En Tehuacán, Puebla, se domesticó el maíz a partir de la auto – polinización, pero esa historia quedó atrás tras la llegada del TLCAN, cuando la maquila de pantalones de mezclilla convirtió a este lugar en la capital mundial de los blue jeans
Texto: Mely Arellano Ayala*
Fotos: Marlene Martínez
PUEBLA. – Martín Barrios recuerda que cuando era niño vagaba con sus amigos de la cuadra por el ejido de San Nicolás. No había más que milpas y ellos robaban elotes o jugaban hasta la noche, sin importar el regaño que les esperaba a su regreso.
Atrás de su casa pasaba el tren y a Inti, su hermana menor, le gustaba verlo y caminar junto a las vías, siguiendo el sonido agudo e intermitente, como de piedritas que chocan, que salía de los talleres de ónix a lo largo de esa calle, que prácticamente marcaba el fin de la ciudad.
Eran los años 80, México era otro país y en el valle de Tehuacán, al sureste del estado de Puebla, la vida era muy diferente. En este lugar, donde se domesticó el maíz mediante técnicas de auto-polinización, cambiando para siempre la historia de la humanidad, las personas vivían de producir ese y otros granos, además de verduras y frutas.
También desde entonces era común dedicarse a la cestería, la fabricación de ladrillos y la maquila de pantalones de mezclilla y uniformes, una industria que aún no cobraba tanta relevancia, ya que sólo atendía al mercado nacional.
Pero algunas cosas cambiarían en la siguiente década debido a la privatización del campo y las reformas agrarias de 1992, que permitieron la venta de tierras comunales y ejidales, por la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) y el impulso de autoridades municipales para que Tehuacán, conocida como la cuna del maíz, se convirtiera en la “capital mundial de los blue jeans”, como incluso la declaró el gobierno estatal.
Los sonidos también cambiaron: en lugar del tren y el tintineo del ónix, llegó el tráfico. Afuera de su casa, Inti dejó de ver pinos y jacarandas. Su calle se convirtió en un bulevar que ahora atraviesa gran parte de la ciudad.
Muchos ejidos, incluyendo aquel donde Martín y sus amigos jugaban, se convirtieron en colonias, al principio sin servicios, cinturones de pobreza que fueron hogar para las miles de personas que migraron de diferentes municipios y estados, atraídas por la promesa de la maquila.
Una promesa de progreso, de oportunidades, sobre todo para las mujeres en una sociedad machista, una promesa que fue más bien espejismo, un engaño, una falsa mejora, una ilusión de futuro que pronto reveló su verdadero rostro: explotación laboral, contaminación y migración forzada.
Desde la década de 1970 a 1980, la población de los seis municipios que conforman el valle aumentó, en algunos casos, como en Tehuacán, hasta en 65%, muy por arriba del crecimiento de 33% y 38% que hubo en el estado y el país, respectivamente. La zona ya se perfilaba industrial, con el auge de las refresqueras, gracias a la fama del agua mineral, las granjas avícolas, las porcícolas, y la maquila, ahora también de exportación.
En las siguientes décadas, la gente seguiría migrando al valle. El año 2000 terminó con un aumento poblacional de 45.4% en Tehuacán, el municipio más grande e importante de la zona, un porcentaje de crecimiento que prácticamente duplicó el del estado y el país (23% y 20%).
Esa migración provino sobre todo de la Sierra Negra de Puebla, de Zoquitlán, Chilchotla; de Huautla de Jiménez, Oaxaca; de Zongolica, Orizaba y Ciudad Mendoza, Veracruz.
Hoy, cinco de los seis municipios que integran el valle de Tehuacán están en el top 20 a nivel nacional en cuanto al número de habitantes que se dedican a la maquila; el porcentaje oscila entre el 17 y 30 por ciento de su población; por ejemplo en el caso de Altepexi, tres de cada diez trabajan en esa industria.
