¿Cuándo dejó de ser valiosa la vejez? ¿Por qué se abandonaron las banderas de la justicia social y la dignidad de la clase trabajadora? ¿En qué momento permitimos que nos quitaran todo, hasta el futuro? Esta es una entrevista con mi padre, mientras me narra la incertidumbre que afronta a los 75 años
Texto: Alejandro Ruiz
Foto: Galo Cañas / Cuartoscuro
“Durante un día natural de 24 horas un hombre sólo puede gastar una cantidad determinada de fuerza vital… Durante una parte del día la fuerza debe reposar, dormir, y durante otra tiene que satisfacer otras necesidades físicas, alimentarse, asearse, vestirse, etc. […] Aparte del límite puramente físico, la prolongación de la jornada laboral tropieza con barreras morales. El hombre necesita tiempo para la satisfacción de necesidades espirituales y sociales, cuya amplitud y número dependen del nivel alcanzado en general por la civilización”.
Karl Marx, El Capital.
CIUDAD DE MÉXICO. – Levanto el teléfono, y al otro lado de la línea mi padre contesta. Escucho su voz, y rápidamente viene a mi la imagen que durante años he construido de él: un hombre grande, fuerte, con el cuerpo moldeado bajo el martilleo de marros y metales cayendo.
–Hola, mijo – me dice. Su voz suena agripada, con una leve congestión que hace que la J se escuche más como una G.
–Hola, apá, ¿cómo está? – le pregunto, anticipando su respuesta; la misma que desde hace diez años me dice cada que iniciamos una conversación: “estoy cansado”.
Antes de entrar en detalles, le digo que estoy haciendo un trabajo sobre las pensiones, a raíz del anuncio de reforma que el presidente hizo días atrás.
–Que bueno – responde, así, a secas.
–Lo quiero entrevistar a usted – le digo. Mi padre se emociona. Lo intuyo, pues comienza a hablar y hablar, y él es de pocas palabras.
La charla se prolonga algunas horas, y nos hace recordar algunos episodios de mi infancia, de mis abuelos y de él mismo. Algunos de esos episodios eran totalmente desconocidos para mí, otros no tanto, aunque nunca los había dimensionado como hoy.
Mi padre cuenta su historia:
“Yo empecé a trabajar desde el 72, y no me inscribieron en el Seguro Social. Unos años después tuve un patrón que sí me inscribió, pero después me apendejé y cambió la razón social. Desde esos años no había cotizado, y en el 98 me volví a dar de alta en el seguro, con la nueva reforma”.
Mi padre fue víctima del neoliberalismo, y también de un desgraciado (no encuentro otro calificativo) funcionario del Seguro Social que lo cambió de régimen ante la ignorancia y las ganas de tener una vejez digna.
Mientras mi padre y yo hablamos pienso en esa imagen que he construido de él, esa que me permite tener un recuerdo ante la distancia (física y emocional) que nos separa. Lo imagino frente a la mesita de su casa, o sentado en el sofá de la sala con su teléfono, a sus 75 años, tratando de explicarme lo que sus papeles del Seguro dicen.
–Perdón mijo, ya la espalda no me da y no puedo alcanzar un papel que quiero leerte – me dice, mientras lo imagino agachándose a su cajón para desempolvar sus documentos.
Ahí caigo en cuenta que mi padre ya no es ese hombre de 1.80 de estatura que podía hacer todo. Ahora, con una lesión en la espalda y una hernia que no lo deja en paz, es otro hombre, o mejor dicho, el mismo pero en un cuerpo distinto, corroído por más de 50 años de trabajo debajo de los camiones, con cataratas en los ojos por la soldadura y los pulmones acabados de tanto fumar.
–No se preocupe, apá, ya luego me lo enseña – le digo.
–Me preocupas tú – me dice.
Nos quedamos en silencio. “¿Qué es lo que le preocupa de mí?” pienso, y antes de preguntarle, me dice:
–Yo ya voy de salida, pero tú apenas vienes, y no tienes donde caerte muerto. Yo, así jodido, al menos tengo una casa y 5 mil pesos al mes aunque no trabaje. Tú, no.
