El proceso electoral en Venezuela atrae las miradas de todo el mundo, pues en las urnas, se dice en las calles de Caracas, no sólo se juega el refrendo de uno de los últimos proyectos anti-imperialistas de la historia, sino también, un faro de la izquierda latinoamericana
Texto y fotos: Alejandro Ruiz
CARACAS, VENEZUELA. – En octubre de 2012, frente a miles de personas, el entonces presidente de Venezuela, Hugo Chávez, encabezó un mitin de su campaña a la reelección y terminó su discurso con la siguiente consigna: “No es la candidatura de Hugo Chávez, es la candidatura de la revolución, es la candidatura del futuro, es la candidatura de Venezuela, es la candidatura de la patria. ¡Los que quieran patria, vengan conmigo!”.
Días después, el 7 de octubre, Chávez ganó la elección con el 55 por ciento de los votos. Es decir, más de 8 millones de votantes. Seis años atrás, en su primera reelección, Chávez había conseguido 60 por ciento de los votos.
Pero al siguiente año, en 2013, murió de cáncer. Al mando de la revolución -y por decisión del propio Chávez- quedó su vicepresidente, Nicolás Maduro, quien gobernó de 2013 a 2019, cuando se reeligió por primera vez para ampliar su mandato hasta 2024.
Hoy, 25 años después de iniciado el primero gobierno de Chávez, Maduro aspira a continuar al frente de la Revolución Bolivariana en una Venezuela que apenas se está recuperando de un bloqueo económico y una crisis política provocada –entre otros factores– por los partidos de oposición que reiteradamente han llamado al intervencionismo de los Estados Unidos para “rescatar al país de la dictadura”.
Pero también, está crisis se da en medio de grandes contradicciones al interior de su partido y del gobierno que, día con día, parecen alejarse del proyecto original del chavismo y la Revolución Bolivariana. Cada día se promueven más medidas económicas más cercanas a la liberalización y la privatización, que al horizonte de la Comuna-Estado.
Sin embargo, una derrota implicaría el regreso de una derecha alineada a los Estados Unidos, y que en ocasiones anteriores ha promovido intentos de golpe de Estado. Sería la misma facción política que, desde 2002, intentó un golpe de Estado al gobierno democráticamente electo de Hugo Chávez, o que en 2017 proclamó como presidente a Juan Guaidó, desatando una ola de violencia en el país.
“Si no quieren que Venezuela caiga en un baño de sangre, en una guerra civil fratricida producto de los fascistas, garanticemos el más grande éxito, la más grande victoria de la historia electoral de nuestro pueblo”, dijo Nicolás Maduro en uno de sus últimos mítines de campaña, y la historia parece darle la razón.
Pero, lo que está en juego va más allá de las fronteras de la nación. Una derrota de Maduro sería, también, la derrota de uno de los últimos proyectos en todo el. mundo que se asumen socialistas. Una derrota moral para la izquierda en tiempos donde el fascismo parece resurgir, no solo en Europa, sino también en América Latina, donde las alternativas parecen acotarse más en progresismos que, mientras aseguran un mejor reparto de la riqueza, siguen pactando con los Estados Unidos y las empresas transnacionales, sin proponer, en realidad, otro modelo distinto al del capitalismo.
¿Tiene Maduro la capacidad para reencauzar un proceso que parece navegar entre la nostalgia, las contradicciones y la radicalización? ¿Puede Venezuela regresar a la bonanza de los años de Hugo Chávez, y con esto, seguir siendo el faro de la izquierda latinoamericana? o, sencillamente, estamos atestiguando el fin del chavismo y la Revolución Bolivariana.
Lenin y yo manejamos un Ford entre las calles de Caracas. Platicamos del fútbol, concretamente del partido de la Copa América donde Venezuela ganó 1 a 0 a México. Su teléfono no deja de sonar, y a cada tanto, Lenin revisa sus mensajes y responde con audios.
