La revalorización del amor es una de las grandes lecciones a las que el feminismo nos reta. Una búsqueda inacabable para quienes creemos que podemos resignificar ese aparente imperativo categórico nombrado amor, y que podemos llenarlo de nuevos valores
Me voy a poner seria porque el tema lo amerita. Cuando comencé a escribir para este espacio pensé en el estilo que quería buscar: tenía que ser iracundo, pero gracioso; significativo, pero ligero; elevado, pero sincero. Lograrlo no es sencillo, sobretodo cuando toca hablar de problemáticas que me atraviesan hasta el tuétano y me emocionan, esas mismas que apuntalan la mujer que soy. ¿Cómo escribir desenfadadamente del abuso sexual sistemático que vivimos desde que somos niñas? ¿Cómo lanzar anzuelos a la teoría y genealogía feminista sin olvidar el aquí y el ahora? ¿Cómo hablar de la epidemia de feminicidios desde mi cuerpo sexuado mujer sin volver enarbolar el horror? Es nadar en aguas turbulentas, como lo hacemos cuando construimos espacios de indignación que también son espacios de gozo, donde cultivamos amistades políticas (aunque suene a pleonasmo) y convivimos entre la confrontación y el cuidado.
Y, precisamente, el tema que amerita mi seriedad en esta entrega es la amistad. Pero no cualquier amistad, sino la amistad entre mujeres.
En “Que el amor sea amistad”, dentro de las Claves feministas para la negociación en el amor de Marcela Lagarde, la antropóloga reseña a Mary Wollstonecraft, quien en 1792 ya pensaba que varios de los atributos de la amistad podrían renovar la idea nociva del amor —ese que es visto como propiedad privada—, conservando los “elementos fascinantes” de la experiencia amorosa, como puede ser la conmoción por otra persona.
La revalorización del amor es una de las grandes lecciones a las que el feminismo nos reta. Una búsqueda inacabable para quienes creemos que podemos resignificar ese aparente imperativo categórico nombrado amor, y que podemos llenarlo de nuevos valores. Es una constante a la que volvemos una y otra vez cuando hablamos de cuidados, libertades, de una verdadera o nueva ética amorosa, de amistad entre mujeres; cuando imaginamos una ética feminista desde nuestro lugar en el mundo y no más desde el paradigma masculino.
Cualquier problemática en el amor es una problemática política, dice Lagarde, porque el amor —dejemos de pensarlo como un sentimiento— tiene todo que ver con las relaciones de poder. Pareciera una obviedad, pero ni tanto. De repente [casi no pasa ¬¬] hay quienes consideran que los abusos dentro de una relación sentimental o de pareja competen al ámbito de lo privado o “son cosas de dos”. De repente hay que volver a decir que lo personal es político.
Una de las afirmaciones más importantes de Lagarde es que como mujeres carecemos de “una filosofía política colectiva sobre el amor” y eso tiene consecuencias, siendo una de ellas [una bastante determinante, además]: la debilidad para imponer nuestras condiciones amorosas.
Luego, ¿qué hacemos para revalorizar el amor? ¿Por dónde comenzamos a generar esa filosofía política colectiva sobre el amor?
Hay quienes hablan de crear una nueva moral sexual y no olvidar abolir “el más sofisticado sistema de dominación”: la dependencia económica; unas rechazan el amor romántico que nos enseñaron a venerar; otras, la monogamia como pauta social, y otras más (aunque no muchas) no dejan de señalar y hacer una importantísima crítica a la heterosexualidad obligatoria que solo recae en las mujeres.
Y podríamos continuar añadiendo términos a resignificar o eliminar de nuestras concepciones amorosas. Pero hay una tarea con la que yo me propongo iniciar: aprender a amar con conmoción —como diría Wollstonecraft— a mis amigas.
Hace poco leí a Anna Prats, una periodista feminista, identificar dos “despertares feministas”. Uno, explica, es en el que nos hacemos conscientes del machismo y otras opresiones sobre las mujeres, pero mantenemos el foco en los varones. El otro, cuenta, es en el que intentamos salir de las lógicas masculinas y ponemos el foco en nosotras. No son niveles ni categorías (considero), pero elijo mantenerme en el segundo.
De un tiempo a la fecha, pienso en la resignificación de la amistad que mantengo con algunas mujeres, pienso que nos amamos entre nosotras. Ellas me aman y yo las amo con la potencia política con la que me amo y me coloco frente al mundo, con la dignidad que solo me ha enseñado la práctica feminista.
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