El tacto es el más fundamental y al mismo tiempo el más subestimado entre los sentidos humanos, pero es el único sin el cual no podemos vivir. Este precisamente nos fue arrebatado durante el confinamiento.
Cynthia Rodríguez
TEHERÁN.- Al segundo día que nacieron mis gemelos (dos de mis primeros tres hijos) fueron separados. Al ser prematuros, los doctores decidieron que a uno de ellos lo tenían que tener en constante observación y comenzar una serie de exámenes para asegurar su debido desarrollo.
Los días pasaban y yo me dividía todo el tiempo entre la sala de maternidad para estar con el que se había quedado conmigo y cuando éste se dormía o lo podía dejar en el cunero, bajaba al reparto de terapia intensiva a estar un poco con mi otro bebé. Me angustiaba pensarlo solo aunque estuviera rodeado de enfermeras y otros niños y aunque en realidad la mayor parte del tiempo durmiera.
Los momentos más difíciles de esos días era cuando los tenía que alimentar, pues estando en pisos diferentes, siempre tuve que decidir a quién iba a amamantar primero, mientras el otro tendría que esperar (casi siempre llorando) a que pudiera ir a darle de comer.
Mi sufrimiento se repetía cada tres o cuatro horas, pues aunque siempre los biberones estaban listos, era yo la encargada de alimentarlos a los dos (con leche materna o artificial).
Uno de esos tantos días que pasé en el hospital esperando nuevos estudios y resultados de mi bebé y que por fín nos pudieran dar de alta a los tres, el bebé que seguía conmigo en el cuarto empezó con un llanto inconsolable y no me atrevía a dejarlo por miedo a que le estuviera pasando algo a pesar de que las enfermeras me insistieran que no era nada anormal y que además ellas se harían cargo.
Sin embargo, esperé a que se durmiera y bajé a Terapia Intensiva con retraso sabiendo que encontraría a mi otro bebé llorando porque su horario de comida ya tenía rato que había pasado. Mi sorpresa fue enorme cuando por primera vez descubrí a una mujer que lo tenía entre sus brazos arrullándolo con el biberón vacío a un lado.
Apenas me vio, me regaló una enorme sonrisa diciéndome que no me preocupara, que ella estaría en ese horario para tratar de no dejar a ningún niño solo. Comencé a fijarme en esas mujeres de batas rosas a las que yo había confundido con enfermeras pero que en realidad eran voluntarias que iban algunas horas al día para estar con los bebés de Terapia Intensiva que, por una u otra razón, no tenían a sus madres todo el tiempo con ellos.
El saber de su presencia me consoló y desde ese momento mi angustia comenzó a disminuir un poquito, pues sabía que alguien más estaría pendiente en caso de que yo no llegara para tomarlo en brazos, alimentarlo y arrullarlo a tiempo.
Cuento esta historia, porque si alguien nos preguntara ahora qué es lo que más extrañamos en nuestra vida desde que apareció el Covid, las respuestas no nos sorprenderían demasiado; pues en cierta medida, todos hemos experimentado un sin fin de cambios en nuestra cotidianidad y en nuestra vida que, sin importar la región o el país donde vivamos, quizá en el algún momento soñamos con recuperar.
Algunos dirían que lo que más extrañan es la libertad de salir a cualquier hora; otros extrañarán la libertad de viajar, tomar un avión y despertar en otra parte, sin más trámite que su propia decisión y sus propios recursos, y no como ahora que estamos a nada de que a cada uno se nos exija un pasaporte sanitario para poder viajar y así asegurar que no somos un peligro latente de contagio.
Para otros quizá eso que más echan de menos sería asistir cotidianamente a las escuelas, compartir con amigos, maestros, tener proyectos en común, enamorarse en las aulas, desenamorarse en los pasillos de alguna preparatoria o facultad.
Para alguien más, quizá sea el juntarse en familia o con amigos sin temor a que una simple plática pueda representar peligro alguno. Alguien más diría que extraña salir sin el molesto (pero hoy necesario) cubrebocas, y otros, como yo, diríamos que lo que más se extraña en estos largos meses son, sin duda, los abrazos, el contacto físico que en este año hemos perdido tanto.
Y es que el tacto, es el más fundamental y al mismo tiempo el más subestimado entre los sentidos humanos, pero es el único sin el cual no podemos vivir.
Desde hace años, la falta de contacto físico ha sido tema de importantes estudios que en su momento revolucionaron nuestra visión y acercamiento a esto: el tacto.
Por ejemplo, a mediados del siglo XIX miles y miles de bebés morían en los hospicios de todo el mundo a causa de una enfermedad que se denominó ‘el marasmo’, que en aquella época en varias instituciones médicas se registraba a partir de los seis y nueve meses de vida.
