La historia de José Ángel, un conductor de aplicación móvil víctima de la delincuencia, no es un caso aislado, otros han sido asaltados con violencia y algunos incluso han sido obligados a ser cómplices de delitos
Twitter: @luoach
El coche color guinda estaba estacionado junto a una pensión, a unos pasos del lugar donde marqué como mi ubicación, esperándome. Lo primero que noté al acercarme fue que no tenía la puertita que cubre el acceso al tanque de gasolina. En su lugar, un tapón negro protuberaba del costado del auto y un cable negro caía lánguido casi hasta tocar la llanta trasera. El coche se veía maltrecho, raro, medio destartalado. La persona con la que estaba, viendo la condición del coche, me dijo que le preocupaba un poco mi viaje. Me pidió que le avisara tan pronto llegara a mi destino.
Cuando me subí al Aveo, lo primero que le dije al conductor de DiDi era que le faltaba la compuerta que cubre la toma de gasolina. (Como si no lo supiera). Lo comenté un poco por hacer plática, pero también un poco para demostrarle que había notado algo inusual en su coche; para que supiera que estaba al alba, pendiente, que no sería fácil engañarme, si eso pretendía.
Desde el secuestro y feminicidio de Mara Castilla durante un viaje en Cabify en la ciudad de Puebla en septiembre de 2017, todas las mujeres mexicanas nos subimos a los coches que ofrecen servicio de transporte privado con una ligera preocupación; con un dejo de desconfianza. Como si se tratara del recuerdo de un mal sueño, del sabor amargo que queda en la boca después del vómito. Historias de terror y de supervivencia han inundado las redes sociales desde entonces: la de Lucía que se bajó de un Uber en movimiento sobre la autopista México–Pachuca, la de Rubí que salió corriendo cuando su vehículo se detuvo en un alto después de desviarse 15 minutos de ruta. No es exagerado tomar precauciones de más en un país donde, tan solo el año pasado, se registraron 969 feminicidios (más de dos por día), según cifras del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Nacional.
“Ya sé”, me dijo José Ángel respondiendo a mi comentario sobre el estado de su coche, “es que, bueno… a veces yo doy las vueltas muy cerradas o me estaciono mal”, empezó a explicarme, “y le hago rayones sin querer, pero ahora sí lo traigo bien abollado: del lado izquierdo tengo el cofre sumido, la puerta hundida; enfrente también tiene golpes. Todo eso fue por lo que me pasó en Morelos”, añadió. La respuesta inesperadamente detallada me puso un poco nerviosa, así que decidí compartir las actualizaciones de la ruta del viaje con la persona de la que me acababa de despedir como precaución.
A pesar de lo maltrecho del coche por fuera, adentro el escenario era otro. Sobre el tablero -entre el volante y el parabrisas-, el conductor había colocado un tapete negro de superficie irregular en el cuál tenía acomodados cochecitos Hot Wheels de todos los colores y modelos; se adherían a su lugar en la escenografía miniatura con velcros casi imperceptibles. Parecían posicionados en una orografía complicada de montes y valles, estacionados en el ascenso a colinas escarpadas o aparcados en mesetas tranquilas. No sé si ya tenía los cochecitos en ese paisaje interior el día que fue a Morelos. No le pregunté. No me dio tiempo. Una vez que empezó a hablar, José Ángel siguió con su relato como quien se ha puesto patines en una pista de hielo: avanzando abalanzado y sin parar.
Además de trabajar en DiDi, el joven de tez morena, cara redonda, cabello corto y ojos alargados es conductor para Beat, otra de las aplicaciones de transporte privado en Ciudad de México. En DiDi tiene una puntuación de 4.9 estrellas obtenida en los más de 3 mil viajes realizados. En otras palabras, José Ángel tiene mucha experiencia en la industria y se ha ganado una calificación de satisfacción del servicio casi perfecta.
Tal vez por eso, cuando le salió un viaje hace 8 días a las 23:00 horas no dudó en tomarlo. Su pasajero abordó en la Ciudad de México y, hasta que éste estuvo a bordo, el conductor pudo desbloquear la información del viaje: el destino era San Miguel Topilejo al sur de la Ciudad de México en el límite con Morelos, unos minutos antes de llegar a Tres Marías. Ni modo, pensó. Era un viaje lejos y, nada más del costo de la gasolina, quizá terminaba perdiéndole más de lo que le podría ganar en la tarifa de transporte.
