Uriangato y Moroleón son dos municipios de Guanajuato que se caracterizan por su producción textil. De las grandes fábricas, esta zona del bajío ha trasladado la manufactura a talleres domésticos, lo que también permite una relación particular entre las empleadoras y las costureras que se tensa entre la falta de derechos laborales, conciliación, filiación, negociación, pactos y hasta madrinazgos
Texto: Daniela Rea
Foto: María Ruiz
GUANAJUATO. – La escena es así: una costurera de un taller textil pide permiso a su empleadora para llevar a sus hijos, pues a las 12:00 del día cierra la guardería y no hay quien los cuide mientras ella completa su jornada laboral. La empleadora le dice que no y tiene sus motivos: una fábrica es un lugar peligroso, se pueden clavar las agujas, quemarse con las planchas, ahogarse con las pelusas que revolotean por ahí. Además, ¿quién le garantiza a la empleadora que trabaje a su ritmo, si tiene que cuidar a dos pequeños?
La costurera la escucha resignada y se va a casa al terminar su turno. Semanas después la empleadora mira a una niña de 3 años caminar entre las máquinas de costura, es la hija de la costurera. Pese al “no” que le dio la empleadora, la costurera no tuvo más opción que llevarlos a escondidas. Les puso una cobija bajo su mesa de trabajo, les dio un teléfono para que se entretuvieran el mayor rato posible y los tapó con las bolsas y rollos de tela.
La empleadora cuenta la escena y advierte que la costurera sigue trabajando ahí y sus hijos siguen yendo con ella. La empleadora no le da seguro social a la costurera, la costurera presiona y logra que le dejen llevar a sus hijos al trabajo.
Esto sucede en Uriangato, Guanajuato. Un pequeño municipio de 61 mil habitantes que tiene una tradición textil desde mediados del siglo XIX, lo cual sentó las bases para que la producción actual de ropa sea a partir de talleres familiares (algunos de 2 empleadas, otros de hasta 50 trabajadoras) y no de grandes fábricas extranjeras que se instalan de un momento a otro aprovechando la oferta de mano de obra barata.
Este origen también permite una relación particular entre las empleadoras y las costureras que se tensa entre la falta de derechos laborales, conciliación, filiación, negociación, pactos y hasta madrinazgos. Entre las formas comunes de producción textil que va de la maquila en casa a la producción industrial, existe esta otra forma de organización laboral que se sostiene en esas tensiones.
“Lo que vemos aquí es más un contrato social que laboral. Las relaciones entre empleadoras y costureras no se describen en términos de derechos, sino de favores”, dice Marisa J. Valadez, antropóloga e integrante del Colectivo Raíz.
Graciela es una mujer que ronda los 50 años y es dueña de un taller textil. Ella, como la gran mayoría de pequeñas y medianas empresarias textiles, aprendió de la costura en casa, mirando a su mamá coser cada mañana y tarde. La madre tenía una máquina Singer y les cosía su ropa, además de prendas para vender. Su mamá siempre le dijo: “Hija, cómprate una máquina para que seas independiente”. Graciela no hizo mucho caso y trabajó en un banco y luego migró con su recién marido a Estados Unidos. A los tres años volvió y entonces hizo caso al consejo de la mamá, se compró una máquina a plazos y aprendió: maquilaba para una empresa de ropa deportiva y producía sus propias prendas que vendía en un puestecito en la calle.
“Con mi Singer empecé a sacar modelitos y pusimos un puestecito en la calle, durante 30 años vendimos directo del taller al puesto. De ahí sacamos para la casa y el estudio de mis tres hijos”, dice Graciela. Aunque habría que sumarle el trabajo del marido que, al volver del norte, puso una pizzería.
Con el tiempo una máquina no fue suficiente y para crecer el negocio engordaron puercos. “El dinero venía de aquí para allá y así nos hicimos de alguna que otra maquinita”. Eran los años 90. Los años en que la maquila en la región despuntaba y Graciela llegó a tener un taller con 12 trabajadoras. Entonces no se advertía la llegada de la maquila China que amenazaría el patrimonio de Graciela.
