No es el desmayo, es la precarización

20 octubre, 2020

En un país donde más de 3 mil periodistas han sido echados a la calle en los últimos años, donde los sueldos y prestaciones se reducen con cada recorte, donde el Presidente demerita todos los días al periodismo, conseguir recursos sin comprometer una línea editorial que privilegia las agendas invisibles es un trabajo titánico. Aspirar a la seguridad social es soñar con la luna

@danielapastrana

La primera vez que me desmayé tenía como 8 años. Mi abuela se cortó con un cuchillo de cocina y todavía tengo fijada la imagen de la sangre saliendo a borbotones en el lavabo del baño. Yo miraba desde la puerta y empecé a sentir un cosquilleo extraño en la sangre, por lo que intenté alejarme de tan perturbadora escena. Lo que siguió fue una sucesión de imágenes como en un sueño rápido, del que desperté tirada a mitad del pasillo con varios tíos mirándome espantados.

Después, me desmayaba cada vez que me sacaban sangre. Una vez me dijeron que no mirara la aguja. Eso hice, pero cuando el peligro parecía haber pasado, el doctor me pinchó un dedo para otra muestra y, al instante, se quedó con mi mano en la suya mientras mi cuerpo se escurría bajo la mesa. En otra ocasión me dieron un jugo y me pidieron esperar 10 minutos antes de irme. Todo parecía ir bien, pero al salir a la calle, el piso se me movió y ví todas las muertes posibles de Santiago Nasar, el personaje del libro que me obsesionaba por esos días.

Los veintes fue la época en la que más me desmayé: en el estacionamiento de la Ibero, en la sala de juntas de Proceso (donde teníamos la clase de producción de publicaciones con Carlos Marín) y en Reforma varias veces. La primera fue en la fila para cobrar nuestra quincena, cuando todavía eso se usaba; esa vez un jefe me llevó al hospital y no hubo manera de meter mi carro —un vochito 1970 que servía de ruletero después de las fiestas— al estacionamiento del diario porque nadie supo dónde estaban los dos cables que yo juntaba para encenderlo sin llave.

Otro desmayo inolvidable ocurrió en una fiesta del jefe de la sección Nacional (y hoy Director Editorial) Roberto Zamarripa, en un departamento de la colonia Condesa que está justo enfrente del Tizoncito.

Empecé a marearme cuando conversaba en la terraza con el reportero estelar de la sección Ciudad, y aunque le avisé que me desmayaría, él sólo atinó a poner cara de espanto, sin poder decidir si dejar el cigarro que tenía en una mano o la cerveza que tenía en la otra. Cuando abrí los ojos estaba en un cuarto desconocido y me dijeron que el Chamán y el Santo, conocidos en los bajos mundos como Ernesto Núñez y Gerardo Jiménez, habían ido a comprar unos tacos para que yo me alimentara, aunque luego supe que del susto se comieron la mitad y por eso se tardaron como media hora en regresar. Entre los asistentes de la fiesta circulaba la idea de cooperarse para comprarme un casco, pues el golpe que me había dado en la cabeza fue tan duro que nadie entendía cómo no me la había quebrado.

La siguiente vez fue en el funeral de un chico indigente asesinado por la policía. Esa vez abrí los ojos entre féretros, pero conseguí que dejaran de mandarme a hacer crónicas de funerales.

Luego aprendí a controlar mis desmayos, por pura vergüenza de hacerlo en un hospital a donde fuimos a entregar juguetes de Navidad donados por los lectores de Reforma. Y durante mucho tiempo me olvidé del asunto hasta que, hace un par de años, en la primera clase de periodismo internacional con un grupo de la Ibero, tuve que detener las presentaciones y, con la ayuda de una alumna, alcancé a bajar dos pisos y recorrer un par de edificios hasta la enfermería.

Quizá por eso no esperaba desmayarme en la fila para entrar al Palacio Nacional. Ese lunes no había dormido más de 2 horas —algo cada vez más común—. Y la noche previa, un reportero había roto el acuerdo que con muchos trabajos logramos consensuar entre medios digitales para evitar la inhumana competencia que hay para entrar. Eso me puso una presión extra para llegar antes de las 4.30 de la mañana (quería hacer unas preguntas sobre el SME que aún nadie ha hecho) y rompí la regla de no salir de mi casa sin tener algo en el estómago.

En la fila me entretuve con algunas colegas hablando de embarazos. Fue cuando empecé a sentir ese viejo y conocido hormigueo en la sangre. Les dije que me sentía mal, saqué una manzana de mi bolsa, le di una mordida y, cual Blanca Nieves, la vi rodar mientras me iba a negros. Abrí los ojos, sentada en el suelo, rodeada de reporteros. Carlos Pozos me sostenía por la espalda, todos me preguntaban cosas, Bere me alcanzó un Electrolito y alguien más me acercó una Coca Cola.

La única que parecía tener claro qué hacer era Gaby, quien se encarga de recibirnos y darnos la entrada en el equipo de Comunicación Social. Ella llegó con una caja que sirve de botiquín, me puso alcohol en la nunca, alejó a todos los que me quitaban el aire, pidió un médico a los militares —que nunca llegó porque, según entendí, aunque estén disponibles no pueden atender a nadie sin una orden superior—. Luego me llevó a la oficina, me regaló su desayuno, me acomodó en un sillón, apagó la luz y me dejó dormir.

