El hacinamiento y el miedo ante la pandemia del coronavirus generó en muchos penales del mundo levantamientos y motines. En la crisis actual vuelve a imperar el miedo colectivo. Es hora de reemplazar el trato de ciudadanos de segunda que tienen las personas privadas de la libertad
Texto: Alex Sierra R*
La noche del pasado 21 de marzo, en medio de varios motines en las cárceles de Colombia, fueron asesinados –según cifras oficiales– 23 hombres y según otras fuentes, podrían ser casi 100 las víctimas entre muertos y heridos, en confusos hechos que ojalá algún día puedan esclarecerse. El hacinamiento y el miedo ante la pandemia del coronavirus generó en muchos penales del mundo levantamientos y motines. En Colombia la noticia fue parte de la cuota diaria de muertos que nadie llora, y que a nadie le importan.
Hace casi 30 años, siendo un adolescente, fui detenido con otros jóvenes de mi barrio, un sector popular en Bogotá, por varios policías que nos llevaron a una estación por más de 24 horas. ¿La Razón? Estábamos “haciendo ruido” –como dijeron los mismos policías–, riéndonos en una esquina después de un partido de fútbol.
Recuerdo que dos policías me dijeron: “se sube a la patrulla o lo subimos”, me negaba a ser detenido sin razón alguna, sentí un golpe en el estómago, seguido de patadas y el ardor de las esposas en mis muñecas que detenían la circulación sanguínea. Así me subieron a la patrulla, fuimos llevados a una estación de policía, donde irónicamente hoy sigue funcionando la hacinada Unidad de Reacción Inmediata – URI de la Fiscalía General de la Nación, que tiene improvisadas camas y “cambuches” en un parque aledaño para confinar a los detenidos. Treinta años después la situación es peor.
Recuerdo que en la improvisada celda estábamos hombres, indigentes y niños, pues en esa época no se distinguía entre adultos y menores. No había baño, ni luz, y en un rincón había una construcción artesanal sin sifones o tuberías, donde en un hedor indescriptible flotaba excremento en litros de orina que hacía pensar que durante días o semanas ese “baño” no había sido aseado. No era posible sentarse en el piso porque muchos detenidos orinaban o defecaban en el piso, allí olí por primera vez el penetrante olor del bazuco. Fue sólo una noche, pero es una de las peores experiencias de mi vida.
Esta nota necesita ese contexto, porque pese a ser un horrible recuerdo, ésta es la cotidianidad de millones de personas en todo el mundo. La cárcel evidencia como ningún otro escenario, el nivel de enfermedad de cada sociedad, su indolencia y falta de toda la humanidad.
En Colombia están privados de la libertad 121 mil 274 personas, y la capacidad en los penales es para 80.763, el hacinamiento es del 150.16%. A eso se suma que solo 84 mil 689 personas están condenadas, las otras 33 mil 656 están detenidas mientras se resuelve su situación, en cumplimiento de una prisión preventiva que termina convirtiéndose en una pena anticipada, vulnerando presupuestos constitucionales como la presunción de inocencia.
La cárcel en Colombia es clasista, quienes tienen poder económico como mafiosos, empresarios, políticos y altos funcionarios públicos, luego de ser condenados entre otros delitos por actos de corrupción, apropiándose de recursos públicos que podrían financiar escuelas, hospitales, alimentos escolares o acueductos municipales, a menudo tienen estancias carcelarias “lujosas” frente al común de la población carcelaria.
Los lujos no son prohibidos, ya que entre las sanciones están la restricción de la libertad, el pago de multas, la devolución de dineros o la indemnización a victimas, que nunca serán penas proporcionales a los dineros apropiados y al daño social ocasionado. El delito de cuello blanco tiene un impacto enorme en el colectivo de una sociedad.
Es importante señalar que la crítica está en que no todos los privados de la libertad tienen las mismas garantías. En los pabellones de lujo el hacinamiento no existe y mucho menos las penurias insalubres que padece el resto de la población carcelaria.
La igualdad de armas o el equilibrio en las posiciones de las partes (Fiscalía y defensa) depende de los recursos económicos del procesado, si es un ciudadano de a pie, con recursos limitados, la aplanadora del Estado lo arrolla sin contemplación, pero si por el contrario el procesado tiene capacidad económica para defenderse, sus equipos técnicos (investigativos) y jurídicos sobrepasan cualquier posibilidad probatoria de la Fiscalía. Esto evidencia que además de la igualdad de armas, la gratuidad del acceso a la justicia no garantiza ni la calidad, ni la cantidad de recursos que se necesitan para el efectivo ejercicio de la defensa durante un proceso.
En los presidios son claramente distintas las condiciones que padecen la población carcelaria del común, que sufre tratos infames, sin acceso a servicios básicos, agua o el respeto a los más básicos derechos. Morir asesinado en una cárcel es sólo cuestión de tiempo y no existe voluntad alguna de prevenirse por parte del gobierno o las autoridades carcelarias.
Datos importantes: del total de presos en Colombia, solo 215 lo están por peculado o malversación de los fondos públicos (el 0.11% del total), y pese a la flagrante corrupción electoral, en Colombia no existe un solo condenado por delitos electorales, según cifras del mismo Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario – INPEC.
