Este sábado arrancó en San Quintín la caravana de jornaleros agrícolas “por un salario justo y una vida digna”, que recorrerá 7 estados del país para llegar a la ciudad de México el 17 de marzo. ¿Quiénes son estos jornaleros? Kau Sirenio Pioquinto hizo el recorrido desde sus lugares de origen hasta los surcos de San Quintín y nos cuenta cómo los pobladores de los estados más pobres del país (Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Veracruz) viajan más de 3 mil kilómetros para escapar de la situación de hambre de sus comunidades, en su mayoría de origen indígena, y cómo se convierten en esclavos de ranchos que cosechan productos que van a los supermercados de Europa o Estados Unidos
Texto y fotografías: Kau Sirenio / Trinchera.
COCHOAPA, GUERRERO.- El murmullo de los chapulines alrededor de la casa de Pedro lo arrulla por última vez antes de partir al corte de fresas en el Valle de San Quintín. Pedro, un adolescente que es padre de familia, despierta con los primeros cantos de los gallos, se levanta y sale al patio para observar el espacio. Kimi (lucero) aún parpadea ante la amenaza del alba que se asoma detrás de la montaña, donde la pobreza cala hasta los huesos.
Unas ocho casas con techo de zacate y pared de tablas forman la un pueblo abandonado por hombres y mujeres que han huído de la pobreza en Loma de Yautepec, una comunidad de este municipio ñuu Savi de la Montaña Alta de Guerrero que se creó por Decreto el 13 de junio de 2005. Al separarse de Metlatonoc, que históricamente había sido el más pobre del país, Cochoapa El Grande se quedó con la peor parte, convirtiéndose en el municipio más marginado de América Latina.
Desde su fundación, Cochoapa nació con pobreza y migración; cada año, familias completas son enganchadas para trabajar en los campos agrícolas de Michoacán, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Chihuahua, Sonora, Baja California y Baja California Sur, donde trabajan por temporada en el corte de frutas, legumbres, verduras y cañas. Los jornaleros de esta región sólo regresan a sus comunidades de origen para celebrar la fiesta patronal después de la temporada. Al terminar el festejo vuelven a emigrar.
Hoy, Pedro desayunó con sus hijos y esposa, Minerva. No hay mucho que comer: una cazuela de hongos guisados con chile secos y hierba silvestres que recogieron en la rivera del día que baña el pequeño valle donde viven.
Después del almuerzo, Pedro y Minerva, recogen los dos costales que les servirán de maletas para el largo viaje. Ella carga en la espalda a una niña de un año y él lleva de la mano a su hijo mayor, de 3 años. Así inician una aventura. La primera parte serán tres horas de camino a pie.
En la terminal de Ensenada, Baja California, Pedro espera el autobús de la línea ABC que lo llevará con su familia al último tramo de su viaje de 4 días. Platicamos en tu’un savi, lengua materna que compartimos y que él usa con su esposa; los niños lloran.
– Tya’an kuxi na, ñaka xaku na (No ha comido por eso lloran) – suelta a bocajarro, sin que medie una pregunta. Luego mete las manos en los bolsillos de su pantalón para sacar unas monedas: pura morralla de pesos y 50 centavos; con eso compra un vaso de atole y tamales.
Los 50 pesos que le quedan después de comprar sus boletos de Ensenada al Valle de San Quintín no sirven de mucho en el norte del país, donde todo es más caro que en La Montaña.
El joven cuenta su recorrido de más 3 mil 260 kilómetros, desde Loma de Yautepec, en el municipio más pobre del país, hasta Baja California, la principal puerta de salida a los Estados Unidos: la familia caminó tres horas para llegar de Loma de Yautepec a la cabecera municipal de Metlatonoc: luego, la pareja y sus dos hijos subieron en camioneta de redilas para llegar a Tlapa, el principal centro urbano de La Montaña de Guerrero. Ahí tomaron el autobús de la línea Costa del Sol que los trajo hasta Ensenada.
Ese viaje en autobús cuesta 1,700 pesos por persona. Son 72 horas de camino en un camión sin baños, con asientos rígidos, y en los que varios hombres viajan parados porque no alcanzaron lugar.
Pedro y su familia comieron tortas y agua; les urgía llegar a su destino donde los espera un familiar que los invitó a trabajar en el corte de pepino.
Una voz aguda interrumpe la plática y anuncia: “Pasajeros con destino a Punta Colonet, Díaz Ordaz, Camalú, Vicente Guerrero, San Quintín y Lázaro Cárdenas, favor de abordar el autobús número 4060”.
No hay necesidad de despedirnos, todos vamos a San Quintín, la tierra prometida.
El despertador suena a las cuatro de la madrugada para ir a una nueva jornada. Aquí en el Valle, las jornadas de trabajo empiezan así. Las cinco de la mañana es buena hora para alcanzar trabajo menos pesado y mejor pagado: 150 pesos al día. Antes de llegar al parque, donde más de 50 camiones esperan a los jornaleros para llevarnos a los ranchos, pasamos donde la señora Débora por el itacate. Nadie sabe en dónde trabajará hoy.