Municipio | Porcentaje de población dedicada a la maquila |
Altepexi | 30.6% |
Ajalpan | 29.1% |
San José Miahuatlán | 25.1% |
San Gabriel Chilac | 21.3% |
Tehuacán | 17.6% |
Coxcatlán | 4.7% |
Indígenas de otras culturas y otros pueblos abandonaron el campo y su jornada a la intemperie, de sol a sol, para ser devorados por las maquilas con sus luces blancas, que alteran el sistema hormonal, el sueño, el humor, que pueden causar problemas gastrointestinales, cardiovasculares y aumentan el riesgo de cáncer de mama.
Maquilas con su aire caliente, condensado y espeso, pues por regla general no tienen ventilación natural y a veces tampoco artificial, donde las personas, mujeres sobre todo, pasan 8, 10, 12, 14 horas –dependiendo del cúmulo de trabajo, “la tarea” le dicen, y de las horas extras para estirar la paga–, al cabo de las cuales salen con las manos, las lagañas y los mocos azules como la mezclilla, que silenciosamente, pelusa a pelusa, también va invadiendo sus pulmones.
Esta llegada de población campesina e indígena modificó la dinámica social en los municipios del valle de Tehuacán, pues si bien la primera generación mantuvo una combinación de actividades, entre el campo y la maquila, las siguientes generaciones se enfocaron en la industria.
“El mundo campesino se volvió obrero –dice Martín Barrios, defensor de derechos laborales de trabajadores y trabajadoras de la maquila desde hace más de 20 años– por el espejismo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte”.
“La juventud tiene una historia de contraste con sus abuelos que trabajaban en el campo, porque sus papás fueron los primeros que empezaron a laborar en la industria de la maquila”, apunta Luis Alberto Hernández de la Cruz, sociólogo, Maestro en Estudios Sociales y Laborales por la UAM y Doctor en Geografía Humana por la UNAM.
Ahora la maquila es la primera opción para las juventudes, incluso antes de alcanzar la mayoría de edad: es aspiracional, determinado por la promesa de tener un “mejor ingreso” y una idea de “progreso”.
Y es que caminar por Tehuacán, Ajalpan o Altepexi es como andar por el anuncio clasificado de un periódico. Ni siquiera hay zonas específicas, en cualquier parte se pueden encontrar letreros, en lona o incluso en cartulina, afuera de casas, empresas bien identificadas o bodegones: “Se solicita costurera. Excelente ambiente de trabajo. Prestaciones superiores a las de la ley”.
“Entre los jóvenes hay una idealización del trabajo industrial, porque la maquila les ofrece un salario semanal; en comparación, trabajar en el campo o en otra actividad implica generar un ingreso que quizás no sea instantáneo; si es en lo agrícola, probablemente seis o diez meses después de tu siembra vas a recibir cierta ganancia”, explica Hernández de la Cruz.
Sin embargo, muy pronto la realidad les escupe en la cara. Le pasó a Elizabeth Arce. Ella empezó a trabajar a los 16 años en la maquila sin saber lo que le esperaba. “El primer día hasta lloré, porque no me había tocado ver que un patrón te hablara con groserías, y yo dije ‘qué hago aquí’, pero nuestra necesidad nos obliga a aguantarnos”.
Le pasó a Susana Sánchez. Ella vivía en Tezonapa, Veracruz, tenía 14 años y una experiencia de vida en situación de calle, cuando le contaron que en Tehuacán “había trabajo en la industria textil, que se pagaba bien y que no se necesitaban estudios”. No pasó mucho tiempo antes de darse cuenta que si no pedían muchos requisitos era porque “lo que ellos quieren es que trabajes, a ellos no les importa si te explotan, si tienes el papel, ellos quieren que trabajes. A mí me dijeron, ¿tú quieres trabajar?, ya tienes el trabajo”.
Además, si esas juventudes vienen de los pueblos, llegan sin familia ni redes de apoyo y dedican la mayor parte de su día a trabajar. En ocasiones las empresas hasta les ponen transporte, les rentan cuartos y les venden la comida para “facilitarles” su inserción en la maquila: son fácilmente explotables.
