Decenas de miles de casas han sido incendiadas y más de 1.3 millones de personas han sido desplazadas desde el golpe de 2021, según estimaciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU), en este país del sudeste asiático con unos 55 millones de habitantes
Texto: Guy Dinmore / IPS
Fotos: Guy Dinmore/ IPS y Fuerza de Defensa Popular Local
SELVA DE KAYIN, MYANMAR. – La comida se reparte alrededor de una hoguera y una guitarra suena mientras el aire fresco de la noche desciende por los acantilados de las montañas, aliviando el calor de la jungla.
Una docena de jóvenes activistas de Myanmar, algunos de los cuales acaban de recorrer largas distancias evitando los controles militares, y otros que ya viven en el exilio, se han reunido en un campamento de la selva para seguir un curso de formación diferente.
En lugar del combate armado, el papel que han elegido es el facilitar el derrocamiento de la junta militar por medios no violentos.
Las conversaciones son animadas, se habla de democracia federal y de crear un país que también dé espacio político y libertad a las minorías étnicas.
A ellos se unen soldados del rebelde Ejército de Liberación Nacional Karen (KNLA) que protegen el campamento en las profundidades del sudeste del estado oriental de Kayin, también conocido como Karen, y cuya capital es Hpa-An.
La tranquilidad del campamento oculta los horrores de la guerra civil que está desgarrando Myanmar, también conocido como Birmania, más allá de las montañas.
Los generales que derrocaron a un gobierno elegido democráticamente y se hicieron con el poder en febrero de 2021 responden cada vez más al levantamiento nacional sembrando el terror entre la población civil, a la que califican de terrorista, en un intento de acabar con su apoyo a los insurgentes armados.
El 11 de abril, el Tatmadaw, como se conoce localmente al ejército mianma, ejecutó lo que se considera el ataque más mortífero de la guerra civil hasta la fecha, utilizando ataques aéreos y un helicóptero de combate contra una ceremonia en un pueblo organizada por el paralelo y clandestino Gobierno de Unidad Nacional (GUN), en la región noroccidental de Sagaing.
Al menos 165 personas murieron, entre ellas 27 mujeres y 19 niños. Algunos mientras bailaban, según el GUN. El régimen afirma que estaba atacando a las llamadas Fuerzas de Defensa Popular del GUN, también conocido por su sigla inglesa NUG.
En los últimos dos años, la artillería y los bombardeos con aviones suministrados por China y Rusia han atacado escuelas, campos de desplazados, hospitales, mezquitas, templos budistas e iglesias cristianas de todo el país.
Decenas de miles de casas han sido incendiadas y más de 1.3 millones de personas han sido desplazadas desde el golpe de 2021, según estimaciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU), en este país del sudeste asiático con unos 55 millones de habitantes.
La barbarie es increíble. En febrero, una unidad de unos 150 soldados conocida como la Columna Ogro fue lanzada en helicópteros en Sagaing y comenzó una matanza que duró semanas. Perecieron decenas de campesinos. Las mujeres fueron violadas y fusiladas mientras que los hombres y los niños fueron decapitados, destripados y descuartizados.
La verdad sobre las masacres en guerras pasadas en Myanmar tardaba meses o incluso años en salir a la luz, pero en esta era moderna de teléfonos móviles y redes sociales, los supervivientes transmiten las terribles pruebas en un día o poco más.
Kyaw Soe Win, un veterano activista de la Asociación de Atención a los Presos Políticos (AAPP), que documenta minuciosamente las muertes de civiles, las detenciones y las ejecuciones extrajudiciales, muestra a IPS una foto que acaba de recibir en su teléfono de un hombre en Sagaing, destripado y con los órganos extraídos.
“¿Por qué hacen esto? Para sembrar el miedo y el terror”, dice.
La AAPP, ahora con sede en la ciudad fronteriza de Mae Sot, en el occidente de la vecina Tailandia, tiene una exposición dedicada a las víctimas de los sucesivos levantamientos contra el régimen militar desde las protestas contra el primer golpe de Estado posterior a la independencia en 1962.