Las palabras se me acaban. Y ahí, frente al teléfono, la incertidumbre se convierte en miedo: soy parte de la generación sin futuro.
Cuando mi padre empezó a trabajar este país era otro, pero a punto de convertirse en lo que es hoy. Por ejemplo, a la edad de 10 años, su padre (mi abuelo) falleció a causa de la cirrosis, y con su muerte se fue toda la bonanza de aquel maquinista de trenes. Ese mismo año, en el 59, mi padre abandonó el quinto año de primaria, se mudó de casa y comenzó a vender gelatinas en el Centro Histórico de San Luis Potosí para sostener a mi abuela y sus hermanos pequeños.
–Ahí ni como tener seguro, ¿verdad? – me dice, mientras continuamos hablando al teléfono.
Años después, mientras el país colapsaba tras la matanza de Tlatelolco y el halconazo, mi padre encontró un trabajo digno en un taller de muelles, esos grandes fierros que hacen de suspensión para las camionetas y camiones.
Para 1974, el patrón que tuvo lo afilió al Seguro Social; lo hizo después de la reforma de Luis Echeverría, la misma que implicó que cualquier trabajador pudiera pensionarse con su último salario vigente, y de forma vitalicia, al cotizar 500 semanas de trabajo.
–Desde ahí no he dejado de trabajar. Hasta ahora, que tengo que cerrar mi taller porque ya no puedo – en su voz siento algo de tristeza. Su vida era su taller, y también una parte de la mía.
Después me indigno, por simple matemática: del 74 al 2024 han pasado 50 años. Cada año tiene, en promedio, 50 semanas. Y si mi padre no ha dejado de trabajar desde 1974, por lógica, debió haberse pensionado en 1984.
–¿Y qué pasó? – le pregunto.
–Los culeros del gobierno .
Leo y releo apuntes sobre la historia. De como, en 1997 Ernesto Zedillo privatizó el fondo de pensiones de los trabajadores para entregárselos a la banca, ya privatizada desde el sexenio de Carlos Salinas.
Busco explicaciones. Le pregunto a mi padre.
–¿Usted qué recuerda de esa época? ¿De Salinas, de Zedillo?
–No mucho. Digo, claro que me tocó vivirlas, y lo que te puedo decir es que fueron unos rateros.
–¿Por qué?
–Porque se robaron el dinero del país, se lo dieron todo a los gringos.
Sus respuestas, aunque honestas, no satisfacen mi curiosidad, y decido buscar a un testigo que, de primera mano, haya vivido esas luchas.
Ahí encuentro a José Luis González Godínez, abogado laboralista e integrante del Centro de Investigación Laboral y Asesoría Sindical.
Desde aquellos años, los 90, José Luis ya acompañaba a la clase trabajadora en sus peleas cotidianas contra un sistema que menosprecia sus derechos, pero exprime su fuerza de trabajo. Una pelea silenciosa, en Juntas de Conciliación y Arbitraje dominadas por sindicatos charros y patrones.
José Luis me explica:
–La reforma al Seguro Social del 97, y luego la reforma del 2007 a la Ley del ISSSTE, son el más grave atraco cometido en contra de la clase trabajadora, que culminaron en el desmantelamiento de todo lo que era el sistema de seguridad solidario, o sea, un sistema de pensiones que constituye una bolsa económica para solventar el gasto de las pensiones y las jubilaciones de los trabajadores, y que se integran por aportaciones tripartitas, es decir: de patrones, trabajadores y del Estado. De esas aportaciones se constituye una sola bolsa, y se genera la posibilidad de cubrir esta prestación que es de carácter social y laboral.
“Decimos que ese sistema previo a la reforma del 97 era solidario porque todos los trabajadores anteriores a la reforma de 1973, y posterior, constituyeron esa bolsa pensando en ellos y en las generaciones futuras. Había una solidaridad generacional en la clase trabajadora.
“Antes de la reforma del 97, y su antecedente del 93 que creó los fondos para el retiro (Afores), el Estado, a través del Seguro Social, era el responsable de garantizar esa pensión vitalicia.