Y sin embargo, aun así se alimenta la idea de mejora. “Me da la impresión de que a partir de este trabajo industrial y de empezar a tener un ingreso hay una transformación en la forma en que ven su pobreza, hay como una especie de progreso, por el hecho de que ahora ya tienen acceso a dinero y pueden comprar una cama, aunque sea a crédito, o un sistema de sonido; eso para ellos es un avance”, dice Hernández de la Cruz.
Para Inti Barrios, la niña que caminaba junto a las vías del tren y que ahora es actriz, gestora cultural y activista, trabajar en la maquila supone una contradicción. “Por un lado las chavas tienen este rollo de: ahora puedo ir a los bailes y salir con mis amigas, en mi pueblo nunca hubiera podido hacer esto, y ahora también puedo comprarme algo, aunque saben que nunca van a poder comprarse los pantalones que costuran”.
Pero el espejismo se va diluyendo conforme pasan los años. Angélica Carrera, que tiene 48 años de vida y 33 trabajando en la maquila, sabe bien que “la canasta básica siempre va rebasando al sueldo. (…) Y no puedes guardar para una casa o un coche, o tener una buena estabilidad viviendo bien, comprándote buenos muebles, porque no alcanza, siempre tienes que ver lo mínimo que puedes comprar, como no comiendo tantas veces carne”.
Para Martín Barrios, esta voracidad de la maquila en un contexto de tanta necesidad, como es el que ha vivido la región desde el boom maquilero en los 90, “está destruyendo un tejido social comunitario a cambio de nuevas formas de esclavitud social”, y “vino a trastocar las relaciones familiares, las tradiciones, el medio ambiente”, añade Hernández de la Cruz.
Entre los ejemplos más claros está el rechazo de las generaciones jóvenes a la lengua indígena materna. Esas muchachas a las que les entusiasma ir al baile, ya no quieren hablar nahua.
“Siento que un mundo se borra o se superpone”, dice Inti, y para ilustrarlo se refiere a las mujeres de Coapan, una comunidad de Tehuacán donde tradicionalmente las mujeres venden tortillas. “Todas venían con las enaguas, la blusa, el rebozo, las tortillas, los huaraches. Y ahora siguen siendo tortilleras, pero llegan con el jean, unas hablan nahua, otras ya no quieren hablarlo definitivamente, y es cuando te preguntas si la identidad se pierde o se transforma”.
“Me acuerdo -continúa Inti- que en una fiesta en Altepexi vi a las tres generaciones: a las abuelas con el delantal, las trenzas, hablando nahua, una cuestión cultural muy fuerte; luego las mamás, a la mejor con el delantal, pero ya no con las trenzas, con pantalones de mezclilla, con una blusa; y luego las nietas, ya con el pelo pintado de güero, con la minifalda”.
El valle de Tehuacán es de tierra caliente y seca, un paisaje semidesértico con pocos meses de lluvia al año. Sin embargo, desde la época prehispánica cuenta con una importante red hidráulica, integrada por galerías filtrantes que permiten la extracción de agua de los mantos freáticos de la cuenca del Papaloapan, y el uso de apantles, que son canales para distribuir y aprovechar el agua de lluvia y de los varios manantiales de la zona, para la actividad agrícola.
De modo que hasta el siglo pasado el agua solía ser el principal recurso natural del valle. Una prueba de ello es el auge que tuvo la industria refresquera de agua mineral Peñafiel, San Lorenzo, El Riego, San Francisco, Etiqueta Azul y Balseca; aunque quizás la marca más famosa fue la Garci-Crespo, de la familia con el mismo apellido, que incluso montó un fastuoso hotel-spa, con esas aguas supuestamente milagrosas y sanadoras, donde la leyenda cuenta que se creó el coctel “Margarita”.
