8 febrero, 2021
Mosaicos La Peninsular ha sorteado dos crisis en tres décadas, pero como tantos otros artesanos ligados a los sectores restauranteros y hoteleros del mundo, la pandemia representa el mayor riesgo de su historia
Twitter: @luoach
Después de semanas en semáforo rojo por la pandemia del coronavirus, el sector restaurantero de la capital se fue a las mesas de negociación con el gobierno de Ciudad de México y presionó mediante cartas abiertas publicadas en medios de comunicación para lograr la reapertura de sus negocios. Las autoridades finalmente dieron permiso de abrir restaurantes el 18 de enero –siempre y cuando fuera en mesas al exterior y terminara el servicio a las 18:00 horas. A partir de esta semana, el permiso se extiende para operar hasta las 21:00 horas. Días después del éxito de los restauranteros, el sector comercial logró, por su parte, que en la Ciudad de México dieran permiso de abrir tiendas desde el 9 de febrero por seis días de la semana: de martes a domingo hasta las 17:00 horas.
Tanto restauranteros como dueños de comercios celebraron este logro, ya que justamente el sector restaurantero, el comercial y el hotelero son tres de los más afectados económicamente durante la pandemia del coronavirus no solo en Ciudad de México, sino en todo el país y el mundo entero. Para el 23 de marzo de 2020, hace casi un año, más de 262 hoteles habían cerrado en el país, según la revista Food and Travel; por su lado, La Cámara Nacional de la Industria Restaurantera y de Alimentos Condimentados terminó el año pasado con una cifra similarmente alarmante: 122 mil restaurantes habrían cerrado durante el año; por último, la Secretaría de Turismo anunció que el 2020 fue “el peor año para el turismo desde la Segunda Guerra Mundial”.
Lo que tienen los sectores restaurantero y hotelero es que, más allá de las pérdidas directas que sufren los dueños de los negocios, el daño económico tiene un efecto expansivo que afecta muchas áreas que dependen de su bonanza como: agentes de viaje, la industria de la construcción, y quizá de manera más drástica e injusta los empleados de servicio como meseras, camareras, recepcionistas. Finalmente hay un grupo más y del que poco se habla: los artesanos. Ahí es donde entra un hombre de pelo chino, cano y amable que trabaja en la oficina de una fábrica pequeña en las calles menos visitadas al sur de la capital yucateca: el ingeniero Ignacio Durán Encalada.
Durán, ingeniero electricista yucateco, es dueño de una de las últimas fábricas dedicadas a la producción artesanal de mosaicos de pasta que existen en Yucatán. Su negocio existe hace 50 años, pero él no lo fundó; pasó a hacerse cargo del mismo durante los años noventa cuando llegaron al país nuevas opciones de pisos de cerámica; de manufactura más rápida y más barata. Esta temporada es mejor conocida como la crisis mosaiquera y orilló a muchos artesanos a cerrar sus negocios, pero a Durán no. En medio de la incertidumbre él decidió mantener vivo a Mosaicos La Peninsular y se quedó al mando. Desde entonces, hace 30 años, ha enfrentado crisis más fuertes.
La primera, pocos años después de esa, fue “el error de diciembre”, la crisis económica de finales de 1994 que causó la devaluación del peso y la pérdida de empleos, con todas sus consecuencias, entre ellas que la gente perdiera muchísimo dinero en ahorros y en capacidad adquisitiva. Para 1995, en México nadie estaba en condiciones de bonanza, pensando en construir casas, hoteles, restaurantes y mucho menos en comprar mosaicos para decorar sus propiedades.
La segunda crisis que enfrentó Durán al frente de Mosaicos La Peninsular fue por causas naturales. Isidoro llegó a las costas yucatecas en septiembre de 2002 y, en su peor momento, el huracán generó una zona de alertas desde Tulum hasta el puerto de Veracruz: abarcaba tres estados, y el que estuvo siempre al centro como constante fue Yucatán. En cinco días, Isidoro salió de México para llegar a Luisiana. Esos cinco días bastaron para que la fuerza del huracán dejara a Yucatán, una tierra plana sin montañas que lo frenara, sin luz eléctrica y teléfono por días; muchas viviendas y negocios se perdieron total o parcialmente.
De todas las travesías por las que Durán ha atravesado, y una vida comercial de medio siglo, la pandemia del coronavirus podría ser la que termine con Mosaicos La Peninsular. “Nuestros principales clientes son restaurantes y hoteles”, explica Durán, “y todos ellos están ahora de capa caída”. La fábrica es pequeña, está al sur de Mérida donde los turistas rara vez llegan. Tiene una fachada sencilla con puertas de reja roja y paredes color mamey. Adentro, en la tienda, están acomodados los diseños de mosaicos que producen en la fábrica justo atrás de esa sección comercial.
La parte donde trabajan los maestros mosaiqueros no se puede visitar por medidas sanitarias de la pandemia, pero ahí adentro hay 12 hombres haciendo mosaicos con las manos, uno a uno. Vierten mezcla de cemento de colores sobre un molde que se parece mucho a los moldes de galletas, después cubren los colores con cemento líquido y en polvo y lo colocan todo en una prensa hidráulica que sella la pieza. Pueden tardar entre tres y cinco minutos por mosaico, dependiendo de cuántos colores tenga cada diseño. Al día, cada hombre produce entre 80 y 130; elaborando en total entre 1200 y 1500. Después hay que dejarlos secar por ocho días antes de que queden listos para los envíos. Mientras estos mosaicos artesanales tienen una vida útil entre 50 y 100 años, los azulejos de cerámica se acaban entre siete y 10.
