Joe Biden quedó como el candidato demócrata y contrincante de Trump precisamente porque es el menos radical, el menos diferente; es una apuesta segura. Los estadounidenses están votando entre el proyecto de nación que creen que pueden ser y la peor versión que les hemos visto
Twitter: @luoach
Recuerdo las elecciones presidenciales de noviembre de 2016 en Estados Unidos. Todas las encuestas de salida predecían que Hilary Clinton –entonces candidata por el partido Demócrata— ganaría la elección. Donald Trump seguía pareciéndonos a muchos una broma de mal gusto, una falla del sistema que había llegado demasiado lejos como candidato republicano.
El día de las elecciones llegué a las 10 de la mañana afuera de la Trump Tower en el Upper East Side de Manhattan. Sobre la banqueta estaban los dos famosos “vaqueros desnudos” (naked cowboys), con unos calzoncillos pintados con la bandera estadounidense como única prenda; calzados con botas vaqueras blancas, sombreros del mismos color y blandiendo sus guitarras mientras cantaban una canción que le habían compuesto a Trump.
Además de los vaqueros había una mujer vestida de novia. “Esta noche el país se va a casar con Donald Trump”, era la explicación que daba a quien le preguntara sobre su atuendo. Había un grupo de hombres negros con una cartulina que leía “Blacks for Trump”, mujeres apoyando al millonario y latinos también.
Esos grupos me causaban particular intriga, especialmente después de la campaña de Trump: una muestra constante de xenofobia, misoginia y racismo. Había intentado contactar a uno de los grupos de latinos que apoyaban al republicano a través de su página oficial de Facebook “Latinos for Trump” días antes. No respondieron.
La noche de las elecciones, seguí al grupo de personajes excéntricos que vitorearon a Trump en el frío de la banqueta afuera del Tiffany’s que está en la base del edificio que lleva el nombre del entonces candidato. Peregrinaron juntos hasta las afueras del Holtel Hilton, algunas cuadras al sur de la torre, donde estaba el candidato con su equipo de campaña esperando los resultados de las elecciones.
Del otro lado de la ciudad, en el Javits Center –un centro de convenciones a las orillas del Hudson, del lado oeste de la ciudad– se encontraba Hilary Clinton con su propio equipo, esperando también los resultados.
Recuerdo claramente estar parada afuera del Hilton, esperando capturar la desilusión de la derrota en las caras de los seguidores de Trump mientras fueran llegando los resultados de las elecciones. Parada en la calle, tomando fotos y hablando con la gente, no tenía acceso a la actualización inmediata de los resultados electorales. Por eso, fue a través de las caras de esa misma gente que imaginaba derrotada, que entendí que Trump había ganado. Tenían los ojos pegados al celular y el dedo gordo refrescando sus pantallas a cada instante. Uno a uno, conforme los republicanos fueron ganando los estados clave, se veía la reacción en sus ojos, al refrescar la pantalla y leer la noticia, después en sus caras completas: primero la sonrisa, después un grito y finalmente la mirada que se despegaba del celular para voltear alrededor.
Estuve ahí hasta las 3:00 de la mañana. Cuando los resultados fueron definitivos, los invitados en esmoquin y vestidos largos fueron saliendo del Hilton para caminar a las camionetas formadas en la banqueta, donde los esperaban conductores y guardias de seguridad. Del otro lado de la banqueta los observaba el mismo grupo variopinto que había vitoreado desde la mañana del día anterior afuera de la Trump Tower.
Llegué a mi casa a las 6:00 de la mañana a escribir mi crónica al día siguiente. Abrí la computadora y vi que tenía un mensaje en Facebook. Era de Latinos for Trump: “ya agarramos a América del coño”, leía. Derrotada, empecé a escribir.