Pero de eso hace ya muchas décadas. Hoy lo común son las denuncias de colonias a las que les disminuyen el “tandeo” de agua, es decir que de tres días que recibían el servicio, ahora son dos, en el mejor de los casos, pues el Organismo Operador de Agua Potable de Tehuacán (Oosapat) ha reconocido abatimiento en algunos pozos.
Y mientras hay familias que no reciben agua diariamente y se ven obligadas a almacenarla en cubetas y tambos con la mayor frecuencia posible, o gastar entre 400 y 500 pesos al mes para pagar una pipa, las maquilas siempre tienen agua.
No hay un dato exacto, pero el número más conservador es que se requieren 2 mil litros de agua para hacer un pantalón de mezclilla. Esta cifra incluye el agua usada para regar el algodón, la materia prima de la prenda.
En el caso de algunas maquilas ubicadas en el valle de Tehuacán, necesitan agua sobre todo para el último proceso de confección, llamado proceso de lavado o stone wash, que consiste en lavar la prenda con piedras, agua e hipoclorito de sodio, las veces que sea necesario para lograr el color deseado, ya sea un azul claro o sólo menos intenso, y suavizar la tela.
Hay incluso empresas que no confeccionan, sino sólo realizan este último proceso, y se llaman lavanderías.
Tampoco hay un dato oficial del número de maquilas y/o lavanderías que operan en la región. La Cámara Nacional de la Industria del Vestido (Canaive) sólo tiene 59 afiliadas, pero Inegi registra 3 mil 378 unidades económicas de la industria manufacturera; es decir, en esta cifra se incluyen desde los pequeños talleres familiares de deshilado, hasta empresas más grandes, pero no sólo las textiles.
Martín Barrios dice que nunca ha habido un censo confiable de maquiladoras y lavanderías, y que esto sucede porque es práctica común que de pronto desaparezcan o cambien de nombre para evadir impuestos y otras obligaciones fiscales, e incluso hay algunas que operan en la ilegalidad, algo que también han reconocido las autoridades municipales.
Y así como no se sabe cuántas son, tampoco se sabe con exactitud cuánta agua usan (se preguntó a Oosapat, pero nunca contestó). Para Barrios, la explotación y contaminación del agua provocada por las maquilas se ha agudizado a consecuencia de la moda actual, que exige pantalones de diferentes tonos, deslavados, rotos o con texturas que se logran a través de procesos especiales que requieren mucha agua.
En el valle de Tehuacán hay 231 títulos de concesión para extracción de aguas subterráneas nacionales, de los cuales la mayoría (41.9%) son para uso agrícola; le siguen las de uso público urbano (16.4%); de uso industrial (14.7%), dentro de los que se encuentran los otorgados a las maquilas (34); de uso pecuario (9.9%), para diferentes usos (8.6%) y de servicios (8.2%)
De acuerdo con el Registro Público de Derechos de Agua (Repda), la cuarta empresa con más concesiones de uso industrial es Confecciones y Lavados Del Sureste, SA de CV. Sus cinco concesiones suman 140 mil metros cúbicos al año. Hay al menos otras ocho maquilas con concesiones que van de los 8 mil 600 a los 26 mil metros cúbicos al año.
Si tomamos de referencia el agua que usa esta empresa, estamos hablando de 11 millones, 666 mil, 666 litros de agua al mes, cuando una vivienda, en promedio, usa alrededor de 57 mil litros, esto es 200 veces menos. En otras palabras, con lo que gasta esta maquiladora al mes, se podría llenar 3.4 veces una alberca olímpica, mientras que para llenar una sola vez esa misma alberca olímpica se necesitaría el agua que usan 59 familias mensualmente.
Y así como entra el agua, también sale. Pero contaminada, pues aunque las maquilas están obligadas a tener plantas tratadoras, sólo unas cuantas cumplen.
La única empresa que tiene permiso de Conagua para la descarga de aguas residuales en el dren de Valsequillo, un canal proveniente de la ciudad de Puebla que atraviesa Tehuacán, es precisamente Confecciones y Lavados Del Sureste SA de CV, aunque, en la práctica, ahí van a dar las aguas azules de todas las empresas.