Gracias a mi experiencia profesional, he documentado el infame sistema penitenciario de Colombia. Por citar sólo un ejemplo, en la ciudad de Cali donde actualmente desarrollamos un proyecto con jóvenes del Distrito de Agua Blanca desde CESJUL, los sindicados que son llevados a las estaciones de policía –que no son sitios de reclusión pero funcionan como tales– están en espacios completamente atiborrados, no hay acceso al baño y deben hacer sus necesidades fisiológicas en bolsas plásticas. Algunos de ellos están esposados al sol en una ciudad que supera fácilmente los 35 grados, y la deshidratación puede llevarlos al desmayo. Ésas son las estaciones de policía, las cárceles son otro nivel: son una verdadera pesadilla.
Aunque no existe la pena de muerte o ejecución judicial en Colombia, la muerte es parte de la cotidianidad de los detenidos en toda América Latina. Las enfermedades son una condena lenta y silenciosa, la inasistencia en salud y la crisis sanitaria que se puso de manifiesto en los motines desde Italia, Brasil o Colombia gracias a COVID-19 evidencian el poco interés por los detenidos en sociedades que además vitorean desde las redes sociales el linchamiento colectivo.
Estar bajo el “control” de las autoridades, debiera generar el respeto al más básico derecho: la vida. No obstante, la más reciente masacre de 23 personas y contando en Colombia (reitero que la información no ha sido clara) no es un hecho aislado. Según cifras de la Policía, en Colombia entre el 2010 y el 2019 habían sido asesinadas 169 personas en los penales.
Colombia vive la ambivalencia de una notable impunidad de más del 98% en los casos de homicidio, que además genera una gran frustración social, exacerbada de manera perversa por políticos que conciben la cárcel como alternativa populista. Invitar al linchamiento colectivo claramente da más votos que dejar de apropiarse del presupuesto público de las escuelas u hospitales.
En Colombia el año pasado fueron asesinadas más de 11 mil personas, que suman 246 mil 691 casos entre 2004 y 2019. Luego del frustrado Acuerdo de paz, el país ha presenciado silenciosamente el asesinado de más de 700 líderes sociales en menos de tres años, algunos incluso en medio de la cuarentena decretada por el COVID-19, como si la muerte violenta no tuviera restricción alguna.
Tal vez la crisis de la nueva pandemia global nos impida entender los desafíos que tenemos como sociedad y nos resulta complejo reestablecer la solidaridad como principio, porque somos una sociedad conflictuada y atravesada por la muerte violenta que administran, desde hace décadas, los mismos clanes mafiosos aupados hoy en la más completa impunidad.
Es cierto que uno de los delitos más recurrentes por el que son condenadas las personas que están en las cárceles es el homicidio, pero son miles las personas procesadas por delitos de drogas que no son de ninguna forma los grandes capos, ni las cadenas que más se lucran del negocio del narcotráfico. Los medios enfocan sus reflectores hacia el “microtráfico”, o al menudeo a pequeña escala, de las pesquizas periodísticas o judiciales al parecer desapareció la persecución al gran negocio de las drogas y al consecuente lavado de activos que nutre poderosas economías legales. La impunidad que goza la gran criminalidad es una deuda en todas nuestras sociedades, y eso nos convierte colectivamente en cómplices.
En la crisis actual vuelve a imperar el miedo colectivo. Es hora de reemplazar el trato de ciudadanos de segunda que tienen las personas privadas de la libertad en Colombia, si además de la libertad, debe ser vulnerada su dignidad. Las prioridades de la inversión pública deben ser la salud, la educación, las condiciones mínimas para que todos(as) podamos desarrollar nuestra vida con dignidad.
La crisis que se avecina debe replantear el modelo carcelario, la cultura punitivista que cree que la cárcel es la solución a problemas sociales y que aún confía en la resocialización, sin la existencia de políticas públicas que así lo hagan posible. No existe ningún programa social que atienda a las parejas o hijos(as) de condenados en situación de pobreza, para evitar acabar el eterno círculo de la violencia. Colombia no puede seguir alimentando las cárceles como universidades del delito, en ausencia de reales espacios de inclusión en efectivo de millones de personas.
En momentos donde todos (as) estamos confinados, entendemos el sentido máximo de la libertad. Perderla es sin duda un imperioso acto de supervivencia en medio de la pandemia, pero también un castigo enorme para quienes cometen un delito. Torturar impidiendo el acceso a la salud, al agua, ser visitado por su familia y gozar de ciertas condiciones mínimas no es de ninguna manera un premio, sino un acto de humanidad de una sociedad que aunque no tolere el delito, no puede actuar con la misma saña que se le atribuye a la delincuencia.
La ignominia de la masacre ocurrida hace unos días en la cárcel nacional Modelo de Colombia tiene entre sus responsables a los altos funcionarios del gobierno y del ministerio de Justicia. La crisis carcelaria es una situación denunciada por años, y era apenas obvio que estallaría en medio de la pandemia que vivimos actualmente. Existen todos los precedentes que demuestran que esta situación pudo prevenirse, pero no se hizo nada.
*El autor es antropólogo, investigador Asociado a CESJUL.
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