Las madres, esposas, hijas y hermanas de los presos y perseguidos de la Asamblea Comunitaria de Eloxochitlán de Flores Magón han desarrollado una red desde la que resisten al poder punitivo del Estado mexicano con base en solidaridad y asistencia colectiva
Texto: Karen Rojas Kauffmann / ElMuro mx
Ilustraciones: Antonio Mundaca
ELOXOCHITLÁN DE FLORES MAGÓN, OAXACA.- “A veces es tanto el dolor que ni cruzar palabra podemos. Entonces caemos en el llanto y cada una empieza a hablar con dios a su modo”. Lo dice Argelia Betanzos Zepeda, mientras sus palabras reverberan en una hondura sin fondo. Lleva meses hablando por decenas de mujeres que durante casi una década resisten los embates del Estado mexicano, y esperan la liberación de sus presos entre la fusión de la clase política oaxaqueña con grupos de la sociedad civil que se alimentan del despojo.
“Entonces una habla más fuerte y entre el llanto y las oraciones entramos en una tranquilidad que nos cobija y nos permite recuperar el diálogo. Y aunque somos muchas nos unifica tanto el dolor y la necesidad de ser restauradas que no vemos las diferencias entre nosotras. Nos concentramos en lo que nos une y esto, en medio de tanta tristeza, ha sido maravilloso”.
Argelia hace una pausa. Con su voz menudita dice que son un grupo de madres, esposas, hijas o hermanas de perseguidos políticos. Juntas han desarrollado distintas formas de resistencia que las ha llevado a comprender la solidaridad y la asistencia colectiva que se gesta cuando se tiene un familiar encarcelado, y un aparato de justicia que además de fragmentarlas, dividirlas e invisibilizarlas, se las va tragando.
Argelia Betanzos es hija del profesor Jaime Betanzos Fuentes. Uno de los siete presos políticos de Eloxochitlán de Flores Magón. Se trata de una pequeña comunidad ubicada en la sierra mazateca, al norte de Oaxaca, que en diciembre de 2014 atravesó por uno de sus episodios más violentos, cuando estalló el conflicto entre los integrantes de la Asamblea Comunitaria, regida por usos y costumbres, y el cacicazgo político de la familia Zepeda que se disputa el control de la zona desde 2010.
“Nosotras, sin tener ningún cargo público, nos vimos forzadas a tomar los micrófonos, las bocinas y los altavoces del pueblo. Esto es algo inédito”.
A raíz del conflicto, me cuenta Argelia, se subieron a decenas de camionetas para recorrer los barrios y convocar a la gente. No se esperaban, asegura, que un puñado de mujeres transgrediera ciertos límites y se animaran a hablar públicamente sobre lo que pasó como lo hacen los ancianos, el presidente municipal o el alcalde, en una comunidad en la que prima el sistema normativo de usos y costumbres. “Y para nuestra sorpresa hubo respuesta, y ahora la comunidad nos respalda en esta lucha”, recuerda a siete años de haber estallado el enfrentamiento.
Argelia Betanzos es una abogada mazateca que se declaró en huelga de hambre el pasado 27 de mayo de 2021. Protesta por la dilación del proceso legal que enfrenta su padre, y seis presos políticos más, por el homicidio de Manuel Zepeda Lagunas, hijo de Manuel Zepeda Cortés, presidente municipal de Eloxochitlán en el periodo de 2011 a 2013, y una tentativa de feminicidio en contra de Elisa Zepeda Lagunas, exdiputada del partido Morena en Oaxaca.
Desde el plantón que mantienen afuera del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), en Ciudad de México, las Mujeres Mazatecas en Lucha por la Libertad de Presos y Desplazados de la comunidad de Eloxochitlán, tierra del emblemático anarquista mexicano Ricardo Flores Magón, aseguran que los abusos de la familia de Manuel Zepeda Cortés y de su hija Elisa Zepeda Lagunas fueron los detonantes que propiciaron el enfrentamiento entre la Asamblea Comunitaria y algunos representantes de partidos políticos. “A principios de 2010, con vista a las elecciones presidenciales de noviembre, comenzó la intromisión de los partidos políticos en el proceso comunitario”, dice Argelia Betanzos.