A unos veinte minutos del centro de Tehuacán está la comunidad de San Diego Chalma, un caserío irregular con caminos de terracería, rodeado de cerros y desde donde se alcanza a ver el Tehuacán Viejo, la antigua urbe de la cultura popoloca, donde se encuentra una zona arqueológica y un museo de sitio.
Apenas a un kilómetro de la polvosa carretera que lleva hasta allá, está una descarga del dren de Valsequillo. Para llegar ahí, hay que caminar por la orilla de un acequia con agua limpísima, donde unos niños se refrescan, y pasar a un lado de lo que sería una gran planta tratadora de aguas residuales, en obra negra, suspendida desde hace 3 años.
Antes de alcanzar a ver las ya famosas aguas azules por la mezclilla, apestosas y espumantes, que despiden un vapor denso y tibio, el caudal se escucha y se huele. La visión impresiona pero no sorprende. Fotos, videos, documentales y películas han abordado el grave problema de contaminación que suponen diversas industrias alrededor del mundo.
En algunas partes, el agua estancada tiene una espesa capa de nata. Por ahí de pronto pueden verse montoncitos de hilos, como si fueran pedazos de trapeadores viejos, o montoncitos de estopa. No es posible estar ahí mucho tiempo, los ojos arden, la cabeza duele y el estómago se siente nauseabundo.
Unos kilómetros adelante, muy cerca de la zona donde se hace la matanza de chivos para el famoso mole de caderas, platillo típico de la región, a orilla de otra carretera polvosa, hay una milpa. Es tarde, pasa del medio día y el sol de mayo no perdona. La tierra se deshace entre los dedos de lo seca que está, tierra azulada, tierra con rastros de pelusa, tierra regada con aguas azules.
Imposible calcular la cantidad de campos de cultivo que se riegan con esas aguas en el valle de Tehuacán, productos agrícolas que luego se comercializan en la capital del estado, o en otros municipios y van a dar a las mesas de quién sabe cuántos hogares en algún lugar del estado de Puebla o del país.
Un estudio de Greenpeace del 2002, hecho en aguas residuales de maquiladoras en Querétaro, confirmó que tienen altos niveles de metales pesados como el cromo, el cadmio y el plomo, que pueden permanecer en el ambiente durante cientos de años, y cuya concentración en los seres vivos aumenta a medida que son ingeridos por otros, por lo que la ingesta de plantas o animales contaminados puede provocar intoxicación y problemas de salud como retrasos en el desarrollo, varios tipos de cáncer y daños en el riñón.
Un dato más: en época de lluvia, esas aguas azules inundan las casas de algunas colonias en Tehuacán.
Santa María Coapan es un pueblo nahua de calles limpias y zócalo pintoresco, que fue absorbido por la urbe de Tehuacán, y es conocido por la tradicional carrera de la tortilla, que se realiza cada año en agosto y en la que participan mujeres que hacen y venden tortillas a mano.
A 5 kilómetros se encuentra el relleno sanitario donde el municipio de Tehuacán tenía permiso de depositar sus desechos por 17 años, pero debido a una serie de sucesos poco claros que los habitantes de Coapan califican de corruptos, el relleno funcionó 13 años más, hasta octubre del 2021, cuando el Comité de Bienes del Pueblo y Vigilancia, la autoridad coapeña designada por usos y costumbres, cerró el acceso.
Entre las 3 toneladas diarias que recibía el basurero se incluían desechos de hospitales, del rastro y de las maquilas, como residuos de tela, etiquetas y los “lodos” de las lavanderías de mezclilla, que es como una masa formada por los restos de la piedra usada en el stone wash y otros materiales tóxicos que se usan en diferentes procesos, como el nonilfenol, que según un análisis de Greenpeace puede causar trastornos hormonales.
