Se cumplen tres meses del asesinato de 17 personas en la ciudad de Juliaca, al sur de Perú, por parte de las fuerzas policiacas que reprimieron las protestas por la destitución del presidente Pedro Castillo. El fotoperiodista y antopólogo mexicano Pedro Anza estuvo ahí y este es el relato de lo que vivió ese 9 de enero
Texto: Pedro Anza
Fotos: Pedro Anza / Cuartoscuro
JULIACA, PERÚ.- Sábado 7 de enero de 2023. 14:44 horas.
El sigilo de sus ojos, demasiado precavidos, vuelve -extrañamente- a sorprenderme. La desconfiada mirada nos es ya conocida a los tres periodistas que viajamos abordo del viejo Kia color azul rumbo a la ciudad de Juliaca, la ciudad más grande del departamento de Puno. La destitución del presidente Pedro Castillo y la tensión política que la oleada de protestas y enfrentamientos consecuentes ha generado en el país, ha acrecentado el recelo con el que los locales miran a estos sujetos de apariencia extraña que atraviesan, cargados de cámaras, por sus caminos en los remotos pueblos del Perú. Aunque, en términos generales, Castillo no representa una figura de liderazgo con sólida base social y aceptación en la izquierda peruana, al tratarse de un ex activista sindical y maestro rural, el ex presidente despierta una fuerte identificación con un amplio sector del campesinado. Más allá de los pormenores de su mandato, su destitución fue recibida por muchos campesinos e indígenas como una negativa más a ser integrados a un proyecto de nación del que parecieran históricamente excluidos. La mirada se posa escrutante en cada uno de nosotros, buscando ágil, verificando algo, nos observa bajo su sombrero de copa -por encima de su boca desdentada- con la misma expectación que las miradas en los retenes anteriores. Hemos pasado, quizá, más de 15 bloqueos desde nuestra salida de Cusco hace siete horas. Bernart, El Catalán, con una pluma que parecía ya desangrada, haciendo gala de férrea perseverancia, ha vaciado los últimos vestigios de su tinta en la hoja de una libreta y escrito en ella, apenas legible, la consigna “Prensa Extranjera”, para colocarla después en el parabrisas del automóvil que maneja José, un joven taxista cusqueño de pocas palabras -casi mudo-, que a regañadientes nos ha traído desde la antigua ciudad capital del Imperio Inca, temeroso de las posibles afectaciones que el álgido clima de descontento social pudiera traer a su vehículo. Tanto en el campo como en las ciudades, el descontento generalizado que arrastra el país, expuesto ahora tras la destitución de Castillo, ha aglutinado a quienes participan en el estallido social, aunque sin un liderazgo claro, en un conjunto mas o menos unánime de reclamos, puntualizados principalmente en cuatro demandas: la destitución de Dina Boluarte, que se garanticen elecciones generales inmediatas, el cierre del Congreso y la creación de una asamblea para la redacción de una nueva constitución.
Perú, además de su riqueza y diversidad ecosistémica, agrícola, mineral y cultural, es un país extremadamente desigual en donde el poder y los recursos financieros tienden a acumularse en las elites urbanas, sobre todo en aquellas de Lima, su capital. Una horda de campesinos habitantes de la localidad de Combapata resguarda el inmenso puente rojo que atraviesa el Río Salcca y nos rodea al bajar del auto. Hay vituperios, reclamos, consignas y murmullos mientras la multitud se sigue congregando. “Váyanse, no hay paso”, “no pueden pasar, aquí nadie pasa, ¡fuera!“. Entonces, algunos de los reunidos alrededor del vehículo reparan en el letrero oficial de ”Prensa Extranjera” que en los desolados parajes de las estribaciones andinas promete absolvernos de los pecados de oficio y acreditarnos como periodistas de otra especie, como probable gente de fiar. Se da pie así a un par de minutos de deliberación caótica, un fuego cruzado de voficerantes opiniones. “¡Es prensa extranjera, que pasen!”, “¡No!, aquí es parejo, nadie pasa”, “¡Fuera la prensa, fuera la prensa mermelera, solo vienen a mentir y calumniar, que se vayan!”, “Si, que se vayan” “¡Compañeros, ellos son prensa extranjera, no son prensa de Lima, hay que permitirles el paso!”.