Como Graciela, Bibiana y Alejandra crecieron en medio de máquinas de coser, pero a diferencia de Graciela, las familias de estas eran dueñas de talleres ya establecidos. Actualmente Bibiana y Alejandra son empresarias y emplean alrededor de 30 personas cada una. Bibiana maquila a tiendas departamentales y marcas de moda que se distribuyen en centros comerciales de todo el país; Alejandra reetiqueta el 70 por ciento de su producción y el resto es de su marca propia.
Alejandra proviene de una familia que tenía un taller pequeño y en 1996 decidió probar suerte e instalar el propio. Actualmente está instalado en una colonia en las afueras de Uriangato y es una nave mediana de dos pisos: en la planta baja está la materia prima, las telas, y los cortadores. En la planta alta, las costureras, la patronista y un serigrafista para imprimir diseños.
Bibiana creció en una familia de tradición textil, pero más acomodada. Salió de Uriangato a la capital del estado para estudiar Contaduría, su finalidad era convertirse en actuaria. “Me gustaba ver el miedo de la gente cuando les iba a hacer auditorías y que me regalaran cosas para que les dejáramos pasar detalles de sus cuentas”, dice con sorna en la sala de visitas de su taller, un salón amplio con una mesa gigante al centro, rodeada de tubulares con los diseños propios más recientes de la temporada. Fue como estudiante universitaria que Bibiana arrancó el negocio de su maquila, revendiendo playeras y pants fabricados por su familia, hasta que mandó maquilar sus diseños y con el tiempo instaló su taller. Cuando hay mucha venta, contrata maquila externa para completar la producción. Actualmente tiene 30 empleados en su taller y 20 overistas que maquilan en su casa.
Graciela, Bibiana y Alejandra tienen un esquema de contratación similar que se comparte con otros talleres de la zona:
● Los contratos suelen ser temporales, con un máximo de un año.
● El sueldo es a destajo, pero este se encuentra en un rango de los $1000 a los $3000 semanales.
● Pagan aguinaldo a las costureras.
● El seguro social no siempre viene con el contrato, es algo que se “negocia” entre empleadoras y costureras: tener seguro o tener un pago más alto. Por ejemplo, se paga el salario mínimo al día de $172 con seguro social o se pagan $260 sin seguro social. Las costureras suelen elegir un salario más alto por varios motivos: porque no les alcanza con el mínimo, porque no les es funcional el servicio médico del IMSS con sus retrasos, burocracia y desabasto o porque en su horizonte está dejar el taller y emprender el negocio propio.
● El horario es flexible, suele haber “permisos” para recoger hijos de la escuela, acudir a citas médicas o festivales escolares. Ese tiempo se repone o se descuenta el pago.
● En fines de semana algunas empleadoras permiten a las costureras llevar a sus hijos al taller.
● En temporada baja –como el verano– las mandan a “descansar” sin goce de sueldo. Algunas, como Graciela, ofrecen préstamos para vivir ese mes, y lo cobran en abonos lo que resta del año.
● Cuando son buenas costureras, pueden negociar llevarse la máquina y trabajar desde casa.
Uriangato y Moroleón son dos municipios de Guanajuato que tienen una tradición textil desde mediados del siglo XIX, cuando se dedicaban a la producción de rebozo; luego a inicios del siglo XX comenzaron con las colchas. Martin Ricardo Niño Mosqueda, cronista del lugar, cuenta que fue en la Segunda Guerra Mundial que la necesidad de ropa puso a la zona en el mapa y a partir de ahí los talleres que tradicionalmente se dedicaban al rebozo se diversificaron y multiplicaron. De la costura en casa completamente familiar, se extendió al taller de la calle o del barrio; de la máquina en la sala, se conformó un pequeño taller en el patio. Las décadas de los 80 y 90 fueron la época dorada y los talleres una fiesta: “En los talleres había vida, había producción, se escuchaba el sonido de la máquina, la radio, las risas y cuchicheos de las costureras, iban vendedores de Avon, de Fuller, de oro, de comida. El taller era el centro de la vida pública de este lugar”.
Luego, afuera, despuntó la maquila China. Era el año 2000 cuando se resintió en estos dos municipios pues no podían competir con los precios de venta de la ropa asiática. Algunos talleres cerraron –datos del municipio hablan de hasta el 40%, como el de Graciela, que ante la crisis apagó las máquinas y abrió una pizzería– o “descansaban” a las costureras. Quienes fueron descansadas compraron máquinas usadas de los talleres quebrados y comenzaron por su cuenta en casa y así, poco a poco la producción se realizó con la suma del taller y la maquila en casa. Si bien con los años se estabilizó la economía, actualmente Ubertino Zamudio, director de Desarrollo Económico del municipio, calcula que el 60% de la ropa que se comercia en esta zona proviene de Asia.