“El relleno es en realidad un basurero a cielo abierto que no ha cumplido con ninguna normativa relativa a los rellenos que pueden recibir residuos sólidos urbanos, menos aún con la normativa que tienen que ver con residuos de manejo especial, considerados como peligrosos”, explicó en una rueda de prensa Lizy Peralta, del Centro Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas AC, el 12 de mayo del año pasado en la ciudad de Puebla.
Lizy es la abogada que apoyó al Comité de Bienes para obtener el amparo federal 406/2022 donde se ordena al Ayuntamiento de Tehuacán realizar las acciones necesarias a fin de prevenir y remediar la contaminación del relleno donde, de acuerdo con la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), hay residuos peligrosos, residuos sólidos urbanos y de manejo especial, e infiltración de lixiviados tóxicos al subsuelo.
La Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) reconoce que los basureros a cielo abierto tienen “efectos negativos como: obstruir desagües y cursos de agua (con potenciales riesgos de inundaciones), contaminar los cuerpos de agua y los suelos, deteriorar el paisaje o convertirse en fuente de enfermedades potenciales a la población, entre otros”.
A pesar de todo lo anterior, Profepa y Semarnat sólo han ordenado una clausura temporal de acceso al sitio, lo que para Coapan es insuficiente pues no detiene ni revierte los daños.
No hay cifras que lo sostengan, pero el párroco y otros habitantes de Coapan relacionan la contaminación que ha provocado el relleno sanitario con la proliferación de cáncer en la comunidad, como Asunción Méndez, quien cree que ese fue el origen del súbito cáncer de hígado que desarrolló su papá, y que le causó la muerte en diciembre del 2021.
–¿Es un trabajo digno? -le pregunto sobre la maquila a Luz, de 38 años. Está sentada frente a mí, en un café del Parque Ecológico de Tehuacán. Tiene 16 años trabajando en maquila y no quiere que diga su apellido, tiene miedo. Durante la pandemia fue despedida y fichada por resistirse a firmar su renuncia cuando la despidieron, o sea, su nombre está en una lista, “la lista negra” de la que nadie sale, y que es como un pase seguro para que la rechacen en las empresas con mejores prestaciones laborales.
–Para mí… no –responde después de pensarlo mucho.
–¿Hay violencia sexual, acoso?
–Acoso sí hay. De los compañeros, y a veces de los supervisores. Te hablan bonito, y si ven que no quieres ceder, “ah bueno, pues ahora te vas a quedar más tarde”. Un supervisor puede hacer eso, porque la quiere para él, y si ella no quiere, la castigan.
–¿En 16 años de trabajo cuántos casos de acoso recuerdas?
–Vi varios. Vi muchos. Muchos, como 15 al año.
–¿Estás consciente de la explotación?
–A la mejor en el momento lo hacemos por necesidad, aunque nos exploten, pero ahí estamos, ya que nos paguen lo que quieran, la gente así piensa. Pero estamos conscientes de la explotación, pero realmente la gente lo hace por necesidad, porque yo necesito, yo dónde voy a ir, a dónde me van a dar trabajo, a dónde me van a pagar 30 pesos de más.
–¿Qué tendría que cambiar?
–En sí… los patrones. La gente que está delante de él, que es el ingeniero, la licenciada, que son los que mandan.
–¿Crees que los patrones no saben sobre las condiciones?
–Unos sí, otros no.
–Imaginemos que eres gobernadora, ¿cómo obligarías a las empresas, qué condiciones cambiarías?
–Que respetaran las tareas (la cantidad de prendas que deben coser al día), que no explotaran a la gente, que no aceptaran a menores de edad.
–¿Hay muchos menores de edad trabajando?
–Dónde estoy, sí. Como unos 50. La mitad de la gente es menor de edad. Hay de 17, de 16 años.
–¿Cómo te ha afectado para bien y para mal trabajar en la maquila? –le pregunta Marlene Martínez, la fotógrafa que me acompaña, a Angélica Carrera. Estamos en su casa, en la colonia La Providencia, una de las que se crearon con el boom maquilero y la privatización ejidal, pero que recién hace doce años comenzó a tener servicios, aunque aún hay calles sin pavimentar.
