En el debate sobre libertad de expresión todas las posturas mencionan al periodismo, pero ninguna se centra en su valor. No defienden lo que importa: el periodismo que incomoda, el periodismo que no se confunde con tuits editados; el periodismo bien hecho, documentado, corroborado, verificado y riguroso, realizado al servicio de todos
Twitter: @luoach
Se ha hablado mucho sobre la libertad de expresión estos días, desde el desplegado publicado por Roger Bartra y Francisco Valdés Ugalde, donde responsabilizan al presidente por el daño que hace a los periodistas con su estigmatización a la prensa, hasta la entrevista al exministro José Ramón Cossío Díaz donde ahondan en el mismo tema. Para terminar de aderezar el debate, el tuitero @vampipe se volvió trending topic después de publicar un video editado donde hizo parecer que el presidente se burlaba de las masacres. Después del revuelo se escudó tras una justificación: no ser periodista.
En este tema hay tres conceptos que se relacionan, de manera cada vez más frecuente, pero no son lo mismo: libertad de expresión, información y periodismo. La libertad de expresión se refiere al derecho para expresarnos, opinar, hablar, discutir, debatir. La información es el conocimiento que permite precisar lo que sabemos sobre una materia. Y el periodismo, que busca información de relevancia pública para hacerla accesible, existe gracias a la libertad de expresión. Es en el último en el que me quiero enfocar.
Según el reconocido trabajo del Premio Nobel de Economía Amartya Sen, el poder de difundir la información a la población puede server, incluso, para derrocar dictadores. Pero no toda la información publicada en internet es periodismo. El simple hecho de comunicar no es periodismo. Hacer una entrevista a modo en un medio de comunicación a un amigo para impulsar su plataforma política no es periodismo.
Cada vez se confunde más la opinión de alguien en redes sociales, el trolleo de un grupo de YouTubers o un foro de discusión sobre teorías de la conspiración con periodismo. Todos los anteriores existen por la libertad de expresión, pero ninguno de ellos informa. La misión del periodismo es encontrar información que sirva a la población o que la población tenga derecho a conocer, corroborarla y ponerla al alcance de la gente. El periodismo, a diferencia de los otros ejemplos de expresión, es un servicio público y como tal tiene una responsabilidad moral.
Esta responsabilidad moral me ha servido como brújula a lo largo de mi carrera como periodista. Pero aún teniendo claros los propósitos y el por qué de lo que hago, esta labor no está exenta de dilemas éticos.
Aprendí a reportear, propiamente, en el Bronx. Años antes había logrado identificar dos pasiones que han sido ejes rectores en las decisiones profesionales de mi vida: entender y narrar. Por un lado, entender las políticas, decisiones, fallas o errores que dan pie a las injusticias. Y por el otro, narrar esa explicación para entender y contribuir a cambiar lo que haya fallado en primer lugar.
Quería rastrear y desentrañar los por qués y los cómos de los mecanismos que llevan a las injusticias –desde las cotidianas hasta las grandes; desde el acceso desigual a un tratamiento de salud hasta una masacre—y después explicarlas. Narrar la génesis de la injusticia –por negligencia, ineptitud o por saña– como método para exorcizarla.
Así fue como llegué a participar en un proyecto de periodismo de investigación en el Bronx donde un equipo de reporteros documentamos los abusos de un arrendatario en 10 de los edificios que rentaba. La mayoría de las irregularidades eran violaciones menores, aunque no por eso menos importantes, como: reusarse a renovar la pintura que se descarapelaba de las paredes, prometer (sin cumplir) que mandaría fumigadores para arreglar el problema de infestación de cucarachas o dejar las ventanas de los inquilinos rotas. Las más graves incluían dejar sus edificios sin calefacción durante los cinco meses de invierno, aún en las nevadas y temperaturas bajo cero grados centígrados y haber instalado un cuarto de lavado sin los requisitos necesarios, causando que el piso se colapsara hasta el nivel inferior.
Nuestra idea era recolectar suficientes pruebas, testimonios, documentos y fotografías para enseñar las condiciones en las que vivía la gente. Y que la fuerza de la información fuera suficiente para empujar a la autoridad hasta que interviniera en proteger a los inquilinos, ya que eran suyos lo derechos que estaban siendo violentados.
Ahí conocí a Anabel, una jovencita de 22 años con un bebé de cinco meses y una niña de dos años. Venía de República Dominicana y había llegado a Nueva York sin papeles. Por el miedo a ser deportada y los pocos recursos que tenía, rentaba una bodega del sótano del edificio. El dueño del edificio había adaptado la bodega como departamento. Sabiendo que Anabel no reclamaría sus abusos por miedo a represalias contra ella, el arrendatario tenía el departamento en condiciones espantosas. El techo de su recámara estaba colapsado, el baño tenía una inundación que viene y va, pero ha llegado a tener 20 centímetros de profundidad y tenía una infestación de cucarachas fuera de control; los insectos caminaban por las paredes mientras platicábamos con Anabel en el cuarto donde dormía con sus hijos.
