hablantes en Santa Ana Tlacotenco, pero extrañamente sin la participación de la gente local. Tlacotenco era un punto de reunión, una plataforma para gente exterior a la comunidad: universitarios, historiadores, antropólogos, gente trajeada, relacionada con Miguel León Portilla, entre otros… Durante esos encuentros fue cuando uno de los nahua hablantes de Tlacotenco en esa época, luego de escuchar el náhuatl remendado de los académicos, quiso subir al escenario como ponente a enseñarles a los estudiosos cómo realmente se hablaba la lengua. El resultado fue amargo: quedó en ridículo y José presenció el momento. A toro pasado, él reconoce que no cualquier persona, por muy conocedora de un tema, puede estar frente a un público: es necesario prepararse y adquirir conocimientos para eso -me dice. Ese momento lo marcó y motivó a querer formular una iniciativa que sirviera como respuesta a la academia que venía a “enseñar” en las comunidades un náhuatl que se puede ver en los libros escritos por los frailes de la Colonia.
En el 99 inicia la administración municipal de Juan Guerra, delegado proveniente de Sonora. Juan trae entre su equipo a Antonio Magaña, político encargado de tareas culturales de la aquella entonces delegación. Se reúnen porque han escuchado del arte y las iniciativas culturales de José en la comunidad. La reunión es exitosa: se vuelve una tarde de copas en que José posee el don de la persuasión, pues está convencido de que 4 o 5 abuelos son mucho mejores que cualquier nahuahablante académico como los que promocionaban algunas instituciones que hacían eventos en el lugar. Mes y medio después del encuentro de José con Juan y Antonio se abre un grupo de 16 personas los jueves. José se vuelve coordinador a pesar de no poder hablar náhuatl con fluidez aún. La labor inició con el rescate de memorias, letras de canciones antiguas escritas por un nahua hablante llamado Carlos López Ávila, quien recibió en su momento el apoyo de Joaquín Galarza, un antropólogo que insistía en “corregir” palabras como “wewetlahtulle” a “wewetlahtolli” o “wewetlatolli”, es decir, palabras que quizá en otra región de nahuahablantes serían acertadas, no obstante, en este caso ya no contendrían las tradicionales aspiraciones y letras “u”, propias del náhuatl hablado en Tlacotenco: una alteración a un idioma y una identidad. La imposición de dichas “correcciones” no venía de cualquier persona. López Ávila tenía respaldo académico en París y a nivel nacional, recursos económicos y reputación en el ámbito cultural, además la presión de Galarza era cada vez más molesta. El inconveniente sería acaso que Galarza, como muchas otras personas de la academia, priorizaba el náhuatl de los documentos escritos por los frailes, no el náhuatl que se habla en las comunidades. Un náhuatl pensado desde el español: para José el náhuatl se empezó a echar a perder en este punto.
El maestro Sergio Sevilla me comenta al respecto que los frailes pudieron aprender la lengua gracias a informantes que acometían la tarea única de ir a investigar aspectos solo concernientes a la religión cristiana y su cosmovisión de entonces: Un mundo que estaba ya concebido y que había que dar a conocer a la gente nativa que desconocía la religión única. Basándose en un mundo así: de estudios aislados, de informantes sesgados, teléfonos descompuestos y de ignorancia de las costumbres indígenas en sus comunidades, justo así, solo se da la divulgación y el aprendizaje de una cultura inventada. Los frailes pudieron no poseer el interés -tampoco tenían por qué tenerlo, actuaron según creían- de ir directamente a las comunidades e hicieron estudios nahuas con la formación clásica que tenían: Un molde gramatical del idioma latín contra el idioma náhuatl documentado en la lengua castellana. Un ejemplo sencillo para alguna persona interesada en las diferencias culturales puede ser la sintaxis del español y la sintaxis nahua “purista”: En español una oración simple está constituida por sujeto, verbo y complementos circunstanciales; en náhuatl, en cambio, si conservamos un aire más “purista” el orden sintáctico es: verbo, objeto directo y sujeto (los complementos circunstanciales pueden ir tanto al inicio como al final, dependerá lo que se quiera decir y la complejidad con que se diga). Un ejemplo menos técnico es la adaptación de palabras que necesariamente pasan del español al náhuatl: “padre” es una herencia del español al náhuatl, que con el tiempo creó el término “palle”, pues no existe la letra “r” en náhuatl. Así y de otras muchas formas sucede con la inmensa cantidad de palabras que surgen cada día en el mundo hispanohablante globalizado y se filtran al mundo nahuahablante. Un tercer ejemplo, más allá de lo gramatical y lo léxico es lo social, es decir, cómo es posible entender parte de la cultura de una comunidad por medio de su lengua náhuatl. El dicho popular nahua “Tla onka moatsin, nan ka nomahtsin”, cuya traducción literal puede ser: “Si hay tu agüita, aquí está mi manita”, tiene posibles equivalentes populares en español como: “Hoy por mí, mañana por ti”. Este dicho popular refleja la forma en que se realiza un trabajo colaborativo en la comunidad y el intercambio de ayuda entre la gente de esa comunidad. Este signo distintivo prevalece en la gente nahua de Tlacotenco, algo que en las grandes urbes hispanohablantes podemos notar por el brillo de su ausencia, pues el dinero es la retribución única por un servicio prestado. Dos mundos distintos: el nahua y el hispanohablante.
