27 enero, 2023
Trescientos pesos por turno, o de plano sólo las propinas, es la realidad que enfrentan meseros y cantineros en la Ciudad de México, quienes también están expuestos a los riesgos de trabajar de noche, y quienes algunas veces recurren a drogas para sobrellevar la jornada.
Texto: Alejandro Ruiz
Foto: Laure Noverraz / Unsplash
CIUDAD DE MÉXICO. – La noche “está floja” en este lugar sin nombre. Quienes lo ubican siempre le llaman de distintos modos: “El oso”, “La escena”, “La covacha” o “Las patronas”; no hay ningún consenso al respecto, pero al decir esas palabras se sabe a qué lugar nos referimos.
En la barra, Charly – o Charlotte, como lo conocen en el mundo de la noche – mira cansado por las ventanas de este bar ubicado sobre Avenida Bucareli, a unos metros de la calle Artículo 123. Son las diez de la noche, y a un lado mío solo hay un par de mesas con algunas parejas besándose, compartiendo una cerveza o fumando cigarrillos. Me acerco a Charlotte y le pido que me cuente su historia.
“Claro, solo hay que estar al tiro, porque hoy parece que es un día muerto, pero apenas está empezando”, me dice. Su afirmación no es azarosa, pues en este bar la vida nunca acaba. Charlotte lo sabe, pues muchas veces él ha cerrado la cortina de acero mientras decenas de personas siguen dentro bebiendo y bailando a puerta cerrada, algunas veces hasta las 11 de la mañana, o hasta que el bar vuelve a abrir sus puertas.
“Por suerte yo nada más trabajo los sábados y domingos, porque si fuera diario sí estaría bien cansado”, explica, y hacemos un recuento de cuántas horas trabaja durante los fines de semana.
“De 8 de la mañana a 6 de la tarde el sábado; y de 8 de la noche del domingo a las 8 de la mañana del lunes, a veces doblo, cuando no hay de otra, pero procuro no hacerlo”, dice, mientras la rockola calla.
“Deja sigo poniendo canciones”, añade. Su caminar es lento, pero aquel hombre de más de 60 años sabe lo que hace, su vida ha sido la noche, siempre tras la barra.
A finales de los años noventa, Charlotte se jubiló del Sindicato Ferrocarrilero de México. “Yo manejé trenes cuando estaba chavo, y en cuanto cumplí el tiempo para jubilarme no lo dudé. Después me quedé sin nada qué hacer”.
En esos años un amigo suyo decidió rentar un local a un lado del emblemático Café Trevi, en la Alameda Central. Por 3 mil pesos al mes, aquel hombre vendía comida corrida. Más tarde puso un café internet en la parte alta del local. El sujeto contrató a Charlotte para que le ayudara a atender a los clientes.
“Empezaron a ir muchos chavos, muchos chavos gay que iban a usar las compus, y ahí nos empezaron a preguntar si vendíamos caguamas. Entonces yo le dije al dueño que estaría bien comprar un cartoncito para sacarle dinero, luego luego se acababan. Pasando el tiempo quitamos las compus y la comida, y ya solo vendíamos cerveza”, narra.
El bar adquirió fama como un espacio seguro para la comunidad gay de la ciudad. Charlotte era el cantinero, y también a veces hacía de seguridad. Por eso la gente lo conoce, por eso, dice, tiene una fama en el mundo de la noche.
Años después aquel espacio quebró. Los desalojaron del lugar que rentaban. El dueño se dedicó a hacer imitaciones del cantante Alberto Cortés en otros bares y salones. Charlotte, por su parte, volvió al desempleo.
“Aunque estoy jubilado, esa lanita extra sí me ayudaba”, cuenta. Por eso, cuando otro conocido de aquellos días lo recomendó en un nuevo bar, Charlotte accedió de inmediato. Al llegar, narra, se encontró con unas señoras que le ofrecieron 100 pesos por turno. Él accedió, y ese mismo día se convirtió en el cantinero de este lugar sin nombre.
Actualmente gana 300 pesos por turno. “Y ni hablar de derechos laborales, la verdad”, agrega, mientras destapa una cerveza para un cliente.