«El Seguro Social administraba los fondos de esa bolsa, y por ende, el pago de la pensión estaba garantizado, no se podía perder, aunque claro los gobiernos echaron mano de esa bolsa y la saqueaban, la hicieron su caja chica. Pero fíjate que tan grande era esa bolsa, que aún con esos robos, alcanzaba para las jubilaciones.
“Después, lamentablemente, llega esta ola neoliberal y se dan cuenta que la bolsa de las pensiones y jubilaciones eran un mundo de dinero, una bolsa millonaria. En esa época, durante el periodo de Salinas, empezaron a proponer una serie de reformas que conocimos como estructurales, y ahí comenzó el desmantelamiento de todo lo que era patrimonio del gobierno, de las empresas sociales. En 1993 Salinas impulsa la reforma para privatizar los fondos pensionarios, diciendo que el sistema pensionario estaba quebrado y no alcanzaba para pagarle a los trabajadores, porque cada vez eran más pensionados y ponían en riesgo la economía. Con este discurso, decían, palabras más, palabras menos, que los trabajadores éramos los responsables de que el país entrara en crisis.
“En 1997, formalmente se materializa la privatización de los fondos pensionarios y el traslado del dinero de la bolsa de pensiones hacia las instituciones financieras bancarias, quienes comenzaron a manejar esos fondos”.
–¿Cuál fue la reacción de la clase trabajadora en ese entonces?
–Yo recuerdo que en aquel entonces muy pocos nos opusimos y nos movilizamos a la reforma, porque en el momento no se alcanzaba a visualizar el daño que se venía. Y en parte era comprensible, porque en realidad el daño fue al futuro, y además, aplicaron una fórmula para que no se generara tanto descontento entre los trabajadores y las organizaciones sindicales. Para contener las movilizaciones aplicaron esto de que la ley del 97 no era retroactiva, es decir, nos dijeron a los trabajadores: ‘Bueno, si tú entraste antes del 97, no te preocupes porque se te aplicará la ley del 73, y vas a conservar todos tus derechos. A quien se le va a aplicar va a ser a los que ingresen después del 97’.
“Al decirnos eso rompieron todo el principio de solidaridad generacional dentro de la clase trabajadora porque los que aparentemente tenían garantizado este derecho no pensaron que les afectaría, porque les iba a tocar a los que venían después. Y esos, los que llegaron después, no tenían idea de lo que se trataba”.
Interrumpo a José Luis porque la imagen de mi padre escuchando las noticias viene a mi cabeza. ¿Qué habrá pensado él? ¿Qué estaba haciendo cuando escuchó la noticia?
Vuelvo a la conversación con mi padre.
–¿Usted se acuerda cuando dieron la noticia de la reforma, con Zedillo?
–Sí, cómo no. Estábamos en el taller y teníamos la radio prendida cuando lo dijeron. La verdad no entendimos mucho, pero no nos preocupamos porque dijeron que eso era para los que apenas iban a cotizar. Pero me la aplicaron, mijo.
Regreso a la entrevista con el abogado, y le pregunto:
–¿Cómo fue posible que a algunos trabajadores que aún estaban con la ley del 73 les hayan aplicado la del 97 si dijeron que no iba a ser retroactiva?
–Pues porque eso de la retoractividad también fue un engaño. Lo que estamos viendo ahora en el litigio es que a los trabajadores que ya estaban en edad de jubilarse, y que llegaron al Seguro Social, les ponían dos opciones: ‘¿Por cuál te quieres pensionar? ¿Por la del 97 o la del 73?’ En algunos casos, los trabajadores preguntaban en qué consistía, pero en otros casos no, e inmediatamente les aplicaron la del 97. Lo nefasto acá es que siempre le están diciendo al trabajador que la mejor ley es la del 97. Le dicen que va a ganar mucho más dinero, lo cual es totalmente falso.
Vuelvo con mi padre, tratando de entender sus motivos para cambiarse de régimen de pensiones.
–¿Por qué decidió pasarse a la del 97? ¿Cuándo lo hizo?
–Lo hice en el 98 porque ya me quería pensionar. Pero cuando fui al Seguro me di cuenta que la empresa que me dio de alta cambió de razón social y ya no me registró, entonces me faltaban semanas, muchas semanas. Ahí, le pregunté al del Seguro que cómo le hacía para reactivar, y él solo hizo el trámite, ni me preguntó. Ya cuando me di cuenta, vi que mi papel decía que estaba por la ley de 1997. Nunca peleé nada.