Filas de rostros y nombres sobresalen de las paredes, incluidas las fotografías de unos 30 civiles, entre ellos dos trabajadores de la organización internacional Save the Children que fueron torturados y quemados vivos en lo que ahora se conoce como la masacre de Nochebuena de 2021 en el estado de Kayah, en el este birmano.
“Este capítulo es diferente”, dice Kyaw Soe Win, antiguo preso político, sobre el conflicto actual.
La situación es cada vez peor. “El número de presos políticos y de víctimas mortales y casas incendiadas es mucho mayor. La Junta está oprimiendo al pueblo y es todo aún más brutal que antes”, explica.
Sky, un resistente y escritor, que utiliza un nombre de guerra, explica en un bar de Mae Sot cómo la insurgencia es también muy diferente esta vez.
“Después del levantamiento estudiantil de 1988, tardé tres años en conseguir un AK-47 y 300 balas. Ahora es mucho más rápido. Actualmente conseguimos AK-47 modificados a través de los Wa”, afirma.
“Los llaman Wa-AK”, ríe, refiriéndose a una zona fronteriza autónoma dirigida por el Partido del Estado Unido Wa, fuertemente armado. Se trata de una región autónoma dentro de Myanmar, pero en la práctica independiente, de hecho, un narcoestado unipartidista, en la frontera norteña con China, que se mantiene al margen de la guerra, pero obtiene dinero de ambos bandos.
“China erosionó sistemáticamente la historia tras la masacre de (la plaza) Tiananmen de 1989, pero tras las protestas de 1988 en Myanmar, aún nos quedan las historias susurradas. Esta generación sabe lo que está bien y lo que está mal”, dice Sky.
La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh) denunció como una política de “tierra quemada” la que lleva a cabo el régimen myanma, pero pese a esa estrategia sus militares están perdiendo constantemente el conflicto en términos de territorio y bajas militares.
“Los militares se encuentran en una situación muy, muy difícil, que no hace más que empeorar”, afirma Matthew Arnold, analista político independiente sobre Myanmar, con experiencia previa en conflictos en Afganistán y Sudán.
Asegura que las fuerzas del ejército myanma están atomizadas y desangrándose en una guerra de desgaste. En algunas ciudades, están acantonadas en comisarías y cuarteles y no pueden ser reforzadas ni reabastecidas durante meses.
Al no poder desplazarse libremente sobre el terreno a través de vastas distancias para mantener sus puestos avanzados e imponer su autoridad, la junta recurre cada vez más a los ataques aéreos y a la artillería contra las poblaciones civiles, añade.
Sagaing y la región vecina de Magwe son zonas de conflicto cruciales. Con una superficie mayor que Inglaterra, son conocidas como el corazón de la mayoría bamar y habían sido, durante décadas, un fértil campo de reclutamiento para el ejército dominado por los bamar, el mayor grupo étnico del país, que supone en torno a 68 % de la población.
Pero ya no.
“Hay muy pocas zonas de Sagaing en las que no se esté combatiendo con regularidad. La junta fue golpeada por todas partes en febrero en Sagaing y Magwe”, dice el analista Arnold, quien atribuye a las fuerzas de resistencia el haber infligido grandes pérdidas, porque han pasado rápidamente de los mosquetes a los drones y los artefactos explosivos improvisados (IEDS, en inglés).
Vulnerable en las zonas más remotas del occidental estado de Chin y en zonas del sureste, se espera que la retirada de los militares se acelere con la llegada de los monzones.
Thantlang, en el estado de Chin, cerca de la frontera con India, fue la primera gran ciudad en caer en manos de los rebeldes, aunque los bombardeos y la artillería de la Junta se aseguraron de que quedara poco en pie.
Al no contar con defensas aéreas, la resistencia armada sabe bien que si se hace con el control total de más zonas urbanas, está invitando al desastre a la población civil.
Es un hecho, Myanmar se está fragmentando.