Bebés aparentemente sanos, entraban en un estado de depresión, dejaban de mantener contacto visual, de alimentarse, de comunicar, hasta que “la enfermedad” los llevaba inevitablemente a la muerte.
Después, en 1915 en Nueva York el doctor Henry Chapin inició una investigación en la que se determinó que la mortalidad infantil en niños menores de 2 años en instituciones para huérfanos era del 100%.
Otro médico en Baltimore informó que sobre 200 niños de menos de un año de edad ingresados en un hospital, el 90 por ciento había fallecido y el otro 10 por ciento había escapado al marasmo porque habían sido dados en adopción temporal o permanentemente.
El Dr. Fritz Talbot, un pediatra de Boston comenzó a estudiar los misterios del marasmo. Visitó muchos hospicios y varias clínicas infantiles en diferentes países. En todos la mortalidad estaba en los mismos niveles, en todos salvo con la excepción de un lugar: un hospicio en Düsseldorf.
Allí se percató de que los pequeños estaban saludables y fuertes y sin embargo recibían más o menos la misma atención que los niños hospitalizados en Estados Unidos.
Como en la mayor parte de los orfelinatos y clínicas visitados, las salas estaban limpias y ordenadas, pero algo le llamó la atención. Se dio cuenta de que una anciana regordeta cargaba un bebé enfermizo a la cadera. Talbot supo que el nombre de aquella mujer era Anna, y que la única medicina con la que contaba eran sus brazos, pues lograba salvar aún a aquellos bebés que habían sido desahuciados. Los niños que Anna cargaba sobrevivían.
Hoy está comprobado que cuando el bebé recibe caricias y contacto amoroso a través de miradas provistas de ternura y palabras suaves, el cerebro envía órdenes a la hipófisis, activando así el crecimiento adecuado para su edad.
Cuando esto no ocurre de forma adecuada el crecimiento se detiene o se altera. La hipófisis recibe señales de tensión y segrega adrenocorticotrofina, estimula la glándula suprarrenal que segrega cortisona, que a su vez inhibe el crecimiento óseo.
Gracias a la intuición y a la sabiduría de Anna, el Dr. Fritz Talbot comprendió la importancia de la afectividad positiva y desde entonces, varios hospitales en el mundo han adoptado como políticas para asegurar el desarrollo de los bebés el simple hecho de ser cargados y acariciados por su madre, o una sustituta, varias veces al día.
La tasa de mortalidad de más de un 80 por ciento en instituciones de lactantes cayó a menos de 10 por ciento.
Todo esto porque el distanciamiento social impuesto por el Covid nos ha hecho afectado pero también nos ha obligado a reflexionar sobre el valor que tiene para los seres humanos, incluso en sociedades donde el contacto físico siempre ha sido una especie de tabú.
«Para detener la propagación de Covid-19, la gente ha abandonado los apretones de manos, las palmaditas y las caricias que calientan las interacciones diarias. La pérdida no parece digna de mención. Sin embargo, el toque es tan necesario para la supervivencia humana como la comida y el agua”, escribió hace unos días el semanario británico The Economist.
Sin el sentido del tacto, por ejemplo, no podríamos caminar ni sentir dolor. Siempre ha habido categorías de personas que se han mantenido a distancia y por ello han pagado un altísimo costo de sufrimiento: como los leprosos en la Edad Media o los presos en aislamiento.
Los ‘hikikomori’ en Japón, esos millones de jóvenes que antes del Covid ya vivían aislados en sus cuartos con conductas de reclusión extremas.
Pero ahora la pandemia ha obligado a grandes sectores de la población mundial, especialmente a las personas que viven solas, a prescindir del contacto de los demás. Una condición que, como muestra la ciencia, duele.
Estudios más recientes también han demostrado que la falta de contacto nos puede volver agresivos y conflictivos.
En Europa ya se comienza a hablar de la tercera ola. Las nuevas variantes aterrorizan a los gobiernos que no dudan en ordenar confinamientos severos… de nuevo. Sin embargo, hoy más que nunca, cuando los problemas mentales están creciendo al parejo de los contagios, necesitamos encontrar una Anna, como la del hospicio de Düsseldorf, o una voluntaria como la del hospital donde nacieron mis gemelos, para que de vez en cuando nos abrace.
Quién sabe si aquellos que han atravesado el túnel de la enfermedad y han salido victoriosos, se animaran a salvar de la soledad a otros…
Periodista mexicana radicada en Italia, donde ha sido corresponsal para varios medios. Autora del libro Contacto en Italia. El pacto entre Los Zetas y la '
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