“Ya llevo más de 20 años en esto, he visto de todo, pero nunca he tenido derechos laborales. Aquí no hay, y hay que aguantarse”, dice.
Charlotte es parte de los 2 mil 80 cantineros de la ciudad que se encuentran en condiciones de informalidad. Un estado vulnerable puede deberse a la actividad que se desarrolla, o por carecer de seguridad social. En el caso particular, al ser trabajador en un bar de noche, es ambas.
“No te voy a mentir, aquí es tranquilo, pero sí me ha tocado ver de todo: peleas, sacones de onda, y hasta cosas más pesadas…”, cuenta.
Por ejemplo, una de las anécdotas que Charlotte ha visto tras la barra de este bar ha sido cómo operan miembros de grupos criminales, concretamente de la Unión Tepito.
“Aquí llegaron una vez los de la Unión. Eran las seis de la mañana, venían con sus chavas, estaban tomando en un rincón y de repente se hicieron de palabras con un chavo que andaba algo tomado. Le sacaron la pistola. Por suerte no pasó a mayores y yo mejor le dije al chavo que se fuera, para que no tuviera problemas”, cuenta.
Aunque Charlotte asegura que este tipo de casos es extraordinario, y que en realidad estos grupos criminales no operan en el bar donde él trabaja, una de las principales actividades delictivas que cometen estos grupos contra comercios como los bares donde Charlotte trabaja es el cobro de piso, tipificado bajo el delito de extorsión. Un delito más común de lo que parece, pues de acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía capitalina, durante el 2022 se registraron 357 casos de extorsión en la Ciudad de México.
De igual forma, durante ese mismo año los intentos de extorsión fueron 2 mil 499 casos. El intento de extorsión es el tipo penal que, aunque no se consume el delito que se enuncia, sí implica el acto de amenazar o amedrentar a personas para que den dinero a cambio de algo.
“Aquí no nos cobran piso, pero conozco de otros lados donde sí”, dice Charlotte.
También, asegura, dentro del bar donde trabaja no se permite la venta de drogas. Aunque su consumo es habitual entre los clientes.
“No te voy a mentir, seguro hay gente que lo hace. Uno se da cuenta, se van al baño y se tardan un montón. Pero aquí, frente a mí, no lo hacen. Y algo me queda claro: aquí no se vende nada, aunque sí me han preguntado, pero no, aquí no se vende droga”, asegura Charlotte.
De acuerdo con un informe publicado por el INEGI en junio de 2022, en 2021 la droga más consumida en el país era el tabaco con 39.7 por ciento de la población total nacional. Después del tabaco siguió la marihuana, con el 12.1 por ciento de la población; las bebidas alcohólicas con 2.7 por ciento; la cocaína, con el 2.5 por ciento; y otras drogas como inhalables, LSD, peyote, chocos, medicamentos opioides y antidepresivos con el 2.3 de la población total.
En general, del 100 por ciento de mexicanos, en 2021 el 61.5 por ciento de la población consumía o había consumido algún tipo de droga. Ese mismo año, un estudio elaborado por el Population Council de México concluyó que durante la pandemia por el covid-19 crecieron los síntomas de depresión y ansiedad entre jóvenes y adolescentes, así como su consumo de drogas.
En muchas ocasiones, particularmente con las drogas ilegales, el consumo de esas sustancias conlleva la realización de otras actividades de riesgo que trastocan la salud, y en algunos casos la ilegalidad.
Por ejemplo, de acuerdo con el mismo informe del INEGI, en 2020 el 19.6 por ciento de los delitos que cometieron personas que durante ese año estaban en la cárcel estuvo relacionado a las drogas. En este rubro no solo se encuentra el consumo, sino también el tráfico, posesión, suministro, comercialización o producción de drogas ilegales.
En la Ciudad de México, dice el análisis del INEGI, el 4.7 de los delitos cometidos por personas que en ese año se encontraban en la cárcel estuvo relacionado con drogas.
“Yo nunca le he hecho a eso, pero es muy común en otros compañeros que se hagan bien pedotes, o le entren al perico o la mota para aguantar. Yo nunca, la verdad… Bueno, no te voy a mentir, sí me echo mis copas, pero no abuso”, comenta Charlotte.