Fue la primera vez que sentí culpa por invadir la privacidad y la intimidad de alguien que, con trabajos, dudas y miedo, nos invitó a pasar. Sentí culpa porque, a pesar de que creo en la importancia del periodismo y su capacidad para generar cambio, no podía ofrecer garantías de que nuestra serie de reportajes se tradujera en un cambio de sus circunstancias. Sentí culpa porque ahí estaba yo, a donde nadie me había invitado, pidiéndole su historia a Anabel; su dolor; su incomodidad y su sufrimiento a cambio de la convicción que tengo en el poder transformador de la información.
En resumidas cuentas, me pregunté qué derecho tenía de estar ahí pidiendo tanto de ella sin poder prometer nada a cambio.
Como parte de la investigación después propuse que entrevistáramos al dueño de los edificios. Ninguno de nosotros lo conocía, pero después de ver las condiciones en las que vivía Anabel yo había aprendido a detestarlo. Quería saber cómo alguien era capaz de rentar departamentos en esas condiciones y dormir por las noches.
Ved Parkash resultó ser una sorpresa. Él mismo era un inmigrante. Venía de India y tenía una historia trágica también. Después de vivir en cuartos como los que ahora renta, su esposa lo alcanzó. Una vez en Nueva York ella se enfermó y murió sin acceso a tratamientos de salud. Viudo y sin dinero, Parkash trabajaba en lo que podía hasta que logró ahorrar suficiente para comprar una casa, donde vivió con su nueva esposa y sus hijos. Al paso del tiempo amasó una fortuna con la que se convirtió en dueño de varios edificios que ahora sus hijos administran.
Reportaendo, también aprendimos que los juzgados de vivienda específicamente en el Bronx suelen favorecer a los arrendatarios, no a los inquilinos, lo que hace difícil lograr un cambio sistemático por esa vía.
Semanas después publicamos los reportajes y, colectivamente, dejamos esas historias atrás. Nunca volví a hablar con Anabel.
Un año después, un grupo de 40 inquilinos de ese mismo edificio presentó una demanda contra Parkash, quien apenas hace un año salió en las noticias como uno de los arrendatarios que más desaloja inquilinos en Nueva York. A la fecha, Parkash sigue siendo propietario y responsable de miles de departamentos en el Bronx. De lo que sé, a través de los pocos medios locales que cubren el Bronx, la demanda colectiva sigue en litigio. Espero que Anabel viva en otro sitio.
A pesar de que muchas cosas siguieron aparentemente igual, sigo creyendo en el poder de haces accesible la información que es de relevancia pública; en la capacidad de demostrar una injusticia documentando la experiencia de los afectados y rastreando el origen del problema. No sé bien si tuvo algún impacto, si los abogados que representaron a los inquilinos supieron de los abusos por nuestros reportajes o si los mismos habitantes de ese edificio encontraron fuerza en saber que muchas de sus desgracias eran compartidas.
Las dudas que empezaron ese día continuaron hasta convertirse en una constante de mi trabajo. Vuelven a aparecer cuando le pido a una mujer que me comparta la historia de la muerte de su hijo por negligencia médica en un centro de detención o cuando viajo a un pueblo del centro de México para intentar averiguar qué llevó al asesinato de un periodista. ¿Qué derecho tengo de inmiscuirme en la historia de alguien sin poder garantizar un cambio?
Ese cuestionamiento ético es el que me recuerda la responsabilidad moral de lo que hago. Ser periodista es aprender a vivir con una incomodidad constante. Cuando cubro una historia lo hago porque creo que es relevante para la sociedad y la publico cuando me parece tener suficiente sustento para respaldarla.
El debate de esta semana, entre libertad de expresión, tuiteros desinformando, desplegados responsabilizando justificadamente la actitud denigrante del presidente a la prensa, tiene un tema de fondo: todas mencionan al periodismo de alguna manera, sobre todo para probar sus propios puntos, pero ninguna de estas posturas se centra en el valor del periodismo. Se pierden en su propia polarización sin detenerse a defender lo que importa: el periodismo que incomoda, el que nos hace cuestionarnos; el que documenta asuntos públicos y los comunica al público; el que nos recuerda todo el tiempo la responsabilidad moral que conlleva. El periodismo que no se confunde con tuits editados o debates de conspiraciones en blogs; el periodismo bien hecho, documentado, corroborado, verificado y riguroso, realizado al servicio de todos.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona