Eso que habían construido, más que un campamento, era una especie de útero. Una casa dentro de una casa- Su refugio
Texto y foto: Daniela Rea
Cuando cumplimos una semana en cuarentena por la emergencia sanitaria del covid-19 en nuestro departamento en la Ciudad de México las niñas construyeron un campamento en la sala. Desarmaron el sofá, colocaron los cojines en el tapete, trajeron cobijas, almohadas, palos de escoba y trapeador, cubetas llenas de granos, con ellas enterraron y elevaron mástiles para colgar las sábanas e inventar un techo.
Sólo salían de ahí para ir al baño, pedir comida y jugar en la terraza.
Yo hacía mis cosas del día sin prestarles más atención, tan entretenidas ahí dentro me daban aire, respiro para seguir en el trabajo, en la cocina, en la limpieza, en el ocio. Un día regañé a mi hija mayor de seis años y se fue a refugiar a su casita-campamento. No me habló y no salió en toda la tarde. Cerró la puerta hecha de sábana y me impidió entrar. Me di cuenta, entonces, que para ellas, eso que habían construido, más que un campamento, era una especie de útero. Una casa dentro de una casa, su refugio.
Con el paso de los días ese campamento tomó el espacio común de la casa y se expandió hasta el comedor. A este lo transformó en una cueva colindante a la casita en donde otras aventuras sucedían. Lo dejamos crecer. Perdimos sala, comedor. Yo perdí mi escritorio que es mi oficina. Me mudé a vivir ahí, con ellas. Ese espacio construido dentro ampliaba el espacio con el que de por sí contaban, lo expandía, liberaba de alguna forma de la condición de encierro.
Estábamos en un doble encierro (la casa, dentro de la casa), pero no nos sentíamos encerradas.
El campamento duró una semana y fue desarmado un día antes que nos viniéramos a casa de mi madre a pasar la cuarentena las niñas y yo. Una casa en un pueblo a cuatro horas de la ciudad de México. Mi casa de la infancia es una casa amplia, con patio y jardín, lleno de luz.
La primera semana estuvimos en el cuarto donde dormía de niña. La segunda semana las niñas me pidieron acampar en el jardín. Pusimos, ahora sí, un campamento en forma con tienda de campaña, lámpara, bolsas de dormir. Al segundo día Naira, la mayor, cavó un pequeño agujero en la tierra y ambas lo usaron para orinar (sólo pipí, les advertí, para la popó deben ir al baño). Luego trajeron el jabón, esponja y le buscaron cuidadosamente un lugar para colgarlo en algún árbol decidieron bañarse ahí con la manguera y me invitaron a hacerlo con ellas. Fue divertido bañarnos encueradas en el jardín.
En ese momento, mientras sucedía, poco reparé en la importancia de estos campamentos, casas, cuevas. Lo comencé a pensar cuando subí una foto del campamento en la sala de la ciudad de México a IG y Daniela Guillén, una amiga que hace teatro, me escribió:
“Hacer una casa dentro de tu casa es una de las expresión de cuidado más potente. Aún recuerdo esa sensación llena de calma. Que el deseo de construir espacios seguros y amorosos nunca se nos escape”.
Otra amiga, Alejandra Guillén, periodista, me compartió un post de David Sobel, un renombrado y formal investigador de estos espacios, no sólo en casas sino en bosques, desiertos, patios, que concluye que:
“Las casitas son sinónimo de protección y seguridad y esto sumado al juego simbólico, les permite representar la realidad que los niños observan en su entorno. Una de esas realidades son las casas, su casa”.
Dormimos una semana en el campamento del jardín, espiamos a la abuela mientras ella trabajaba de noche en su tesis de educación. Hicimos fogata, miramos estrellas, nos dejamos despertar por los pájaros, gallos y perros. Dejamos ipad y teléfono afuera de esa casa, respetamos su estricto sentido de ser campo. Por alguna razón dormimos más arropadas, como cachorras.
Aún recuerdo la sensación que tenía de niña al estar bajo estas casas, guaridas, refugios: levantar la vista y mirar un techo de sábanas, cercano, esa sensación de protección, de seguridad, de cuidado, de secreto. Ahí adentro de esas pequeñas casitas que construíamos mis hermanos y yo todo era posible, nos sabíamos cómplices y nos sentíamos a salvo, de los regaños, de los monstruos imaginarios, de mi casa en constante obra negra. (El sueldo como maestra de mi mamá sólo le permitió terminar su casa cuando nosotros dejamos de vivir en ella, mientras estábamos aquí a la casa le faltaba un pedazo de barda, una puerta, algunas ventanas).
Refugio, etimológicamente, significa algo así como “la acción de huir hacia atrás”, se usaba para hablar del «lugar secreto y protegido al que se huía en caso de necesidad”.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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