El régimen controla firmemente las grandes ciudades de Yangon, la antigua capital y ciudad más poblada, Mandalay y la capital actual, Naypyitaw, donde los residentes afirman que la vida es bulliciosa y está volviendo a la normalidad, e incluso se vislumbra un boom inmobiliario. Pero más allá, su control real es frágil y se está debilitando.
El régimen, que libra una guerra en muchos frentes, intenta seguir su táctica de “divide y vencerás”, consistente en llegar a acuerdos y pactos de alto el fuego con diversos grupos étnicos armados, con la ayuda, en cierta medida, de la influencia china en las zonas fronterizas.
Pero los principales grupos étnicos de la mayoría de los estados fronterizos, como el KNLA, que lleva librando la guerra civil más larga del mundo desde 1949, se resisten con éxito. El alto el fuego con el Ejército Arakan, de mayoría budista, también parece frágil en el estado occidental de Rakhine.
Allí fue donde en 2017 los militares obligaron a más de 700 mil musulmanes rohinyá a desplazarse a Bangladesh en una brutal campaña de limpieza étnica que ha provocado acusaciones de genocidio contra Myanmar en la Corte Internacional de Justicia.
“Lamentablemente, una fragmentación prolongada es una posibilidad, pero debemos aceptar que ha sido una posibilidad en Myanmar desde antes del golpe de 1962”, dice a IPS David Gum Awng, viceministro de Cooperación Internacional de la administración en la sombra del GUN.
Añade que “es natural y nada sorprendente que las EAO (organizaciones étnicas armadas, en inglés) estén consolidando sus logros, pero la cuestión es qué planean hacer con su territorio cuando ganen las fuerzas democráticas”.
El GUN, asegura, pretende librar a Myanmar “de la dictadura militar abusiva y criminal y, con ella, de la obsesión de los militares por un gobierno nacionalista bamar-budista centralizado”, para sustituirlo por un sistema federal democrático “que ofrezca a las minorías étnicas una auténtica autodeterminación” mediante negociaciones.
El GUN promete justicia y rendición de cuentas por los crímenes cometidos contra ellos por los militares, una vía hacia la ciudadanía y la repatriación pacífica de los refugiados.
Aunque el GUN está formado por restos de la vieja guardia del gobierno de la Liga Nacional para la Democracia, derrocado en el golpe de 2021, sus intenciones declaradas lo diferencian de las tendencias nacionalistas bamar de Aung San Suu Kyi, su antigua lideresa, de 77 años, actualmente recluida en régimen de aislamiento por la Junta.
El fortalecimiento, aunque todavía difícil, de los lazos entre el autoproclamado GUN y los grupos étnicos armados preocupa especialmente a China.
El gigante vecino de Myanmar ve una amenaza en su estrategia a largo plazo de dominar a los grupos étnicos de su frontera y mantener a las potencias occidentales alejadas de un Myanmar dócil, con el objetivo de desarrollar grandes proyectos de infraestructuras en el país y que este se mantenga como una puerta segura al océano Índico.
China mantenía relaciones favorables con Aung San Suu Kyi, quien fue la consejera de Myanmar desde 2016 y hasta el golpe de 2021, pero mantiene al GUN a una distancia prudencial, al tiempo que apoya a la Junta con armamento y protección diplomática en la ONU.
El respaldo tácito de la otra potencia vecina, India, al régimen militar ha facilitado sus propias inversiones estratégicas.
Gran parte del resto de Asia, incluidas democracias como Japón y Corea del Sur, también trabajan para proteger sus propios intereses en Myanmar, mientras esperan que el compromiso con el régimen conduzca a una solución negociada del conflicto interno.
Las agencias de la ONU y la ayuda internacional en manos de las oenegés también mantienen una presencia, en su mayor parte ineficaz, en Yangón, controlada por la Junta.
Esta percepción de complicidad enfurece a la diáspora birmana, que se afana en recaudar fondos para ayudar a la resistencia y proporcionarle armas. La idea de un acuerdo negociado con el Consejo de Administración del Estado del general Min Aung Hlaing, como se denomina a sí misma la Junta militar, está muy lejos de la mente de los que libran esta guerra olvidada.