El constante roce entre el mundo hispano y el nahua es inevitable, sin embargo, también lo es la persistente predominancia de uno sobre otro. José prosigue comentándome cómo la lengua pierde su naturalidad y con ello su historia y cultura con la divulgación de concepciones falsas como las documentadas en las instituciones. Pone de ejemplo el caso hipotético de algún académico mexicano especializado en catalán: El emperifollado universitario trajeado y doctorado en lengua catalana viaja a Cataluña y les quiere decir a los catalanes de a pie, otra minoría cultural, cómo hablar. El catalán se habla en Cataluña y se construye en Cataluña, es lo mismo en Santa Ana Tlacotenco con el náhuatl. En este momento José no puede evitar dejar escapar una carcajada y una mentada de madre entre dientes: se rasca la cabeza con la mano y remueve su abundante cabellera cana con una sonrisa sarcástica en el rostro. Es comprensible la hilaridad de otro ejemplo hipotético análogo: suponiendo que la cultura escrita hispanohablante solo tenga como medio de difusión el Poema de Mio Cid y un Doctor especialista en dicha obra quiera ir a Tepito o Polanco a enseñar “el buen español” en dicha lengua porque “así está registrado” en la obra. Las risas son incontenibles ante tal escenario imaginario. La conversación sigue con más ánimo y la historia llega a un punto clave.
En otro evento a finales de siglo le piden a José dar la bienvenida en náhuatl a un grupo de escultores: tarea imposible de acometer en ese momento. La forma de pensamiento propia del náhuatl existe, pero la lengua no fluye con naturalidad, sólo algunas frases sueltas: eso no es hablar una lengua. En el 2000 José se reúne con los abuelos y junto con sus padres y hermanas aborda de lleno el mundo que ofrece la lengua náhuatl. Al constatar la manera correcta de hablar con ayuda de hablantes nativos, como su madre, puede distinguir qué “abuelos”, como se les llama en la comunidad a todas aquellas personas que los hispanohablantes llamamos “gente de la tercera edad”, hablan bien la lengua y quienes otros no. Insiste en que los “abuelos” son los verdaderos conocedores de la lengua, vivieron la época de las parteras, del temazcal… cosas hoy perdidas. Wewetlahtulle logra gradualmente rescatar viejas memorias, escritos y música antigua con la ayuda de los abuelos, de esta forma difunde la cultura a través de pláticas del círculo.
En esos primeros años del nuevo siglo llega Miguel León Portilla a Santa Ana Tlacotenco: la visita al círculo cultural Wewetlahtulle ya consolidado es una parada obligatoria. Santiago Roque Galicia Cervantes, uno de los abuelos sabios de la comunidad es escogido por todos y enviado con León Portilla para conversar en Masewalkopa. La comunidad espera que la gente de la academia sea humilde, se eduque y -como dicen- “encuentre la horma de su zapato”. Roque decide iniciar en náhuatl con un castellanismo que adapta con modo honorífico un saludo tradicional: –¿Ken Otlathwililuk, palle? (¿Cómo está usted, padre?) -Silencio. -Repite la pregunta. -Silencio de nuevo. León Portilla no fue capaz de contestar el saludo al señor Roque. Entre los del círculo se comentaron que el académico había tenido la fortuna de que Roque no quisiera usar en ese momento una forma antigua de acercamiento como “Tinotahtsin, palle” (Estrictamente “Tú/Usted, mi padre” es un saludo con reverencial que denota respeto y afecto, equivalente a decir “Buenos días, padre”). Poco después, en una entrevista, León Portilla cambia su discurso habitual: no se presenta como hablante de la lengua, reconoce que los verdaderos hablantes están en las comunidades. José sonríe divertido y vuelve a rascarse la cabeza para describir la poesía y los discursos académicos en lengua náhuatl similares a un vestido remendado: por aquí y por allá parches y pegostes sin coherencia ni fluidez, pero que “suenan bonito e interesante” cuando se está subido en el púlpito con micrófono en mano frente a un público que poco o nada sabe de la lengua: Algo más parecido a un collage con engrudo de esos que hacen los niños de primaria, que a un discurso de un hablante que puede improvisar, educar, mentar madres y cortejar en lengua náhuatl cuando se le antoje. El gran error de los académicos es conformarse con lo que ya han escrito otros: es necesario hacer trabajo de campo e ir a donde se cree que no existe el conocimiento por el simple hecho de que los libros sean sustituidos por yuntas, el traje con corbata por la ropa de campo y los discursos académicos por los modismos de los abuelos. De esa forma la brecha entre la academia y la comunidad se hace más estrecha, algo puede salvarse. Resuelto eso hay que atender otro problema: la política. La élite mestiza de la política no deja de menospreciar y obstaculizar los apoyos a iniciativas como Wewetlahtulle, que por problemas y otros golpes políticos José se vio forzado a desintegrar el grupo que tenía en conjunto con la administración municipal en el año 2013.
La lucha contra el olvido no acaba. José junto con otros dos maestros nahua hablantes nativos, que incursionan en la UNAM y una universidad extranjera, hacen la difusión de la lengua y material reunido de las pláticas añejas de Wewetlahtulle. El círculo sigue vivo en materiales didácticos de video, grabaciones de audio, transcripciones, pinturas, esculturas y escritos difundidos en redes sociales como el Facebook de Wewetlahtulle A.C., que volverá con reuniones después de la pandemia. El trabajo no es en vano, la Universidad de Varsovia y algunas en Canadá ya saben de los esfuerzos que se hacen en Santa Ana Tlacotenco por conservar la sabiduría ancestral de los abuelos y el náhuatl.
*Esta crónica es resultado del Diplomado de Escritura Creativa de la SOGEM.
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