Así inició un conflicto postelectoral que, de acuerdo con el abogado de los presos políticos, Daniel Sosa Rafael, derivaría en varias acciones de choque que finalmente reventarían la Asamblea Comunitaria, donde ese día votarían a mano alzada para elegir nuevamente alcalde, pues el priista Manuel Zepeda Cortés, que fue impulsado por extinto Partido Convergencia -hoy Movimiento Ciudadano- para buscar la presidencia del municipio, había logrado el triunfo con apenas una tercera parte de los sufragios bajo la presunta compra y coacción del voto.
Según testimonios de los habitantes, la asamblea fue tiroteada el 14 de diciembre por un grupo de autoridades ligadas a Elisa Zepeda y su padre antes de que ésta pudiera concluirse. Los ánimos se caldearon y varios integrantes quemaron propiedades de los Zepeda. En la trifulca, seis personas fueron heridas de bala. Manuel Zepeda Lagunas y el guardia de seguridad Gustavo Estrada Andrade fueron asesinados. La exlegisladora ha denunciado que en el enfrentamiento fue golpeada por 34 personas simultáneamente con la intención de asesinarla, entre ellas seis mujeres. También ha mostrado públicamente las agresiones que presuntamente sufrió su madre, Magdalena Lagunas Ceballos, a manos de los implicados.
Argelia Betanzos no imaginaba que su vida y las de sus compañeras cambiaría para siempre por los hechos violentos de aquel día. Tampoco imaginaba que, tras la detención de sus familiares, sus compañeras fueran capaces de convocar a toda una comunidad dividida por la ambición, el dolor y el miedo.
Ella, como la mayoría de las víctimas indirectas que se han dedicado a liderar la defensa de sus hijos, padres, hermanos o esposos, ha visto trastocada su vida radicalmente. “Hemos tenido que salir a una ciudad desconocida arriesgándonos a todo. Hemos aprendido a hablar un lenguaje que jamás hubiéramos hablado y que está completamente ligado a la exigencia de justicia. Este proceso nos ha llevado también a elaborar pensamientos colectivos a partir de nuestros propios dolores, de nuestras propias frustraciones, de nuestro llanto y nuestra espera. Y a veces, ante las actitudes de los jueces, nos ha llevado a elaborar acciones concretas frente a las respuestas tan incomprensibles que nos dan las autoridades judiciales y administrativas”.
Las mujeres, que tenían cierta expectativa de la “función protectora del Estado”, han atravesado un proceso legal plagado de inconsistencias y violaciones a los derechos humanos que les ha generado un sentimiento de profunda indefensión y desamparo porque hasta el momento, no ha habido autoridades estatales o federales que las escuchen.
Mi nombre es Alfredo Durán Álvarez. Tengo 12 años. Mi mamá se llama Luisa Álvarez Rosales y mi papá Francisco Durán Ortiz. Somos 5 hermanos. Cuando la policía se llevó a mi papá estábamos cortando leña. Ellos llegaron gritando, le apuntaron con una pistola, lo golpearon y luego se lo llevaron a la cárcel en una camioneta roja.
Cuando mi mamá se quedó sola, mis tíos vendieron la casa para pagarle al abogado y que saliera rápido pero mi papá sigue encerrado. Como mi mamá lloraba mucho mi abuelito nos prestó su casa para vivir.
Desde que mi papá no está mis hermanos y yo comemos frijoles. Otros días nomás tortilla. Hay veces que la comida no alcanza y nos aguantamos el hambre. Mi abuelito nos prestó un pedazo de su parcela y mis hermanos y yo trabajamos con él piscando frijol y limpiando mazorca, también hago mandados. Es bueno porque aunque pelea con mi mamá porque no la deja ver a las otras esposas de los presos, el otro día nos regaló maíz para comer.
