Las y los pacientes en los hospitales tienen historias que la estadística no revela. Los números oficiales tampoco cuentan las violencias de un sistema social y salubre desigual. En el contexto de covid-19 hay que repensar las enfermedades desde las historias de las personas que más han sido violentadas estructuras políticas y económicas
Texto: Manni Dhillon* / @OrizabaPocus
María habla poco a su ingreso al módulo aislado en uno de los muchos hospitales de este país que han atendido de forma prioritaria a personas afectadas por covid-19. Me mira de reojo cuando la saludo y empiezo la entrevista médica. A pesar de mi overol blanco, bata quirúrgica, dos pares de guantes, mascarilla, lentes y gogles empañados, me es evidente que sus palabras intentan superar el miedo. Al preguntarle sobre sus antecedentes de enfermedades, inicia la historia.
Me cuenta que vivía en Estados Unidos hasta hace poco donde le diagnosticaron un cáncer en la columna vertebral e inició quimio y radioterapia. Tuvo que regresar a México abruptamente, estaba tramitando su cita con oncología en el IMSS cuando inició la contingencia sanitaria y todo se aplazó. Ahora ha tenido fiebre y tos, en su municipio hay varias personas con infecciones por coronavirus y por ese motivo la enviaron a nuestro hospital regional.
Me cuesta hacerle la siguiente pregunta, anticipando su respuesta: “¿Doña Mari, sabe si su cáncer se ha ido a otra parte del cuerpo?”, “No sé”, me contesta y agacha su mirada. “Bueno”, le digo, “a ver qué podemos hacer”. Me entra una tristeza profunda. Sé que será casi imposible que atiendan su mayor preocupación mientras está en condiciones de aislamiento por el sistema de salud enfocado en covid-19. Pienso en lo que eso podría significar si sus síntomas son por coronavirus. Todos nuestros pacientes tienen narrativas que la estadística no cuenta.
Detrás de los números que predominan en el discurso oficial, existen decisiones y objetivos políticos. Presentan las estadísticas como verdades universales: tasa de mortalidad china; tasa de infección en los Estados Unidos; porcentaje de progresión a estado grave de la enfermedad; disponibilidad de camas. Son herramientas ideales para narrativas unidimensionales. Pero, hay números dentro de esos números que desalambran a una mentira nefasta que una y otra vez se ha ocupado durante esta pandemia -que la experiencia de la salud y la enfermedad son universales así como lo son la disponibilidad y calidad de cuidados. Si miramos los detalles, dentro de “una sola pandemia”, han existido historias totalmente divergentes.
El Instituto Nacional de Pueblos Indígenas reportó que hasta el 24 de junio, la tasa de mortalidad de covid en personas indígenas de Puebla era de 24.1%, comparado al 11.2% reportado ese mismo día por la Secretaría de Salud de Puebla para la población en general. Asimismo, el Centro de Estudios de Población y Desarrollo de la Universidad de Harvard ha revelado que la tasa de mortalidad en jóvenes negras y negros entre 25 y 34 años de los Estados Unidos ha sido 7 veces más elevada que la de jóvenes blancas y blancos hasta el mes de junio. Esas brechas enormes se reflejan de forma casi parecida en la población latina e indígena. Aún así, se sigue hablando de una enfermedad que como regla, casi no mata a jóvenes.
El primero de julio el New York Times divulgó que en Nueva York, durante abril, los pacientes en algunos de los hospitales comunitarios tenían una probabilidad de fallecer 3 veces mayor que pacientes en los hospitales privados, por lo menos desde los datos recolectados en 3 docenas de hospitales. La mayoría de las y los muertos son de colonias marginadas cuyos habitantes son obligados a seguir laborando durante la pandemia debido a que se les cataloga como “trabajadores esenciales” mientras muchos de los residentes adinerados de Manhattan han podido huir de la ciudad y evitar infectarse.
Las circunstancias de fallecimientos reportadas en los hospitales de infraestructura limitada de Nueva York no son muy diferentes a la realidad silenciada de los hospitales mexicanos: desconexiones de ventiladores que no se detectan por la falta de trabajadores de salud; oxigenación baja en pacientes que se quitan sus mascarillas de oxígeno sin supervisión adecuada; ventiladores sin los modos que permiten un tratamiento óptimo; la imposibilidad de cambiar a los pacientes a posturas que favorecen una mejor oxigenación por la ausencia de personal para moverlos en sus camas; medicamentos y materiales faltantes.
El 3 de julio, mientras preparaba mis cosas para salir de turno, leí una nota publicada en El Universal, la cual citaba la cifra de un 55% en desocupación de camas a nivel nacional. Al mismo tiempo, escuchaba la voz desesperada de una de nuestras enfermeras en la radio que las y los médicos de mi servicio ocupamos para comunicarnos con nuestros compañeros dentro del módulo aislado. Estaba reportando por tercera vez a su jefa que no podía enchufar el monitor cardiaco de uno de los pacientes ya que se estaba improvisando un espacio adicional para esa cama.
El día anterior, pasé aproximadamente 40 minutos en ese módulo con el apoyo de otra enfermera, buscando un borboteador que podría conectarse adecuadamente a la toma de oxígeno detrás de la cama de nuestro paciente; al mismo tiempo, también, una manga que podría enchufarse a su monitor cardiaco para tomarle la presión. Cuando por fin decidimos mejor mover su cama a otro espacio para que se le pudiera administrar oxígeno, pasó mi colega para avisarme que el monitor de ese espacio es disfuncional. Luego, regresó a batallar para dar tratamiento emergente a un paciente recién ingresado con una presión peligrosamente elevada. Después de 3 peticiones para conseguir los medicamentos indicados a través de la misma radio, se nos avisó, “no hay en el hospital”. Las camas no curan a los pacientes, tampoco a quienes tienen la posibilidad de acceder a ellas. Las y los demás, no entran ni siquiera en la estadística fallida. Las evidencias de nuestras experiencias vividas, tampoco caben en los discursos gubernamentales.