En los últimos cuatro años, la administración Trump dio el ejemplo, desde la Casa Blanca, de una serie de políticas que buscan disminuir la equidad y el acceso a la justicia a las minorías. En cambio, su gobierno ha priorizado mantener los privilegios para la clase dominante. Algunos ejemplos son su intento por prohibir la migración de países mayoritariamente musulmanes con su Muslim Ban, la construcción de un muro en la frontera sur para dificultar el paso de los migrantes mexicanos y de Centroamérica, la separación de cientos de niños de sus papás en el cruce fronterizo, encerrar a cientos más en jaulas por infracciones migratorias administrativas y negarse a condenar la movilización de supremacistas blancos en Charlottesville, donde un hombre mató a una manifestante al embestirla con su auto. A todas estas acciones institucionales, les siguieron réplicas a nivel individual que desataron, entre otras cosas, asesinatos impunes de hombres y mujeres negros a manos de policías.
Han pasado cuatro años de ese día. Mañana se celebran las esperadas elecciones presidenciales de Estados Unidos donde se determina si Donald Trump es reelegido por otros cuatro años o si el otrora vicepresidente de Barack Obama, Joe Biden, se convierte en el siguiente presidente del país.
Después de una larga y competida contienda por la candidatura demócrata, Biden venció a los demás aspirantes, quienes eran más radicales o presentaban cambios progresistas más significativos que él. Bernie Sanders, el senador por Vermont, y último en retirarse de la contienda, lleva años impulsando una agenda más drástica hacia la izquierda que ve por los derechos de los trabajadores y el medio ambiente, entre otras cosas. Pete Buttigieg y Elizabeth Warren eran candidatos que representaban mayor cambio por el simple hecho de tratarse de una mujer y un hombre abiertamente homosexual. Finalmente, la que ahora está en la boleta como vicepresidenta en la fórmula con Biden, Kamala Harris, es una mujer negra.
Biden quedó como el candidato demócrata y contrincante de Trump precisamente porque es el menos radical, el menos diferente; es una apuesta segura. El candidato demócrata ha dicho abiertamente que no apoya el plan medioambiental impulsado por la congresista latina Alexandra Ocasio-Cortes y el senador de Vermont Bernie Sanders. Se expresó en contra de ideas más radicales como abolir a la policía. Y mantuvo silencio cuando se le preguntó si aumentaría el número de jueces de la Suprema Corte de Justicia para evitar que haya una mayoría conservadora.
Biden es una apuesta segura para los republicanos que, si bien son conservadores, no se identifican abiertamente con agendas xenófobas y racistas, sino con la idiosincrasia estadounidense de valores aspiracionales (como el del “melting pot”, la olla donde las culturas se mezclan mediante la inclusión; el país representado como héroe y salvador en la Segunda Guerra Mundial; el gran experimento democrático; la nación de peregrinos nobles).
Biden también es una apuesta segura para todos los demócratas: los que se inclinan por posturas más conservadoras en lo económico y en lo social, porque no representa grandes cambios. Pero también lo es para los que preferirían agendas más radicales en lo que concierne al medio ambiente, a la inclusión y respeto de minorías, lo económico y en programas sociales. Porque para los votantes más inconformes con Trump, cualquier candidato demócrata es mejor que cuatro años más del presidente actual, aunque se trate de un hombre mayor, blanco, heterosexual y moderado.
Estas elecciones, los estadounidenses no se están debatiendo entre propuestas contrastantes de políticas públicas. Están votando entre el proyecto de nación que creen que pueden ser y la peor versión que les hemos visto. Es un duelo entre la aspiración a ser mejores; a ser el ejemplo mundial que intentan ser ante momentos turbulentos de cambios sistemáticos, y a permitirse seguir siendo una nación de una clase dominante de bullys.
La plataforma con la que compitió Biden no es muy elaborada, ni muy arriesgada, ni muy radical, ni muy atrevida. Es segura y es concisa. Es una campaña que apuesta el todo por el todo a intentar ser mejores, a hacerlo mejor. Está pensada para aludir a la consciencia de la gente, a los valores fundacionales de los estadounidenses. La plataforma de Biden es un mensaje muy breve: seamos decentes.
En dos días sabremos si un concepto tan sucinto como amplio le alcanzan. En dos días sabremos si la gente quiere seguir “agarrando al país por el coño”, o si cuatro años de una administración de Trump bastaron para no repetirse.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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