Acostumbrados desde los años ochenta al terruqueo, una práctica política peruana instaurada en los tiempos del conflicto armado, muy común en los medios de comunicación nacionales, que consiste en asignar al adversario -en general de tendencia a la izquierda política- características o compotamientos afines al terrorismo, los campesinos del sur del país han trazado una rígida línea de demarcación con la generalidad del gremio periodístico nacional. Me bajo del auto junto con El Catalán. Como en el resto de los bloqueos, Hugo espera adentro, resguardándose del despiadado sol de las dos de la tarde, su acento limeño podría avivar el escepticismo de la multitud. En medio de afrentas y rostros adustos, hemos localizado los semblantes más apacibles e iniciamos una conversación con ellos. Nos presentamos con uno y con otro, estrechamos muchas manos, justificamos nuestra presencia y nuestras intenciones de seguir avanzando por la carretera: queremos difundir lo que está pasando en Juliaca, contar -decimos- lo que los medios de Lima no quieren que se sepa: que están teniendo lugar fuertes enfrentamientos y que como resultado de ellos ya se cuentan algunos heridos, entre ellos -insistimos ante la improvisada asamblea que ha amainado su arenga- un colega y amigo nuestro, el fotoperiodista limeño Aldair Mejía, quien salió de madrugada rumbo a Juliaca junto con tres colegas reporteros gráficos decidido a dar cobertura a las protestas y -nos enteramos hace una hora- recibió de parte de la policía un impacto de perdigón en la pierna.
La niebla de duda que contagiaba el ánimo general comienza a disiparse, y sonrisas o muecas de aceptación enverdecidas por el cacchar de hojas de coca, comienzan a aparecer entre los rostros congregados. Logramos abrirnos paso y poco a poco nos hacemos escuchar. “¡Si, déjenlos pasar, son prensa extranjera, él es mexicano. Ellos han apoyado, el presidente AMLO ha recibido a la familia de Castillo. Déjenlos que pasen!”. Ante una tibia aceptación general, dos jóvenes caminan hacia la barricada decididos a remover los pesados troncos, piedras y fierros que obstruyen el paso para permitirnos continuar nuestro camino. Una voz, sin embargo, se alza justiciera entre la multitud que comienza a disgregarse. “¡Esperen, compañeros!, ¿Cómo sabemos que no están mintiendo y son inflitrados de Dina Boluarte?, ¡que muestren una identificación!”, “Si, ¡que muestren una identificación!” “¡No queremos infiltrados!” -repite en coro de voces la muchedumbre al reagruparse-.
El 7 de diciembre del 2022, poco antes de enfrentarse a una tercera votación en el Congreso en la que se buscaba retirarle el cargo por “incapacidad moral permanente”, el entonces presidente del Perú, Pedro Castillo, anunció la disolución inmediata del Congreso, así como la creación de un gobierno de excepción. Esta medida fue reprobada por muchos sectores de la política peruana, incluidos miembros del gabinete de Castillo. Gran parte de sus ministros renunciaron y las fuerzas armadas y la policía nacional se negaron a respaldarlo. Castillo fue destituido y su lugar ocupado por quien fue vicepresidenta durante su mandato: una abogada llamada Dina Boluarte. La nueva presidenta, que tras romper filas meses atrás con el partido Perú Libre por supuestas diferencias ideológicas queda gobernando el país sin afiliación oficial a ningún partido político, contrario a lo esperado por algunos analistas, no se presentó a su nuevo cargo como mandataria en transición sino que se mostró confrontativa y reacia, al inicio de su mandato, a convocar a elecciones presidenciales antes del año 2024, lo que, entre otras cosas, acrecentó la tensión política y el descontento social. El nombre de dina Dina Boluarte, o Balearte, como se ha popularizado nombrarla entre las juventudes peruanas, es mentado cual villano de thriller en todos los bloqueos que atravesamos en el recorrido de 340 kilómetros que separan las ciudades de Cusco y Juliaca. En el recorrido, que en circunstancias normales podría realizarse en 6 horas y que ahora, en el epicentro del estallido social peruano, nos tiene varados casi a la mitad del camino después de 8 horas de viaje, se atraviesan, entre otras, las comunidades de Huaro, Cusipata, Combapata, Sicuani, Tinta, Checacupe.
Mi pasaporte y credencial de prensa circulan de mano en mano junto con las de El Catalán y Hugo, por entre los pobladores de Combapata. José espera en el auto con el rostro congelado en una mueca que raya entre el fastidio y el espanto. Después de una revisión bastante somera, nuestras credenciales nos son devueltas y el camino vuelve a abrirse ante nosotros.
Cae la tarde mientras avanzamos por los caminos derruidos que atraviesan la cordillera andina. El frío arrecia. En los costados de la vía enverdece el horizonte una interminable fila de cerros robustos de ceño fruncido y faldas mordidas por los pequeño cultivos de maÍz en terraza. Al mirarlos se alejan, como si la lejanía intentara absorberlos. Aunque demasiado viejos para desconfiar, ellos también parecen observar nuestro paso al acercarnos a la ciudad de Juliaca.