Los mosaicos tienen algo de nostálgico, después de todo su origen se puede rastrear hasta la Barcelona del Siglo XIX, cuando arquitectos como Antoni Gaudí usaban este mismo tipo de mosaico de pasta o hidráulicos para construir sus obras maestras. La técnica se exportó a Veracruz, Tampico y Yucatán, donde las haciendas henequeneras se forraron de sus diseños. También La Habana, San Juan Puerto Rico y Nueva Orleans adoptaron la manufactura de estos mosaicos hechos a mano que, además de resaltar el diseño de las construcciones, son frescos ante climas tan cálidos.
Pero en Yucatán no solo mantuvieron la tradición heredada; se la apropiaron y la combinaron con la cultura local. Uno de los diseños más característicos del mosaico artesanal yucateco me recuerda al bordado de punto de cruz: ese donde se inserta el hilo sobre una tela cuadriculada en líneas diagonales que se encuentran al centro formando un tache. “Se llama xocbichuy”, dice Durán, “es la palabra maya para ese tipo de bordado exactamente”. Los diseños son evocativos de los huipiles mayas típicos: de un blanco inmaculado con flores de colores en xocbichuy.
Fue precisamente gracias a este tipo de diseño que Mosaicos La Peninsular pudo sortear la crisis mosaiquera de hace tres décadas. En ese entonces muchos turistas estadounidenses y canadienses se estaban mudando a las pequeñas casas meridanas en el centro de la ciudad. Las compraban baratas, las remodelaban y ahora son casas restauradas con arquitectura colonial impecable. Fueron muchos de esos clientes los que encontraron los viejos mosaicos todavía en las casas venidas a menos. Personalmente le llevaron a Durán muestras de los mosaicos de pasta y sus diseños para volver a hacerlos y recuperar el diseño original de sus nuevas propiedades. Ahora, en su tienda, el ingeniero Ignacio tiene una sección de mosaicos recuperados, a partir de los cuales se basa para producir réplicas.
Ese tipo de encargos no son la excepción sino la regla en la fábrica. Por el trabajo que cada pieza lleva detrás, Mosaicos La Peninsular solo hace mosaicos bajo pedido: cuantos le pidan y del diseño que le pidan. Algunos de sus clientes más interesantes son Tacombi, la taquería mexicana en Nueva York; el Parque Xcaret en Quintana Roo; un restaurante en Epcot el centro de diversiones de Orlando y el restaurante Buen Bife de Ciudad de México. Lo que tienen en común todas estas empresas que se enfrentan a las consecuencias económicas de la pandemia.
Una columna de Forbes, al respecto, propone tres consejos para que los restaurantes y hoteles salgan avante de esta crisis: invertir en espacios abiertos, concentrarse en el servicio al cliente y apostarle a diseños minimalistas de fácil limpieza. Ninguno de estos suena prometedor para empresas como Mosaicos La Peninsular.
Además de los restaurantes y hoteles, entre los clientes de Durán también hay personalidades reconocidas a nivel individual, como las periodistas Denise Maerker y Carolina Rocha y el empresario Roberto Hernández Ramírez. De repente podría parecer que, si le compran personas tan conocidas, el negocio de Durán no podría estar en riesgo. Pero eso es engañoso. Salvo que consiga pedidos de muchísimas piezas, la sustentabilidad del negocio no está garantizada; el precio individual del mosaico no es oneroso, se vende en 60 pesos aproximadamente.
Y además del precio, cada mosaico es verdaderamente único, explica Durán mientras camina hacia una puerta detrás de su escritorio hacia el baño de la tienda. Cuando la abre señala un mosaico en el piso, cerca de la puerta. El diseño es de una flor desparramada; es más como una mancha con combinación de colores concéntricos y un pabilo al centro, bien podría venir de una pintura impresionista. Ese es uno de los diseños que mandó hacer Hernández Ramírez. No se puede encontrar ese diseño en ningún lugar fuera de las haciendas del empresario, salvo por los tres que quedaron incrustados en el baño de la tienda de Mosaicos La Peninsular: uno en el piso, el segundo en la pared junto al retrete y otro bajo el lavabo.
No sé qué le depare a Durán ante esta crisis que enfrenta, como tantos otros artesanos ligados a los sectores restauranteros y hoteleros del mundo. Solo sé que si tuviera una propiedad donde ponerlos y con qué comprarlos, decoraría pisos y paredes de mosaicos hidráulicos al xocbichuy.
Mientras tanto, decido escribir esta columna. Quizá tú estás pensando en remodelar, construir o diseñar un espacio y esto te llegue en el momento preciso para meterte a la página de Mosaicos La Peninsular y hacer un pedido. Quiero que sobreviva la fábrica para preservar este tipo de piezas artesanales tan llenas de años de historia y cultura; quiero que sobreviva para seguir generando empleos y una fuente de derrama económica local; y también, es cierto, quiero que sobreviva con la esperanza de algún día poder hacer mi propio pedido.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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