“Ciento cincuenta pesos, saliendo y pagando”. La frase suena a canto mañanero para los jornaleros. Cientos de hombres y mujeres aprovechan el trayecto para desayunar tacos y café.
–Come chavalo, ahora que se puede, porque no creo que nos dé tiempo de almorzar cuando lleguemos a Rosario, es algo retirado –recomienda un muchacho delgado de unos 25 años a su amigo.
Varios adolescentes comentan la jornada de ayer: “A ver cómo nos va ahora, ayer si echamos barra (relajo) durante el día, ya ven, el mayordomo que nos tocó no se agüitaba”, suelta un moreno flacucho que apura un cigarrillo.
El chofer del camión pone música grupera mientras en la última fila de asientos, otro grupo de jóvenes encienden el primer churro de mariguana del día; esto no parece preocuparles al resto. Discretos aspiran el humo que huele a petate viejo o a orégano, sin dejar de tararear a Joan Sebastián.
Después de una hora de viaje llegamos al ejido El Rosario, donde nos recibe un viejo mal encarado que saluda al chofer amablemente.
– Qué bueno que llenaste el camión –dice el viejo.
–Se quedaron varios que ya no alcanzaron subir, hubieras dicho antes para decirle a mi compañero para que echara un viaje –contesta el conductor.
Los jornaleros se apresuran a acabar su desayuno antes de que les den la órden del día.
–Tú y tú, fórmense ahí –ordena el viejo.
Los seleccionados somos enviados a realizar otro trabajo con un bote de 20 litros: “Hoy vamos a cortar chile, ya saben cómo se hace, así que no estén preguntando, la paga es siete pesos por cada bote que llenen, si hacen 20, pueden ganar ciento cincuenta pesos, así que apúrenle, llegaron tarde y todavía no empiezan”, regaña ahora el viejo, enfundado en su chamarra de mezclilla.
Tomo mi bote y empiezo a pizcar. A mi lado derecho va una muchacha delgada, de metro y medio. Usa paliacate rosa mexicano que le cubre el rostro, una gorra azul y sudadera gris, botas negras y pantalón rojo. Después de dos surcos, me cuenta que es madre soltera y que se llama Margarita.
Al surco de lado izquierdo va Rubén, que también anda cubierto de pies a cabeza, como tratando de ocultar su edad. Es más callado que Margarita, pero se anima a hablar después de un rato. Dice que es de Olinalá, Guerrero y que tiene 16 años y que fue papá a los 15 años. Igual que Pedro, el joven que conocí en Ensenada.
A diferencia de otros ranchos, aquí no hay carpas o mesas que sirvan de comedor. En el descanso, los jornaleros buscan piedras para sentarse a comer. La falta de sanitarios hace que los trabajadores defequen en el campo, pero aún con el olor, el cansancio y la comida fría nadie deja de comer.
Después de cortar chiles durante todo el día el viejo me extiende un sobre con 63 pesos, que ni siquiera cubre lo que gasté en la comida. Los 150 pesos prometidos tenían precio: 9 botes de 20 litros llenos de chiles. Pero no alcancé a llenarlos.
Entre plática con los compañeros de los surcos me entero que el viejo que se la pasa dando órdenes es el dueño del cultivo y en la zona se le conoce por maltratar a los trabajadores. Nunca contrata a los jornaleros de manera directa, siempre lo hace a través de los transportistas o camioneros. Así evade cualquier demanda laboral que se le presente.
De vuelta al campamento, unos muchachos se bajan a comprar cervezas y la mayoría se gasta todo su dinero en la parada. Regresan a dormir tan pobres como salieron de sus casas por la mañana.
En San Quintín, un grupo de diez agro-empresarios explotan a más de 70 mil jornaleros que viven en condiciones paupérrimas. Los patrones poseen 280 kilómetros del Valle. Estos agroindustriales conformaron el poderoso Consejo Agrícola de Baja California.
Mauricio Castañeda Castro es dueño del rancho Berry Veg; Conrado González Sandoval, del rancho Don Juanito; Julio Meza Virgilio, propietario del rancho Agrícola Santa Mónica; Hugo Becerra Ramírez, de rancho Nuevo Produce; Agustín Penagos, de SPR Olivarera de Baja California; Ramón Silva Martínez, de Sociedad Agrícola Bella Vista; Gilberto Olmos, rancho Calandrias; Salvador García Gutiérrez, del rancho San Vicente Camalú; y Felipe Ruiz Esparza Arellano del rancho Seco o rancho Magaña. Este último consiguió que los gobiernos federal y estatal reprimieran, en mayo de 2015, la manifestación de jornaleros agrícolas que habían iniciado un movimiento en demanda del aumento salarial.