Llegaron a San Miguel Topilejo cerca de la medianoche. Dejó a su pasaje y decidió dar algunas vueltas en el coche, haciendo tiempo. Esperaba que le saliera viaje de regreso; si conseguía regresar al centro de Ciudad de México con pasaje, el viaje anterior no habría sido en vano.
La alarma de la aplicación de DiDi señalizó, minutos después, que tenía una solicitud. Se trataba de un pasajero hombre, a pocos minutos de ahí en el estado de Morelos. Buscaba ir hacia la Ciudad de México. José Ángel se encaminó y fue a recoger al nuevo pasajero. Se detuvo, como lo hace cuando llega a cada lugar que le indica la aplicación de DiDi, y esperó.
En vez de uno, vio por el espejo retrovisor en la penumbra de la noche, que los pasajeros iban a ser dos. Al menos eso creyó hasta que uno de los dos se paró junto a la puerta del copiloto y el otro llegó instantes después a la puerta del conductor. Empezaron a golpear ambas ventanas, José Ángel atrapado adentro, sobre la carretera de Morelos. Le exigían que se bajara del coche y les entregara las llaves.
“No sé por qué reaccioné así”, recordó mientras avanzábamos por la calle casi vacía a las 8:27 de la mañana en domingo. Me miraba a través del espejo retrovisor por el cual yo alcanzaba a ver sus ojos enmarcados por el límite superior del espejo y la mascarilla que cubría su nariz y boca. “Pensé: pues ni ellos ni yo, y por la pura adrenalina abrí la puerta, rápido quité las llaves y las aventé al monte”, relató. De un lado del camino había un barranco; del otro, el monte donde aventó las llaves. José Ángel creía que los ladrones iban a ir tras las llaves y, con el tiempo que eso le brindara, él se iba a pelar en sentido contrario. “Pero no funcionó”, me dijo, “más bien eso los hizo enojar”.
Entre los dos lo sacaron del coche, le quitaron celular, cables, cargadores, monedas y cartera y “ahí empezaron las palabras obscenas”. Lo golpearon, golpearon el coche y le dieron “dos piquetes. Primero pensé que eran de navaja, pero después pensé que ha de haber sido un desatornillador”, recapituló como quien lee en voz alta una lista de compras o relata una historia sosa que vio en la televisión; como si fueran eventos completamente cotidianos e intrascendentes. Sin emociones. Sin energía. Había gente que pasaba en coche, me aseguró, e intentaban ayudar o detenerse a entender qué pasaba, pero los dos asaltantes les decían que se siguieran de largo; que ahí no había nada que ver.
Cuando terminaron con él, los asaltantes dejaron a José Ángel a la orilla del camino, tirado con sus heridas y sin manera de comunicarse. “Cuando recobré conciencia”, dijo volteándome a ver por el retrovisor, “ya venía de regreso a Ciudad de México entrando por el Pedregal”.
Una mujer y dos jóvenes finalmente lograron detenerse en el camino cuando los asaltantes se fueron. Él cree que logró decir el teléfono de algún familiar entre la conciencia y la inconciencia y alguien pudo irlo a recoger. En los “piquetes” recibió 10 y 3 puntadas, respectivamente; una de las puñaladas le alcanzó a pegar en el hueso de la cadera, que todavía le duele al caminar.
Para reclamar el seguro fue personalmente a levantar el acta de denuncia y contó lo que le había pasado. El seguro le ofreció mandar el coche al taller, pero tardaría un mes y medio y José Ángel necesita el Aveo para trabajar. Pidió dinero en efectivo y, todas las noches, deja su coche en un taller mecánico donde lo trabajan poco a poco para que pueda seguir realizando viajes a través de las aplicaciones durante el día.