Para Denisse Vélez, responsable de Investigación de la organización Equidad de Género, no se puede perder de vista que el trabajo de estas costureras está insertado en una cadena de producción más grande, donde el valor agregado está en la innovación y la comercialización, y no en la manufactura ni confección, donde están las costureras de estos talleres. “Es una dinámica que tiene sus raíces en todo el régimen violento colonial, donde las naciones del norte vienen al sur al extraer nuestros recursos y mano de obra, una mano de obra muy barata, eso se inserta en este esquema de producción y acumulación infinita que produce la flexibilización y precarización del trabajo de estas mujeres”.
Las empleadoras encuentran pros y contras de maquilar en casa, es decir, que las costureras se lleven las prendas para completarlas en su propio espacio, un minitaller instalado a veces en la sala, a veces en el comedor, a veces junto a la cama. Los pros que encuentran las empleadoras es que se “ahorran” problemas laborales. Los contras, es que las empleadoras no tienen control de la producción y no resuelven al momento imprevistos o reclamos de los pedidos, lo que puede derivar en retraso de entrega; además de que no controlan el horario de las costureras y el precio se incrementa. Aunque hay más contras de la maquila en casa, las empleadoras saben que acceder a ello es una forma de garantizar mano de obra, pues cada vez menos las costureras quieren trabajar para alguien más. El sueño de muchas es tener su propio taller, o trabajar en empleos menos castigados como el comercio.
Liz tiene 29 años y 3 hijos. Trabaja en el taller de Bibiana en un horario de 8 a 8, con permiso de salir por sus crías. Tiene un sueldo de mil 500 pesos a la semana, sin seguro social. Está negociando salir a las 5 de la tarde porque quiere cuidar de ellos.
Ivonne tiene 26 años y una hija. Trabaja en un taller con permiso de salir a recoger a su hija de la escuela y llevarla a que la cuiden el resto de la jornada.
Mary tiene 49 años y 4 hijas mayores a quienes ya no cuida, pero sí a sus nietos. Tiene 27 años trabajando en el mismo taller, de 8 a 8, es collareta, es decir, hace cuellos de suéteres. Tiene un ingreso de 2 mil 500 pesos semanales y seguro social, que se ganó con la antigüedad.
Alejandra tiene 57 años y 7 que entró a trabajar a este taller, donde es patronista, es decir, se encarga de los diseños. Tiene contrato anual y gana un promedio de 2 mil 250 pesos a la semana, sin seguridad social. Celebra que en los talleres las mujeres de su edad sean valoradas y contratadas. “Cuando veo mis modelos colgados y a las compañeras realizarlos, me siento muy orgullosa”.
Lupe también tiene 57 años y dejó la maquila en casa con la “comodidad” de horarios, a cambio de la estabilidad económica de un sueldo fijo. “Aquí se asegura el trabajo, incluso cuando baja el trabajo afuera. Y cuando se pone más fea la cosa, nos dicen ‘descánsalas poquito’, es decir, nos mandan a casa sin pago, pero nos guardan nuestro puesto y cuando sale algo de trabajo, somos las primeras en volver”.
Ceci tiene 43 años y trabajaba en la fábrica, hasta que su hijo comenzó a tener problemas de adicción y violencia, por lo que su patrona le permitió llevarse la máquina over a casa y trabajar desde ahí para estar pendiente del muchacho. Al hijo de Ceci, como a otros de sus compañeras, les conocen como “los hijos de la maquila”, niñes o adolescentes que por las condiciones laborales de sus madres, pasan gran parte del día en solitario, cuidándose unes a otres. Los intercambios que permite la relación laboral en Moroleón y Uriangato posibilitan otras formas de cuidar de elles.
Alondra tiene 42 años, 25 de antigüedad y tres hijas. Trabaja en la fábrica en la parte final del proceso que es revisar la calidad de la prenda. Alondra y su empleadora crecieron prácticamente juntas, lo que generó vínculos filiales cruzados con el laboral. Su empleadora fue madrina de XV años de su hija y le hizo un préstamo de 20 mil pesos para los gastos de un accidente que tuvo otra de sus hijas. No cuenta con seguro social.