Lorenzo Rodríguez tiene 27 años de edad y es el secretario general del Sindicato Independiente Nacional Democrático de Jornaleros Agrícolas. Es el líder sindical más joven del país, pero su vida en los surcos empezó por la falta de oportunidades en Oaxaca, su estado natal. Ahí terminó la secundaria, después viajó a Baja California para trabajar como jornalero, durante un año intentó alternar su trabajo con la escuela en el Colegio de Bachilleres de Baja California, pero le fue imposible. Desde entonces ha trabajado en casi todos los ranchos agrícolas de la región. Esos que van trabajan, cobran y se van sin ningún otro tipo de compromiso o beneficio.
“Yo no quería ser jornalero, por eso estudiaba mi bachillerato aquí en el Valle, siempre desee estudiar leyes para defender a la gente, pero no me alcanzó el dinero”, cuenta.
Lorenzo explica una relación laboral muy común en esta zona: “saliendo y pagando”. Es decir, las empresas contratan por un solo día a los jornaleros.
“No hay ni una garantía de trabajo, no piden documentos, pero tampoco te dan seguro social o derecho de antigüedad; a los jóvenes si les sirve cuando quieren trabajar, muchos con apenas 14 años, otros que trabajan por este concepto son los centroamericanos y de los estados del Sur que van llegando al Valle”, explica.
“Si se analiza bien lo de saliendo y pagando, en realidad no les beneficia a los trabajadores, la mayoría de los jornaleros viven al día, a muchos les ayuda cuando van llegando, sin embargo, esto es muy distinto, aquí no hay de otra, trabajar por cien o ciento cincuenta pesos si corres con suerte”, remata el dirigente sindical.
La historia de abuso patronal no es de ahora en Valle de San Quintín. El maltrato en los surcos se hizo costumbre para los jornaleros que envejecieron sin alcanzar jubilación porque aquí no hay jubilados. Pero los jornaleros prefieren trabajar bajo estas condiciones porque en sus lugares de origen no hay ni empleo. Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz son estados que expulsa en su mayoría a la población indígena al norte del país.
En San Quintín encuentro a menores de edad que visten ropas holgadas que los hacen ver más grandes. También corren de un lado a otro con sus pesados botes de tomate o pepino mujeres embarazadas y unos que otros ancianos que a duras penas caminan. Aunque, en realidad, a los patrones no les importa mucho. De todos modos, no hay contrato laboral.
Juan vive en el ejido General Leandro Valle, en un cuarto de tres por tres. Es originario de la comunidad ñuu de Cuanacaxtitlán, municipio de San Luis Acatlán, Guerrero. Llegó en el 2013 al Valle de San Quintín, después de haber trabajado en el corte de tomate en Sinaloa donde escapó de la guardia que custodiaba la empresa agrícola.
Regresó a Guerrero para inscribirse en la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG), pero no alcanzó fichas que la casa de estudios dispuso en su portal de internet, y eso lo obligó a regresar a San Quintín.
Lo conocí en el viaje de Guerrero a Ensenada. Cuando pasamos en Cruz de Elota, municipio de Mazatlán, Sinaloa, me contó de cómo vivió ahí: “La paga de aquí es peor que en San Quintín, por cortar una cubeta de tomate te pagan cincuenta centavos, en temporada de lluvia trabajas entre el lodazal y si no logras tu tarea al otro día te castigan, así que tuvimos que escapar en la cajuela del camión con otros paisanos, ellos regresaron al pueblo y yo me fui a la Baja a buscar a mi jefa”.
La última vez que vi a Juan fue en Baja California fue mi último día en los surcos; él me ayudó a acabar de recoger pepinos y ese día gané 120 pesos. Ahí dejé el nombre falso con el que fui contratado durante ese viaje; también ahí se quedó Juan Jiménez a levantar frutas y verduras de exportación para pagar renta, comida y pasajes.
De los 70 mil trabajadores del campo, 30 mil pagan rentas y servicios médicos. La mayoría, como Pedro y Juan, son jóvenes que ni siquiera han cumplido la mayoría de edad.
Este sábado los jornaleros de San Quintín iniciaron la caravana “por un salario justo y una vida digna”; la marcha llegó a Tijuana, donde hoy y mañana se realizará un Encuentro Binacional; luego, la caravana recorrerá seis estados (Sonora, Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Guanajuato, Michoacán), para llegar a la Ciudad de México el 17 de marzo, fecha en la que se cumplen dos años del inicio de su movimiento. En la capital del país se realizará el Encuentro Nacional de Jornaleros de México.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la fuente.
“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: https://piedepagina.mx«.
Periodista ñuu savi originario de la Costa Chica de Guerrero. Fue reportero del periódico El Sur de Acapulco y La Jornada Guerrero, locutor de programa bilingüe Tatyi Savi (voz de la lluvia) en Radio y Televisión de Guerrero y Radio Universidad Autónoma de Guerrero XEUAG en lengua tu’un savi. Actualmente es reportero del semanario Trinchera.
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