Le pregunté si había recibido apoyo de DiDi o de Beat o si existía alguna política de la empresa para reclamar gastos. “Nada”. Me aseguró que se han discutido los casos en las compañías durante mucho tiempo e incluso se ha planteado instalar cámaras, lo cual no le parece que vaya a suceder pronto o a ser efectivo para prevenir asaltos. “Ya estamos acostumbrados”, añadió después, “el celular me lo roban a cada rato; la cartera también. Sobre todo son ladrones que le roban el celular a usuarios de Uber, DiDi y Beat y luego piden viajes como si fueran ellos. A veces uno se puede dar cuenta, por ejemplo a mí me pasó que me pidió un viaje una chava y cuando llegué eran tres tipos. No puse atención y sí, me chingaron”.
¿Y anímicamente?, le pregunté. Pensé en las secuelas psicológicas de haber sido apuñalado dos veces a la mitad de la noche en una carretera, lejos de su casa y su familia, por un par de extraños que lo insultaban. “Sí es difícil”, me dijo, “al principio me daba miedo salir de mi casa”. Los efectos del estrés postraumático relacionados a episodios de violencia física se manifiestan, en promedio, de seis a ocho meses después del evento violento, según diagnósticos psicológicos expertos en ese campo. José Ángel todavía no experimenta, ni de lejos, lo peor. Eso que está por venir. “Pero mi familia me dice que le eche ganas, que no me vaya a deprimir. Y aquí estamos. No te creas, cuando se suben pasajeros sí voy bien espantado todo el rato”.
La historia de José Ángel no es un caso aislado. En marzo de 2020, un conductor de Uber logró grabar –con una cámara instalada en su coche– el asalto del que fue víctima: una pareja se subió a su vehículo en Ciudad Nezahualcóyotl y, después de unos minutos, el hombre encañonó al conductor con una pistola. Le robaron todas sus pertenencias. Para abril de ese mismo año, tres conductores de aplicaciones móviles murieron en asaltos similares donde los ladrones intentaron quitarles el coche y les dispararon durante el robo. En septiembre, una conductora de DiDi desapareció mientras realizaba un viaje en Estado de México; su cuerpo sin vida apareció tres meses después. Semanas más tarde, en noviembre de 2020, un conductor privado de servicios de aplicaciones móviles denunció un asalto similar en Hermosillo, Sonora: después de recoger a un pasajero, éste abordó el vehículo, sacó un cuchillo de cocina y le robó todas sus pertenencias antes de apuñalarlo. Los últimos reportes de los conductores describen aún otro tipo de crimen: pasajeros que piden un viaje y solicitan hacer una parada en el Oxxo, donde supuestamente van a realizar una compra, pero terminan asaltando la tienda y huyen en coche de la aplicación móvil haciendo cómplice al conductor.
Cuando José Ángel terminó su relato estábamos a cinco minutos de mi destino. “¿Te sirve contarlo?”, le pregunté al final, pensando que quizá de algo había servido la catarsis al exorcizar el trauma reciente. “La verdad no mucho”, me dijo. Sin saber qué más decir, volteé a ver mi celular que había estado en silencio todo ese tiempo. Tenía cinco llamadas perdidas. Solo hasta ese momento reparé en que la ruta que había tomado el conductor había sido un inusual para un trayecto que recorro con frecuencia. Pensé que la persona con la que había estado siguió el viaje en tiempo real y en lo último que me dijo antes de subir del coche: “el auto se ve muy maltrecho, no me da confianza; por favor avísame cuando llegues”.
Al llegar a mi destino y bajarme del coche, cerré la puerta. Todavía parada sobre la banqueta, desbloqueé mi celular para avisar que había llegado bien. Tenía un mensaje en WhatsApp recibido minutos después de las cinco llamadas perdidas. José Ángel se alejaba conduciendo su Aveo guinda destartalado con cochecitos Hot Wheels posicionados en aventuras miniatura sobre la orografía escénica del tapete sobre su tablero. Pensé qué poca protección y respaldo tenía el conductor, en las secuelas psicológicas que empezarían a aparecer después del ataque del que fue víctima, en lo que le costaría arreglar su coche. Mientras pensaba todo eso, finalmente volteé a ver el celular en mi mano.
El mensaje leía: “Ya me comuniqué con DiDi. Levanté un reporte de alerta por la ruta que tomó el conductor”.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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