En Moroleón y Uriangato las empleadoras suelen tener un gesto maternal con las empleadas, sobre todo con las más jóvenes, con las ventajas y desventajas que esto tiene, como dice Dolly Anabel Ortiz. Las tratan como hijas en el sentido de que las regañan, las guían o, como en el caso de Alondra, amadrina o hace préstamos. “Con esta idea que manejan las empleadoras de que son familia, hay mucho abuso, como en las familias, para bien y para mal”.
Dos meses después de la visita a los talleres, volvemos a Uriangato para acordar entrevistas con las costureras que conocimos durante su horario laboral. En ese momento apenas pudimos hablar con ellas porque las empleadoras estaban presentes y ellas se sentían intimidadas. Al volver entrevistamos a Ivonne y Liz, quienes para entonces ya habían dejado los talleres donde trabajaban como costureras, Ivonne lo dejó por malos tratos y Liz porque no llegó a un acuerdo con la reducción de horario para cuidar a sus hijos. Pronto, Ivonne encontró otro empleo similar; Liz decidió poner un puesto de dulces afuera de su casa para estar cerca de sus hijos.
Sentadas afuera de la casa de Ivonne, las jóvenes hablan de su experiencia en trabajar en talleres como costureras, tejen un relato a dos voces de lo que ha significado para ellas:
“El trabajo en el taller es muy desgastante porque hay que estar todo el día sentadas, sales con dolor de espalda o de cabeza por el estrés y el Seguro Social era una promesa que no se ve, sólo se los dan a algunas o las otras preferimos más sueldo porque para qué ir al IMSS, mejor al consultorio de la farmacia”, dice Ivonne. Antes de continuar con su relato a dos voces, nos vamos a detener en el tema de salud.
La salud es un tema que poco posicionaron las mujeres entrevistadas, antes estaba la maternidad y el salario. Para Marisa Valadez, quien fue parte del equipo de Colectivo Raíz que publicó el estudio “Mujeres, trabajo y salud laboral”, “el dolor es significado desde un espacio cultural y la nuestra es una cultura del aguante, que se explica desde la cultura judeocristiana y las instituciones de salud públicas. Se aguanta para producir más, se aguanta para no perder tiempo en el IMSS”. Es decir, aguantar y desestimar el dolor en este contexto tiene que ver con la necesidad de no perder su tiempo productivo y con el hecho de que las instituciones de salud no ofrecerán una respuesta o solución a su dolor, ya sea por la burocracia, la falta de médicos o el desabasto de medicinas. La unidad de medida no es cuidarse, sino producir. Aguantar para pagar las deudas, aguantar para comprar algo al hijo. “Las mujeres en maquila suelen medir el dolor en términos de productividad y las enfermedades crónicas no las atienden, no las diagnostican porque no se consideran incapacitantes en muchos de los casos, y se asume que es mejor aguantar un dolor de espalda”. Las enfermedades que más documentó el Colectivo Raíz en su estudio fueron: musculares y esqueléticas, respiratorias, infecciones en las vías urinarias y emocionales.
Seguimos con el relato a dos voces de Liz e Ivonne:
“Yo dejaba solos a mis hijos entre las 6 y las 11 de la noche y cuando pedía permiso para ir por ellos a la escuela me respondían con cosas como ‘entre más te ocupo más me fallas’ y en realidad no es un permiso, porque te descuentan las horas que sales por ellos; cuando se acercaba la entrega de pedidos las jornadas se alargaban día y noche, con gritos y regaños, un día de esos, entre la presión y el cansancio, me regañó la patrona, es que ustedes necesitan más de mí que yo de ustedes, yo le respondí: usted como patrona ocupa de nosotras, si no tuviera trabajadoras no sacaba la costura, así que nos debe tratar bien”, dice Liz.
La rotación es una de las constantes en esta dinámica de trabajo, reconocieron tanto empleadas como empleadoras. Para las empleadas cada vez más es un problema encontrar mano de obra para sus talleres porque las costureras (sobre todo las que maternan) prefieren trabajar en casa, además de que la experiencia, el compromiso, el trabajo y la calidad de éste, les permite a las costureras negociar y trabajar con quien mejores condiciones laborales les ofrezcan.