Son las dos de la mañana, la cortina del bar ya se cerró. Adentro la fiesta sigue. Las canciones no dejan de sonar, las cervezas van y vienen con mayor frecuencia hacia los clientes de las mesas. El turno de Charlotte se ha intensificado. No para ni un segundo, aquel hombre no se ha sentado ni un minuto a descansar. De pronto la cortina suena, alguien está tocando la puerta. Piden entrar. Charlotte abre: entra Julio.
Julio es joven, apenas rebasa los 30 años. Está casado, y tiene una hija que, asegura, es la próxima promesa de las artes marciales mixtas en el país.
Él es mesero en “Los tres caudillos”, un restaurante-bar “de lujo”, dice. “Es así tipo un Sonora Grill”, explica.
Comenzamos a platicar sobre sus condiciones laborales mientras destapa una cerveza.
“La neta es un trabajo pesado, pero me gusta. Al menos ahí donde estoy el ambiente está bien, y sí sale, no como en otros lados donde he trabajado”, cuenta.
Julio ha trabajado en varios restaurantes de la Ciudad. En la Roma, el Centro Histórico, en el sur y al Norte de la Ciudad. Él vive en Chimalhuacán, y a diario viaja en su motocicleta.
“Aquí donde estoy es algo peculiar”, cuenta.
Entre las curiosidades que enuncia Julio está una que al decirla lo deja pensando. Julio no tiene un salario. Tampoco contrato, seguridad social o prestaciones. Inclusive, su horario es endeble.
“Vivo de las puras propinas, no me paga el lugar. Pero no es tan malo como suena, la propina entera de la mesa que atiendo me la quedo yo, y casi siempre son propinas buenas. Aunque siempre estás a expensas del cliente”, narra.
La situación de Julio es tan peculiar, que, al contrastar con la información existente, es imposible determinar si él se encuentra dentro del número de trabajadores informales en la Ciudad. Bajo estas condiciones, Julio ni siquiera podría entrar a una categoría que establezca el salario promedio de un mesero o cantinero en la capital.
“¿Ocho horas? N’ombre, casi siempre trabajo un poco más para poder sacar para los gastos de mi nena y de mi esposa. Salgo a las doce, o a la una, y pues días como hoy me vengo a echar una chela para el desestrés”, dice entre risas nerviosas.
La plática continúa, Julio cuenta experiencias con clientes. Poco a poco la charla se torna más seria. Llegamos a la pregunta incómoda.
–¿Y tú qué piensas de lo que pasó en La Polar?
–Pues estuvo muy mal. O sea, sí, podemos estar re jodidos, y en esta forma en que trabajamos pues sí enoja cuando no te dan propina, más si es como yo, que nomás vives de eso. Pero nada justifica lo que pasó. A mí, cuando un cliente no me quiere dar propina, pues lo dejo a su conciencia ¿sabes? Yo doy lo mejor de mi en el trabajo, y eso habla por mí. A veces sí da coraje, repito, pero no para llegar a los golpes, primero está la dignidad.
Charlotte pasa de largo a nuestra mesa. También escucha la pregunta. Se detiene, y desde su experiencia concluye:
“Eso sí estuvo muy mal. Somos meseros, no delincuentes. Y aunque a veces uno ve muchas cosas, no hay por qué ser así. Aunque eso sí, si las cosas estuvieran mejor, a lo mejor otra cosa pasaría con quienes trabajamos en estos lugares. No sé”.
Son casi las tres de la mañana, y la gente sigue llegando. La rockola no deja de sonar, y Charlotte sigue caminando entre las mesas. Julio termina su cerveza y se para. Nos despedimos. La cortina de acero se cierra detrás nuestro, y la música del bar se queda adentro. “Hasta pronto, y con cuidado”, me dice Julio. Le digo que igualmente. La noche continúa.
Periodista independiente radicado en la ciudad de Querétaro. Creo en las historias que permiten abrir espacios de reflexión, discusión y construcción colectiva, con la convicción de que otros mundos son posibles si los construimos desde abajo.
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