Cuestionado por el número elevado de decesos en México hasta la fecha, el subsecretario de salud, el doctor Hugo López Gatell, respondió hace poco que las personas fallecidas: “no fallecieron porque estuvieran saturados los hospitales, fallecieron porque el covid-19 les quitó la vida. Pero no olvidemos a quienes les quitó la vida: a adultos mayores, a personas con enfermedades crónicas, como hipertensión, diabetes, obesidad, causadas por una dieta basada en productos industrializados de altísimo nivel calórico y bajo nivel nutricional. Y no olvidemos tampoco que el mayor consumo de refrescos, por ejemplo, está entre la población con menores ingresos”.
¿Será la lógica entonces que esas muertes valen menos? ¿Son culpables de sus propias muertes quienes sufren los estragos de un sistema profundamente insalubre y desigual?
Hace más de dos meses, dejé de seguir los números “mexicanos”. Decidí desviar la mirada de los reportes matutinos del gobierno federal y de la estadística local, cuando vi que el número reportado de muertes semanales en mi municipio no correspondía a los fallecimientos reportados por mis colegas durante una sola guardia. No me sirven para mitigar el dolor de ver a mis pacientes batallando para respirar y saber que en mi hospital pocos sobreviven a un cuadro grave de infección por coronavirus. No me ayudan a reconciliar la disyuntiva entre mis intentos de acompañar el miedo de mis pacientes con un “aquí te vamos a cuidar” y las pocas posibilidades que tenemos para hacerlo.
No reducen mi frustración y cansancio al sólo tener unos cuantos monitores cardiacos para una sala llena de pacientes con alto riesgo de presentar insuficiencia respiratoria en cualquier momento. Los números no me apoyaron para que María pudiera acceder al tratamiento oportuno para su cáncer desatendido. Tampoco me ha acompañado la estadística diaria en hacer algo respecto a las condiciones sociales dentro de las cuales la mayoría de mis pacientes afectadas y afectados por coronavirus, tratan de sobrevivir. El análisis de “grupos de riesgo” no ha resultado en un gobierno o sector salud que fortalezca la salud preventiva reduciendo la destrucción ambiental o haciendo que los servicios de salud estén siempre disponibles en las comunidades más marginadas del país.
Hoy, las curvas de aplanamiento que se presentan como la clave para manejar la contingencia sanitaria, no me sirvieron para explicarle a la hija de una de nuestras pacientes que su madre necesitaba ser intubada y conectada a un ventilador, o a sostener la radio mientras ella, entre lágrimas, le dedicaba lo que sospecho serán las últimas palabras que compartirá con la mujer que le dio vida. Entonces me pregunto, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida para entender la salud y la enfermedad?
Llevo diez años como médica urgencióloga, de residente y luego adscrita de una institución de salud, siendo testigo las múltiples historias dentro de la sala de urgencias. En ella, me ha tocado atender a familiares de desaparecidos quienes fueron diagnosticados con simples ataques de ansiedad. Otros pacientes que no tenían dinero, ni siquiera para comprarse sus alimentos a la salida del hospital. Mujeres brutalizadas físicamente, emocionalmente o sexualmente por sus parejas sentimentales u otros familiares hombres, a quienes tuve que dar de alta sin ninguna seguridad de apoyo posterior. Personas con VIH que ya no recibían sus medicamentos porque se habían desabastecido o porque perdieron su seguro de salud junto con su empleo. He visto la sala de urgencias llena de pacientes con complicaciones irreversibles de diabetes. Hombres con complicaciones terminales por dependencia crónica de alcohol. Personas que murieron, muchas. Y muchas que no lo hubieran hecho en otras circunstancias, si tuviéramos un sistema de salud integral. Detrás de ellas y ellos, se asoma la serie de lesiones en el sistema y país que han resultado en su ingreso hospitalario.
Hasta la fecha nunca he visto una clase o cátedra sobre la interrogación médica en la cual se plantee que las y los trabajadores de salud entendamos y nos involucremos en el reparo de las lesiones y violencias sistémicas que están manifestándose como enfermedades en los cuerpos de nuestros pacientes, y también los nuestros. En las salas de urgencias, los hospitales y clínicas -con pocas excepciones- la comunidad y el origen colectivo de la enfermedad, no tienen cabida. La guerra contra la enfermedad se lleva a cabo en el lugar-cuerpo individual – sin nombres, sin pasados, sin un entendimiento de cómo el tejido social tuvo que ser lastimado para que esa persona llegara a nuestra atención.
Por eso, junto con mi rechazo al anclar mi quehacer en números, tampoco quiero usar los términos “población vulnerable” o “grupos de riesgo” así como el lenguaje de la guerra que habla de “daños colaterales”. Quiero limpiar mi concepción de la salud de los conceptos universales y números suavizantes y peligrosos que ocupa el sistema para justificar y ocultar su propia violencia.
La pandemia nos pone en un momento crítico para repensar las enfermedades desde las historias de las poblaciones y personas que más han sido violentadas por esos síntomas de las estructuras políticas y económicas que constituyen nuestra “normalidad”. Hay que buscar la vida que los números dictados desde el poder no nos permiten mirar. Y desde ahí, ojalá, empezar a sanarnos.
*La autora es médico urgencióloga, integrante de la Brigada de Salud Comunitaria 43.
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