Mi padre se jubiló apenas hace dos años, después de más de dos mil 500 semanas de trabajo. Lo hizo gracias a que mi hermano mayor lo dio de alta como su trabajador, con el salario mínimo.
Ahora, aumentos más, aumentos menos, mi padre recibe una pensión de 5 mil pesos al mes, esto, porque otra de las cosas que acarreó la reforma del 97 fue que de tu ahorro para el retiro, el banco en el que está tu dinero te hace un estudio de expectativa de vida, y calcula cuántos años vas a vivir, y de ahí divide tu ahorro para dosificar la muerte.
Por suerte, pudo retirar su fondo de ahorro completo, y no le pasó lo que a muchos más desde 1997: llegar al banco, pedir tu dinero, y que te quieran dar una mínima parte de lo que juntaste toda tu vida.
José Luis me explica un caso que litigó:
“Llega un trabajador a BBVA y le quieren dar nada más 10 mil pesos. Se inconforma, y resulta que el banco le abrió dos cuentas, una por esa cantidad, y la otra con todo el restante de su pensión. Ahí nos dimos cuenta de que en realidad, estas pensiones ya no son pensiones, sino contratos mercantiles de servicios financieros. El negocio de los bancos y de las instituciones financieras es hacer dinero con el dinero de otros, y los bancos, mientras más tiempo tengan el dinero ahí especulando, pues ellos ganan. Antes, hacíamos estos reclamos en las Juntas Federales de Conciliación y Arbitraje, pero ahora ya no, ahora tenemos que reclamarlo vía amparo porque cambia la jurisdicción”.
Mi padre resume su sentir en una frase: “Son cabrones, mijo”.
Pese a todo esto, mi padre tiene asegurado un ingreso fijo en su vejez. Yo no, y comienzo a preocuparme, más cuando la realidad me llega de golpe.
Mientras escribía esto una infección estomacal me llevó al hospital a las 5 de la mañana. Mientras esperaba con un dolor infernal, veía a quienes estaban a un lado de mi en las incómodas bancas del Hospital General. Muchos llegamos ahí porque no tenemos seguro, y la consulta es de 300 pesos.
La espera seguía, y el dolor me hizo recordar una parte de la entrevista con el abogado José Luis, cuando hablábamos del futuro de mi generación, la generación del no futuro.
“La implementación del sistema neoliberal terminó con ese principio de solidaridad generacional, y convirtió a las nuevas generaciones de trabajadores en otra cosa. Ahora vemos compañeros trabajadores jóvenes, muy jóvenes, que al no conocer o reconocer las historias de lucha, y no conocer todas estas prestaciones y derechos que teníamos antes (y que algunos los seguimos teniendo), pues tampoco están en disposición de defender nada. Ahora lo que vemos es que les urge tener trabajo, aunque ese trabajo realmente sea un sistema de explotación más fuerte. Ahora se sienten satisfechos con ser explotados. Es como si supieran que no tienen un futuro asegurado, y por eso quieren todo ahora”.
¿De verdad nos han quitado todo, hasta las ganas de pelear? No lo creo, y si sí, no a todos. Pero algo es seguro, tenemos que hacerlo, o se nos irá la vida en ello.
Le vuelvo a llamar a mi padre después del incidente en el hospital. Le cuento lo que pensé y lo asustado que me siento ante la incertidumbre.
–¿Cómo pagaste la consulta, las medicinas? – me pregunta, con esa preocupación que todo padre, distante o cercano, no deja de tener.
–Me prestaron.
–Te voy a mandar cien pesos, a ver si te sirven de algo. Ve pensando en tu futuro.
Colgamos. Y sus palabras siguen resonando mientras termino este texto.
“¿Cuál futuro?”, me pregunto. No sé la respuesta.
Periodista independiente radicado en la ciudad de Querétaro. Creo en las historias que permiten abrir espacios de reflexión, discusión y construcción colectiva, con la convicción de que otros mundos son posibles si los construimos desde abajo.
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