Dormí como dos horas. Así que no supe que alguien le reclamó al Presidente las condiciones para entrar a la conferencia, ni que los irresponsables editores de Oro Sólido publicaron en redes que me habían llevado al hospital “en una ambulancia del ERUM con síntomas de covid”.

Tenía mensajes de todo el mundo (literal, de Italia a la Patagonia): mi enorme familia, que no es precisamente la mejor informada, pasaba notas por el chat familiar. Recibí mensajes solidarios y preocupados, que agradezco, y también regaños cariñosos, y otros no tanto, que me incomodaban porque, sin pretenderlo, me responsabilizaban de mi desmayo. “Tienes que descansar”, me decían, como si no hacerlo fuera algo que yo eligiera.

Ese día me revisaron tres médicos. La conclusión de todos fue la misma: tengo un problema discapacitante, no grave, llamado hipotensión. Es decir, me baja la presión arterial. Y para eso no hay medicinas, más que comer sano y dormir bien.

Lo primero lo cumplo sin problemas. Siempre he comido poco y sano, de hecho. Los 30 kilos que subí de 2010 a 2015 se los debo, no a la comida, sino a la cobertura de la violencia, que me cobró en gramos extras cada cicatriz acumulada. Pero este año, además, redoblé cuidados con la alimentación familiar, lo que me ha hecho perder tallas y ganar energía.

Lo que no hago es dormir. Pero no es porque no lo deseé sino porque no es nada fácil sostener un medio de comunicación independiente. No, al menos, si decides hacerlo sin un inversionista que piense que el periodismo es un negocio (la última experiencia que tuve con eso fue la de un tipo que nos prometió un periódico y ahora veo que lo que quería es una cosa infame llamada ¡Pásala!). O cuando te niegas a recibir la publicidad oficial sin reglas de asignación. O a ser financiada por empresas que hacen daño, como las refresqueras, o peor aún, por los gigantes gestores de noticias que controlan cada vez más la información que recibimos.

En Pie de Página vamos por el camino largo: queremos hacer un periodismo que sea útil a la sociedad y necesitamos que la sociedad ayude a sostenerlo. Porque nadie en el equipo acumula capital. Por el contrario. En un país donde más de 3 mil periodistas han sido echados a la calle en los últimos años, donde los sueldos y prestaciones se reducen con cada recorte, y donde el Presidente demerita todos los días el periodismo porque confunde medios y columnistas con periodistas de a pie, conseguir recursos para hacer periodismo sin comprometer una línea editorial que privilegia las agendas invisibles es un trabajo titánico. Aspirar a la seguridad social es soñar con la luna.

Hace 12 años, cuando hice la beca Prende en la Universidad Iberoamericana, mis compañeros de clase que venían de Oaxaca, Puebla y Jalisco se sorprendían (y deprimían) de saber que en ese medio que ahora reencarnó en el ¡Pásala! yo ganara 25 mil pesos mensuales (que era una cantidad ridículamente menor a la del sueldo del director), con todas las prestaciones. Ellos ganaban 7 mil pesos y sus medios los tenían con un pie en la calle por irse unos meses a estudiar.  

Hoy que soy la directora de un medio, gano los mismos 25 mil, tengo cero prestaciones y trabajo con un equipo súper talentoso y experimentado que necesita dobletear chambas para emparejarme. Lejos de los privilegios que tenían los jefes que conocí, «dirigir» un medio que realmente piensa en la ciudadanía —no es que no nos equivoquemos, pero siempre tratamos de que nuestro trabajo sea útil— sólo significa tener más responsabilidades que el resto. Horarios de 20 horas y un trabajo multichamba de reportera, editora, community manager, administradora, tallerista y hasta psicóloga.

Trato de hacerlo bien y de disfrutarlo, porque parto de dos convicciones: La primera es que, en tiempos de crisis, el periodismo —responsable y ético— es esencial. La segunda es que, como cualquier otra persona del mundo, tengo derecho a ser feliz trabajando en lo que me gusta.

En la precarización laboral de los periodistas hay una enorme responsabilidad de los dueños de los medios, que han hecho fortunas al amparo del poder político y de poderes fácticos, que han sobreexplotado periodistas, despojado de dignidad a la profesión, y que ahora, en la crisis, se deshacen de la experiencia y nos saturan de información insulsa e inútil. También hay responsabilidad de políticos, empresarios, y criminales, que por alguna incomprensible razón creen que estamos para servirles.

Una responsabilidad menor es de la sociedad, que cada día deja que le quiten un derecho distinto sin poner un alto. Y del propio gremio, acomodado en su rol de burócrata de la información, en el mejor de los casos, porque en otros es el capataz que fustiga a quienes —cada vez más, por suerte— se salen del molde de ese periodismo rancio.  

No me culpen a mí por “no cuidarme”. Ni a la pandemia, ni al equipo de Comunicación de Presidencia. Mi problema no es la hipotensión, con la que convivo hace muchos años, sino la precarización laboral, que sí tiene responsables.

Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.