Mi hermanito Ambrosio no puede dormir en la noche porque tiene miedo que los policías que se llevaron a mi papá vengan por nosotros. Dice que cuando cierra los ojos ve las pistolas y escucha los gritos. Cuando Ambrosio llora mi mamá, Benancio y yo lo abrazamos muy fuerte hasta que se queda dormido. Mi hermanito Ambrosio extraña mucho a mi papá porque es el más chiquito.
Mis hermanos y yo ya no compramos dulces, ahora ahorramos el dinero que nos ganamos en los mandados pero mi mamá siempre tiene su carita triste.
Daniela García, integrante y cofundadora de la organización civil Veredas Psicosociales, de Oaxaca, asegura que “a las historias de dolores, problemáticas sociales y familiares que traían de manera individual cada una de ellas y que están ligadas a las desigualdades y al racismo que ya padecían por ser parte de una comunidad indígena”, ahora que viven esta violencia política que se traduce en el desplazamiento forzado, la dilación de los proceso legales y el encarcelamiento prolongado de sus familiares, “en realidad están viviendo un golpe devastador al propio sentido de vida”.
Dice que la violencia que están viviendo y que ejerce directamente el poder punitivo del Estado, trastoca “la comprensión del mundo cuando descubren que la ‘justicia’ es, en realidad, sumamente misógina, racista y muy injusta”.
A esta ruptura de la visión de la justicia se suma el sufrimiento que han padecido por el desplazamiento forzado más de 100 familias luego del conflicto. Argelia Betanzos recuerda que cuando los primeros perseguidos salieron de Eloxochitlán, algunas mujeres optaron por quedarse en la comunidad cuidando sus casas y a sus hijos. Conforme el conflicto iba alargándose, muchas se vieron forzadas u obligadas a escapar o huir de sus hogares porque el estigma de ser una madre, esposa, hija o hermana de un preso político acarrea una serie de experiencias traumáticas, violencias sociopolíticas y violaciones sistemáticas a los derechos humanos que generan condiciones que persisten, todavía, para las mujeres afectadas.
“Tuvimos compañeras que salieron de la comunidad en diferentes momentos. Unas ni siquiera pudieron ir a los lugares donde estaban sus familiares perseguidos sino a otros. Todas ellas tuvieron que emplearse en la ciudad aunque nunca habían salido de su pueblo, batallaron con aprender el castellano y cómo transportarse de un lugar a otro. Cómo convivir en un medio urbano o cómo cuidar a los niños en un contexto ajeno, a veces incluso, tuvieron que encargarlos con gente desconocida. Y esto para una madre es un sufrimiento indecible”, insiste.
Luz Angélica Hernández, terapeuta con cuatro años de experiencia en acompañamiento psicosocial en Oaxaca, aseguró que para las mujeres indígenas la identidad está íntimamente vinculada a su territorio. Al tener que desplazarse, explicó, se produce una fractura profunda en la manera en que conciben su perfil identitario individual y comunitario.
La violencia sociopolítica contra ellas ocurre porque “el Estado no actúa sin pensar. Y ha sido sistemático. Primero, las obliga a desplazarse para huir o para exigir justicia; luego, las separa de sus familiares, quienes están en distintas cárceles -y esta es una forma típica de violencia política-, y así les produce cada vez más agotamiento. Así les genera cada vez mas confusión. Así las desvincula y las va vaciando poco a poco del sostén que les da el territorio y la vida comunitaria del que formaban parte”.
La condición de desplazamiento de las mujeres de Eloxochitlán acarrea otros problemas graves. Muchas mujeres y sus hijos, explica Argelia Betanzos, sufren de escasez de alimentos y malnutrición. También carecen de acceso regular al agua potable y otros servicios básicos. La mayoría de las desplazadas perdieron sus casas y tierras para cultivar.
Asegura que “las que conservan sus parcelas ahora realizan las actividades económicas que hacían sus esposos; además de cuidar a los hijos ellas siembran, limpian la milpa y negocian el préstamo de la tierra porque los terrenos donde siembran son prestados, ellas no son las dueñas”. Las mujeres familiares de los presos políticos han duplicado o triplicado sus cargas de trabajo cuando además participan de la defensa de los procesos legales.