Las mujeres que entrevistamos no pertenecen a sindicatos y las empleadoras señalaron que no existen sindicatos en los talleres. Liz e Ivonne consideran que “si uno hace las cosas bien, le va bien”, es decir, la noción de derechos parece permeada por la idea individualista del progreso y no por la responsabilidad de un empleador con sus trabajadores. Martín Niño, el cronista de la ciudad, dice “aquí todo se siente muy individualista, el pensamiento es: yo me siento en la máquina, trabajo, gano mi dinero y no me meto con nadie”. Liz agrega “para acordar pagos, pues te vas con quien pague más”.
Pero aunque no existan sindicatos, las costureras logran hacer presión e intervenir en las decisiones de producción. Graciela, una de las empleadoras, lo relata así: “En algún momento quisimos producir pantalón de mezclilla pero las costureras no quisieron porque es un trabajo muy pesado. Las mujeres costureras sí influyen en las decisiones del taller. Nosotros, por ejemplo, no podíamos arriesgarnos a perderlas y decidimos entonces no hacer pantalón de mezclilla”.
Para la antropóloga Marisa Valadez, la relación laboral se da en tensión entre empleadas y empleadoras, no tanto en un contexto de explotación laboral. “Llamarle explotación es arriesgado sin explicar cuáles son los matices que rodean estos elementos, por eso indagamos más sobre el tipo de relaciones. El trabajo no se tasa sólo en moneda como en otras maquilas, que todo está cruzado por el dinero o que las relaciones son lineales, verticales o unidireccionales. Las trayectorias sociales que vemos en estos contextos (de Uriangato y Moroleón) tienen tensiones, nudos y contradicciones que permiten sostenerse, también desde abajo se tiene el poder, no es un dominio absoluto”.
Esa tensión, nudos y contradicciones, agrega Marisa, permiten además el co-ejercicio de roles, la movilidad de las costureras y el no disciplinamiento de las fábricas tradicionales. Es decir, una costurera puede ser empleada y patrona, puede ser muchos roles simultáneamente: en la mañana trabajas en un taller como empleada, en la tarde maquilas desde tu casa de manera independiente.
En la región Moroleón-Uriangato, dice la antropóloga Dolly Anabel Ortiz, históricamente el trabajo ha sido entendido como algo sagrado. “Muchos hacen referencia a estados pre-capitalistas donde había como una filosofía donde era el trabajo lo que los bendecía, protegía. El trabajo era algo sagrado. Esa concesión beneficia bastante a los empresarios, pero algo muy padre en esta comunidad es que son visibles grietas donde se puede crecer”. Por ejemplo, las costureras no se conciben a sí mismas como trabajadoras estáticas, sino como futuras generadoras de su propio taller y alguien que puede ser proveedor del antiguo empleador. “Hay una sinergia que les lleva a pensar que su condición no es permanente, se capacitan, se relacionan, aprenden del sistema, aprenden de los proveedores y a largo plazo con 2 o 3 máquinas ya son independientes”.
Para Dolly hay mucho que aprenderle a este sistema que se sostiene en la tensión, a diferencia de otros sistemas de maquila que son completamente verticales. “La comunidad lo que tiene es un capital social que es muy grande, la relación laboral es compleja, hay cooperación, hay resistencias, hay ambigüedades, pero esos lazos de la comunidad, esta forma de ver las formas de trabajo, me parece que habrá que aprenderles más: capacidad de movilización, de agencia, de hacer, de moverse. No todo está tan oscuro por la opresión del trabajo tradicional”. Las mujeres aquí aprenden a trabajar, a soñar.
Ivonne sueña con poner su propio negocio, quiere ahorrar con el trabajo de la maquila y poner un local para cocinar y vender postres.
Liz, por su parte, quiere poner un taller de costura propio. “Quiero poner un taller grandísimo y mandar” dice y se carcajea. “Del taller puedes salir adelante, esforzándote a tener algo en la vida, quiero mi propia casa y tener tiempo para ver a mis hijos crecer”.
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“Hecho en México, ¿pero a qué costo?” Es un proyecto de Data Cívica y Pie de Página realizado gracias al apoyo de la Iniciativa Arropa de Fundación AVINA. Puedes conocer el proyecto completo aqui.
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