–En cada empresa ha habido ventajas y desventajas, a mí, en mi familia, siento que el salario que se gana es poco. Se te va en comida, porque tienes 3 hijos, van a la escuela. Pagaba renta, ahí también ya se iba ese dinero. Yo tengo a mi esposo, entre los dos absorbíamos los gastos de la casa, pero hay madres solteras. Entonces llega el caso en que llega el fin de semana y ya no hay dinero. Otra cosa: de tantas horas de estar trabajando ahí, no puedes hacerte emprendedor, que estudies belleza, corte, que hagas uñas o alguna actividad que genere ingresos. Aparte cuando ya tienes hijos, llegas a tu casa y tienes que ver si tus hijos ya hicieron tarea, si ya se bañaron, es otra jornada.
–¿Por qué cree que, pese a todo, las personas jóvenes siguen entrando a trabajar en la maquila?
–Porque sus padres y familiares trabajan allí –responde Angélica.
–¿Se vuelve una costumbre?
–Se podría decir que sí.
La señora Elizabeth Arce no espera preguntas y se suelta a contar anécdotas. A su lado está su hija, de 18 años, aunque parece menor, que recién comenzó a trabajar en la maquila.
–Me acordé de un detalle, hace como 10 años hubo un temblor. Yo estaba en la parte alta y no nos dejaba salir el poli, por órdenes del patrón. No nos dejó salir. Y estaba el temblor, según que estábamos más seguros adentro que afuera.
–En otra empresa –continúa– el encargado decía lo que teníamos qué hacer, se iba y dejaba su candado puesto por fuera, si había alguna emergencia pues nos podíamos salir. Se iba a comer. Éramos como 30 personas. También ella –señala a su hija– trabajaba conmigo. Nos dejaba encerrados como dos horas, en lo que iba a su casa a comer y regresaba.
Inti Barrios hace su propio recuento del impacto de la maquila en las mujeres. Ella se fue del país justamente en el boom maquilero y regresó 13 años después, para constatar cómo había cambiado el lugar donde nació.
–Yo creo que la violencia se volvió peor, porque se mezclaron la violencia familiar con la económica. En las mujeres de la maquila se concatena la violencia laboral, la violencia de la casa, la violencia del estado. La cuestión de la violencia incrementada en la ciudad sí se siente a través de la maquila, porque crea condiciones de más pobreza, de más desigualdad.
Cuando Inti ya estaba instalada nuevamente en Tehuacán y se dio cuenta de la situación por la que atravesaban las costureras, las entrevistó y con sus testimonios montó una obra de teatro donde reflejaba el desgaste en el cuerpo.
–Y cuando presentamos la obra, muchas mujeres nos decían: “ay, por eso a mí me duele la espalda, ¿verdad?” No habían identificado los malestares físicos por su trabajo. Es un impacto en el cuerpo totalmente. Ahí en el cuerpo se resume la explotación. Y además a los 30 y tantos años ya no eres empleable en la maquila. Pero lo que es muy cabrón, es que en el cuerpo de la mujer se ve todo ese desgaste físico, tienen 20, parecen de 30; tienen 30 parecen de 40.
–¿Qué te impactó más cuando regresaste?
–Fue muy violento ver en qué se había convertido la ciudad.
–¿En qué se convirtió?
–Se convirtió en un caño azul. Como en una herida hecha con agujas.
***
“Hecho en México, ¿pero a qué costo?” Es un proyecto de Data Cívica y Pie de Página realizado gracias al apoyo de la Iniciativa Arropa de Fundación AVINA. Puedes conocer el proyecto completo aqui.
Trabajo en el portal de noticias Lado B, en Puebla. Estudié Lingüística y Literatura Hispánica. Me gusta contar historias. Creo en el periodismo como un instrumento de la sociedad para la democracia.
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