“¿Oíste? Estos ya no son perdigones, guevón, esto es bala”. Hugo está de pie a poco mas de un metro de mi. Encorvados, el tras una barda de concreto agujerada y yo tras un poste de luz, ambos tomamos fotografías mientras nos refugiamos del sinfín de objetos que cruzan veloces el espacio. Apenas escucho la voz que me llega lejana tras su máscara de gas y el ruido de la multitud furiosa que lanza vituperios a las fuerzas del orden. Por todos lados, en las inmediaciones del aeropuerto, se escuchan estallidos. Bajo el cielo azul, ennegrecido ahora por el humo de combustible y llantas quemados, vuelan todo tipo de proyectiles, desde piedras lanzadas con hondas, bombas molotov, cohetones y palos, hasta bombas lacrimógenas y perdigones.
Helicópteros de la policía merodean incesantes vigilando desde las alturas, algunos pobladores de Juliaca aseguran que desde ellos lanzan también bombas lacrimógenas, apuntando no solo a la muchedumbre embravecida sino al interior de las casas que rodean la explanada aeropuortuaria. Los enfrentamientos se dan en casi todos los puntos aledaños a la pista de aterrizaje de la terminal aérea; las calles que no son escena de enfrentamientos lucen desoladas y sus puertas están cerradas. Minutos atrás, mientras caminaba por una de las pequeñas calles en dirección a otro punto de enfrentamiento, una mujer se quejaba desde su ventana de la imposibilidad de respirar al interior de su hogar, el gas se colaba por las rendijas y asfixiaba a su familia. “no me interesa”, le respondía un policía que caminaba agobiado con el casco en la mano.
La furia de la horda parece aumentar, algo ha pasado, la primera línea se reagrupa, algunos retroceden corriendo, otros se resguardan tras paredes y escudos. Hay algo diferente en el ambiente. El silbido de una bala vuelve a pasar zumbando a unos metros de donde estamos parados dejando a su paso la estela helada de la fatalidad. “¿Escuchaste, guevón?, te digo que ya están tirando bala estos hijos de puta”.
Hay un muerto en Juliaca. La sangre escurre lenta del orificio oscuro perforado por una bala en su frente. Son las dos de la tarde. Como el día de ayer, los enfrentamientos se han sucedido sin pausa desde alrededor de las ocho de la mañana. La horda embravecida -ahora también desconsolada- en un movimiento nervioso y desorientado, se arremolina alrededor del cuerpo tendido en el suelo levantando una cortina de polvo amarillento. “Le han disparado en la frente, esto no puede ser, ¡malditos asesinos de mierda!”, grita un hombre de edad avanzada parado a un costado del cuerpo.
Un grupo de paramédicos limpia con una toalla la sangre de su rostro, le toma el pulso, presiona su pecho y golpea bruscamente sus mejillas a la espera de una respuesta. Nada, sus ojos abiertos ya no miran. El estallido de cohetes y bombas lacrimógenas se mezcla con los gritos desesperados de los congregados. Hace unos segundos, mientras un grupo de manifestantes lo alzaba alejándolo de la zona de enfrentamiento para dejarlo al auxilio de los paramédicos, el joven de sudadera rosa y paño verde al cuello parecía aún mirar a algún lugar concreto, balbucear algún impulso. Ninguno de los congregados notó el momento exacto en el que la sustancia que animaba el cuerpo del joven Roger Rolando se deslizaba fuera de este hacia a algún lugar ininteligible, pero todos parecen darse cuenta, con pesadumbre, que hay un muerto en Juliaca. Aún no lo sabemos, pero en ese mismo momento, en distintos puntos de las inmediaciones del aeropuerto, caen al suelo, heridos o muertos de bala y perdigón, otros manifestantes. “¡Está muerto!, ¡nos están matando!, ¡asesina, Dina Asesina!” grita una mujer que mira agitada de un lado a otro. A toda velocidad llega por fin el pequeño mototaxi encargado de llevar a los heridos a la posta médica Jorge Chávez, la más cercana, que está a solo un kilómetro del lugar.
Los paramédicos y otros voluntarios suben el cuerpo de Rolando al vehículo, atribulados, con la esperanza de errar en su certeza sobre el destino de este. Mas heridos comienzan a llegar cargados por manifestantes que una vez dejándolos se dan media vuelta y vuelven al sitio de enfrentamiento. Los mototaxis se los llevan rápidamente a la clínica de salud.
Entre quienes intentaban animar el cuerpo de Rolando y asisten a los heridos que llegan está el médico interno Marco Antonio Samillán, quien unas horas más tarde figurará en la lista de 17 personas asesinadas por impacto de proyecitl durante las protestas de esta tarde en Juliaca.
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