“Los generales tailandeses son hermanos de los militares de Myanmar. Los bancos de Singapur guardan su dinero. Los birmanos se sienten olvidados”, dice en Bangkok un médico birmano residente en Estados Unidos, después de llevar ayuda médica a la frontera.
Aunque reconoce que la atención y los recursos de Occidente se centran en el objetivo primordial de derrotar a Rusia en Ucrania, la resistencia recibió un importante impulso en diciembre con la aprobación por el Congreso legislativo estadounidense de una ley sobre Birmania.
La ley autoriza a la administración de Joe Biden a ampliar la ayuda no letal para apoyar al pueblo birmano en su lucha por la democracia, la libertad, los derechos humanos y la justicia. Menciona explícitamente al GUN, aunque no a los grupos étnicos armados.
Algunos analistas radicados en Washington sostienen que la legislación no marca un cambio importante en la política estadounidense, pero diplomáticos y expertos de la región la consideran un paso muy significativo hacia el apoyo al GUN y al movimiento de resistencia en general.
“Estados Unidos dice ahora que quiere que gane la resistencia y ha cambiado radicalmente la narrativa. Por eso China está preocupada. Beijing se centra en el discurso de las conversaciones y el proceso de paz”, comentó un experto en Bangkok que pidió que no se revelara su nombre.
Pero puntualizó que “no habrá ayuda letal. Estados Unidos no quiere verse implicado ahora en otra guerra”.
“Pero habrá más apoyo público y diplomático a la resistencia y se presionará a otros actores para que no se comprometan con la Junta”, añadió.
David Gum Aung, del GUN, se muestra más cauto, aunque considera la Ley sobre Birmania como “un importante instrumento legislativo” que facilita fondos y abre la puerta a más sanciones contra el régimen, al tiempo que reconoce al gobierno paralelo.
“Necesitamos justicia para los supervivientes y las víctimas, afirma. Sin justicia no puede haber reconciliación. Nunca hubo justicia, solo impunidad durante décadas. Nunca se tomaron medidas”, se lamentó.
La AAPP ha documentado hasta ahora más de 17 mil presos políticos que siguen detenidos y la muerte de más de 3 mil 100 civiles desde el golpe de 2021, aunque sabe que el número real es mucho mayor.
Nicholas Koumjian, director del Mecanismo de Investigación Independiente para Myanmar, autorizado por la ONU y que colabora con la AAPP, afirma que se han reunido pruebas creíbles de una serie de crímenes de guerra y contra la humanidad, como asesinato, violación, tortura, encarcelamiento ilegal y deportación o traslado forzoso.
De vuelta en el campamento de resistencia de la selva, los jóvenes activistas se reúnen cerca de cuevas que actúan como refugios antiaéreos y hablan de un futuro sin gobierno militar que requerirá una reforma total de las fuerzas armadas.
Entre los miembros del grupo, uno fue gravemente torturado en prisión, otro recibió un disparo en la pierna durante unas protestas callejeras y una madre tuvo que abandonar a su hijo.
Cuando IPS estuvo con ellos, se aproximaba la fiesta anual de Año Nuevo de Thingyan, el año nuevo birmano, la mayor fiesta del país, y cantaban canciones populares de amor y separación y de una vuelta a casa que sabían que puede estar muy lejana.
Con motivo de ese nuevo año birmano, el Consejo Militar de Myanmar anunció el domingo 16 que se van a liberar más de 3 mil 015 presos, un centenar de ellos extranjeros, un gesto más que insuficiente para los activistas democráticos, si es que llega a concretarse.
La AAPP colabora con el Mecanismo de Investigación Independiente para Myanmar en la recopilación y conservación de pruebas de crímenes contra el derecho internacional cometidos desde 2021 para agilizar futuros procesos penales.
Nicholas Koumjian, director de ese mecanismo, declaró en el segundo aniversario del golpe que se habían reunido pruebas creíbles de una serie de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, como asesinato, violación, tortura, encarcelamiento ilegal y deportación o traslado forzoso.
Este artículo se publicó inicialmente en IPS. Aquí puedes consultar la versión original.
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