A los mecanismos del desplazamiento interno se añaden otros impactos psicosociales: violación a los derechos de alimentación y educación, con lo que las infancias se ven más afectadas.
Antes del conflicto, las familias sembraban y cosechaban sus propios alimentos. El desplazamiento ha hecho que las madres jefas de familia, no puedan cumplir este rol por la carga laboral adicional que genera ya la doble o triple jornada.
“Hay muchísimas violencias por omisión en tanto se está, literalmente, restringiendo el derecho de los menores y adolescentes a la alimentación. Los niños no están recibiendo todo lo necesario pero además, cuando ellos comen, es porque han tenido que trabajar la tierra ellos mismos o emplearse en trabajos informales que la mayoría de las veces, los pone en situaciones comprometidas o riesgosas para cualquier niño”.
Argelia Betanzos.
El día que reventaron la asamblea yo tenía 11 años. A mi papá lo encarcelaron y mi mamá salió huyendo porque la policía la buscaba por tentativa de homicidio. Durante casi un año no supe nada de mis padres. Cuando Linda y yo nos quedamos solos, mis abuelos maternos nos llevaron a su casa y nos escondieron durante 3 meses. Teníamos mucho miedo.
Luego entré a la secundaria. Yo estaba contento pero mis compañeros y maestros comenzaron a hostigarme. En la comunidad, el caso de mi padre fue uno de los más criminalizados. Ellos me gritaban en la puerta de la escuela “¡asesino, hijo de asesino!”, hasta que un día ya no regresé a clases.
Ahora tengo casi 18 años. Me hubiera gustado ir a la universidad pero nunca volví a la escuela. Ahora soy autodidacta y escribo canciones de Hip-hop, porque aquí en el plantón de CDMX aprendí que cantar y escribir es alzar la voz contra las injusticias y, porque creo en la inocencia de mi padre.
Además de acompañar a los abogados a visitar o hacer alegatos a los tribunales y jueces, organizar las marchas, mítines, ruedas de prensa y en el último mes, la Caravana que viajó desde Oaxaca hasta la CDMX buscando presionar a las autoridades federales y estatales para agilizar los procesos judiciales, que durante años han estado parados, las mujeres han desarrollado prácticas que construyen colectivamente para crear una red que les da soporte, que les ayuda a entender qué es lo que les ha pasado a pesar de que no existen pruebas contundentes para demostrar la culpabilidad de sus familiares presos.
Para Sara Izar, integrante de Veredas Psicosociales, a pesar del señalamiento, la criminalización o el abandono institucional, familiar o comunitario que muchas de ellas han experimentado, juntas han encontrado -sin saberlo- sus propias capacidades de resistir ante la injusticia.
«Lo que sucede es que muchas veces se prioriza la resolución legal del conflicto y se suele dejar de lado el proceso emocional que ellas van afrontando”, pero con cada acción, asegura la especialista, “con cada exigencia de justicia, ellas van resignificando sus experiencias de vida”.
Esta red de acompañamiento las ayuda a explorar otras formas de parar el desgaste que generan los episodios constantes de violencia y la inoperancia del Estado. De alguna manera, también van restaurando sus vínculos colectivos.
“Cuando flaqueamos moral, anímica y espiritualmente nos juntamos en una tiendita que tenemos acá en el plantón, que es la más amplia. Y lo primero que hacemos es llorar. Lloramos profundamente. Luego la solidaridad, la fuerza y la decisión de cada una hace que poco a poco recuperemos la tranquilidad. Entre todas hacemos una asamblea donde ponemos en la mesa las cosas como son, por más duras que parezcan”, dice Argelia Betanzos.
Las mujeres entonces entran en diálogos amplísimos, en reflexiones colectivas y al final, toman todas juntas las decisiones. En este ejercicio asambleario “cada una dice lo que le duele, lo que le preocupa, lo que siente al respecto y la solución que ve y creo que así también vamos sanando”.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona