No saben a ciencia cierta qué se celebra este 1 de noviembre: ¿Día de Muertos? ¿Halloween? Pero ellos caminan disfrazados de las películas más violentas y taquilleras de Hollywood
Fotos: Duilio Rodríguez
Texto: Arturo Contreras y Duilio Rodríguez
Pareciera que en Madero, la calle del centro de la Ciudad de México, se soltaron los más sanguinarios espíritus del Halloween. Niños caminan y se ríen entre la multitud con máscaras ensangrentadas y juguetes de metralletas y rifles automáticos.
Desde hace algunos años, al zócalo de la capital mexicana acuden miles de personas para festejar, aunque no tienen muy claro si es por halloween o por el tradicional Día de Muertos. Familias completas se disfrazan de lo que sea que nutra sus fantasías de terror.
Levantan sus armas, apuntan a los paseantes y se van. De nada sirve preguntarle a un enmascarado con rifle el porqué de su atuendo. Si lo intentas, la respuesta es un par de ojos fijos y un cañón de plástico apuntándote a la cabeza. Otra pregunta y el disfrazado recibe apoyo, de la nada, de una tropa de adolescentes. Todos con las mismas máscaras disparan como si fusilaran a alguien.
Este año entre los disfraces más comunes que desfilan por el centro están los de la serie de La casa de papel y la película 12 horas para sobrevivir. Los elementos más comunes son máscaras de plástico y armas de fuego.
Ximena tiene diez años, hoy usa una máscara que en la frente tiene pintado, como con sangre, el mensaje Kiss Me. Un tutú de tul de neón y una entallada blusa blanca de tirantes salpicada con sangre. El remate, un fusil largo, dorado y con joyas bling-bling.
En la película, el personaje del que se disfrazó Ximena es una chica de 15 o 17 años, con algún trastorno mental que, por robar un dulce de una tienda, mata a quien la atiende.
–¿Cree que está bien que su hija se disfrace de este tipo de personajes?–, se le pregunta a Gabriela, su mamá.
—No había pensado que estuviese relacionado con algo de violencia, yo lo veía más como una moda, por la película. Como lo actual–, responde.
Guarda silencio un momento, y agrega:
—Podría ser que en algún futuro tuvieran una afectación, si no hubiera una comunicación con los niños. Ahorita es más como un juego y yo lo hablo con ella.
Gabriela recapacita sobre el disfraz de su hija, pero otros padres de familia no son tan introspectivos. Más adelante hay una familia con dos niños pequeños disfrazados de payasos. No se ven tiernos, más bien como de horror. Sus papás cargan sendas réplicas de metralletas.
—No nos importa que los niños nos vean así, ellos saben que es nada más de juego—, dicen un tanto ofendidos. –Hay que tener la mente más abierta–, agregan.
Luis Ángel no parece tener más de siete años. Su disfraz también incluye un rifle negro que prende y apaga cuando dispara. “Me gustó por la pistola”, dice.
—¿Crees que está bien jugar con pistolas?, se le pregunta a uno de los niños.
—No, pero con las de juguete, sí–. Sus papás accedieron a comprar el disfraz sin más.
—Es de él, y si a él le gustó, pues, ¿tú qué haces?–, reviran.
Abaddon tiene 21 años. Él también tiene un disfraz de la misma película. La Purga, la franquicia de la que es parte 12 horas para sobrevivir, plantea un escenario en el que, una vez al año, no hay leyes y la gente puede matarse entre ellos sin ninguna consecuencia.
—¿Por qué crees que les guste tanto esta película?, ¿por qué todos se disfrazan así?–, se le pregunta.
—La idea de que haya un día al año en el que puedes hacer lo que quieres está padre–, responde. —¡Hasta matar gente! ¡Eso me gusta!—. Luego suelta una risa corta.
Después de otro par de películas, Abaddon confiesa una parte de su vida:
—No estoy para decirlo, pero antes trabajaba ilegalmente. Vendía drogas, atracaba gente y extorsionaba. Lo normal. Empecé a los ocho años, por mi papá.
La última vez que lo vio, fue cuando salió del reclusorio Oriente, hace dos años.
Después, Abaddon recarga su pistola de juguete entre las piernas y se come un hot cake con leche condensada y chispitas de colores.
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