Las calles de Washington Heights de pronto parecen calles del centro histórico de la Ciudad de México, se venden frutas y verduras a flor de banqueta, pero es a la vez distinto; aquí las bocinas en las calles no revientan por pura suerte, porque hasta el piso se mueve de tan pero tan alto volumen de música
Por Évolet Aceves / @EvoletAceves
Cristo viene, Cristo sana, dice una mujer con voz de sacristana desesperanzada a las afueras del metro en una estación de Washington Heights, ubicado al norte de Manhattan, ofreciendo a los transeúntes panfletos, segura de que está haciendo un acto de bien.
Washington Heights es un barrio en Nueva York poblado mayormente por gente de República Dominicana. De hecho es conocido como Little Dominican Republic.
Welcome. Tortas $8, jugos $3, tacos $4, chimis $6, burritos $8, quesadillas $8, anuncia en una esquina el food truck llamado El mejor chimi.
Cuando voy del sur al norte de Manhattan, hacia Washington Heights, hay un cambio que se evidencia en el tono de piel entre los pasajeros. Al sur y centro de Manhattan hay de todo tipo de colores, y conforme el metro va avanzando los colores blancos comienzan a disminuir poco a poco, quedando pieles más oscuras, lo que me indica que ya estamos pasando Harlem y llegando a Washington Heights. El español hablado entre los pasajeros me lo confirma. En esa zona —como en muchas otras— se puede vivir sin necesidad de hablar inglés porque la gran mayoría de personas son hispanohablantes.
Veo la sudadera de un muchacho que va frente a mí en el metro: en la mitad lleva ilustrada la bandera estadounidense y a un lado un dibujo a blanco y negro de Jesucristo con una corona de espinas. El joven tiene rasgos de alguien latino, ¿peruano, colombiano, ecuatoriano? Lleva puestos sus auriculares y los párpados cerrados, seguramente está cansado, como muchos otros pasajeros. Su sudadera habla por él, está aquí por una razón, persigue un sueño y con la fe bien fija.
Las calles de Washington Heights de pronto parecen calles del centro histórico de la Ciudad de México, se venden frutas y verduras a flor de banqueta, pero es a la vez distinto; aquí las bocinas en las calles no revientan por pura suerte, porque hasta el piso se mueve de tan pero tan alto volumen de música que hasta las ratas se han de estar tapando los oídos al pasar, una estridencia de reguetón, salsa y bachata tremenda, mucho Romeo Santos, mucho Don Omar.
Los roles de género están muy bien delimitados: los hombres venden lentes de sol en la calle, las mujeres cosméticos; pero también se venden hotdogs y hamburguesas en food trucks, helados en carritos antiguos estacionados estratégicamente cerca de los parques para el consumo de su mejor clientela: los niños. Como en el J. Good Wright Park, donde un día me encuentro a una señora de unos 70 años, que tras un largo rato de estar sentadas en bancas contiguas se acerca a hacerme la plática, “Me gusta salir al parque a despejarme, no me gusta estar encerrada todo el tiempo en mi casa”.
Al calor de la conversación, me continuó contando un poco de su vida, “yo aquí vengo muy seguido, ya soy mujer retirada, decidí dejar a mi esposo porque me engañó, y el engaño yo no lo perdono, por eso me traje a mis hijos de República Dominicana conmigo, ellos ya crecieron, son profesionistas y ya trabajan”.
“Mi nombre no me gusta”, me dice, “es un nombre muy feo”, me afirma bajando la voz, y tanta fealdad en un nombre me causó tal curiosidad que no me quedó más que preguntarle cuál era su nombre. “Guillermina”, me dice en secreto como si fuera un pecado lo que me estaba confesando.
“Ay Guillermina, pues qué bonito nombre tiene usted”, le respondí —en verdad me gusta—, y así continuamos platicando a la sombra del frondoso follaje hasta que se fue, no sin antes despedirse de mí, “qué bonita es la amistad, espero encontrarle de nuevo por aquí”, y con ella se fue la luz del día.
En esa misma banca, detrás y enfrente de mí, los arbustos y las hojas secas se movían y hacían ruido, al principio eran las hermosas y juguetonas ardillas, después, conforme se fue yendo el sol, a las ardillas las reemplazaron las no tan hermosas ratas. Llegó un punto en el que fue insoportable estar en esa banca oscura rodeada de ratas, una de ellas incluso se iba acercando lentamente a mí, como en México las palomas en las plazas o los perros callejeros que se acercan a uno como probando si hay comida que ofrecer. Sentí temor, angustia de ser mordida por las ratas que escuchaba caminando entre las hojas de los arbustos. Me dirigí hacia una banca más iluminada y desaparecieron las ratas y mi angustia.
Instagram: @evoletaceves
everaceves5@gmail.com
Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.
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