“Coño, tú eres un arrastrado mamahuevo. Aquí la cosa está muy clara: si no quieres construir la Patria, vete, pero yo aquí me voy a quedar”, dice en una de sus respuestas en un grupo de whatsapp donde, junto a otros venezolanos, hablan sólo de fútbol.
“Este weón no entiende que en Venezuela la revolución se defiende, marico. Estábamos hablando de la vino tinto, y el muy hijueputa comenzó a decir que todo era culpa de Maduro. La camiseta nos une, pero la patria nos divide”, agrega.
La historia de Lenin es particular. Primero quiso ser futbolista profesional. Incluso jugó en las reservas del equipo de su ciudad, Caracas. Después, por años, intentó ingresar a trabajar a PDVSA, la empresa petrolera del Estado. No lo logró, dice, “porque ahí solo entran los que tienen contactos, es una rosca weón”.
Su frustración laboral no lo detuvo, y Lenin usó otra de sus habilidades para obtener un ingreso: los idiomas.
“Yo hablo inglés, castellano, francés y portugués. Todo lo aprendí en la educación pública, en el sistema revolucionario. Después empecé a trabajar como traductor, me afilié a la Central, y traduzco en eventos internacionales”, presume.
En su currículum Lenin tiene grandes referencias: fue traductor ante una delegación de trabajadores en foros de la Organización Internacional del Trabajo, y también ha viajado a otros países para hacer esta función. La Central de la que hablamos es la Central Bolivariana Socialista de Trabajadores y Trabajadoras de la Ciudad, Campo y Pesca de Venezuela, el lugar al que nos dirigimos en su automóvil.
Lenin me cuenta la historia de la Central, la cual nació en 1999, después de Hugo Chávez, al tomar posesión como presidente, impulsara un proceso Constituyente para que el pueblo diseñara una nueva constitución. Ese año, Chávez instruyó a un diputado, que antes fue camionero, para que condujera el proceso de diálogo con las trabajadoras. Ese diputado era Nicolás Maduro.
“Esa vaina de que Maduro es alguien sin experiencia, la fabrica la oposición. Pero también la parte racista y clasista dentro de la Revolución. Maduro está desde el inicio, pero les molesta que un obrero ahora sea presidente. Ellos hubieran preferido a un intelectual, pero se les olvida que fue Chávez quien lo eligió a él para ser el relevo, porque el Comandante lo tenía claro: la Revolución es del pueblo, de los trabajadores”, reflexiona Lenin.
Wills Rangel comparte esta opinión. Wills es presidente de la Federación de trabajadores petroleros de Venezuela, y quien también preside la Central Bolivariana. Él continúa la historia, mientras hablamos en sus oficinas, ubicadas en un centro recreativo con alberca olímpica y cancha de tenis. En las paredes, fotografías de Hugo Chávez, Augusto César Sandino, el Ché, Fidel y hasta Emiliano Zapata, dan la mística de un lugar de combatientes.
“Aquí somos revolucionarios”, dice Wills, quien accede a la entrevista mientras la Central prepara las movilizaciones para el cierre de campaña de Nicolás Maduro.
“En ese entonces (1999) nosotros entramos al proceso constituyente para impulsar la unidad de los trabajadores. Ahí decidimos crear una estructura que permitiera pelear por los derechos de los trabajadores. La llamamos, primero, la Organización Nacional de Trabajadores (ONT), que más que una Central, era un espacio que congregaba a distintas corrientes revolucionarias”, explica.
Luego del intento de golpe de Estado de 2002, donde la Central de Trabajadores de Venezuela, afín a la oposición, operó para derrocar a Hugo Chávez, el entonces presidente ordenó la consolidación de la Central como un espacio de contrapeso que tendiera puentes con la clase trabajadora. De nuevo, el encargado de encauzar el proceso fue Nicolás Maduro.
La ONT no pudo consolidar el movimiento obrero en Venezuela, y poco a poco se diluyó el sueño de una gran central de trabajadores. Sin embargo, en 2009, y con la experiencia adquirida en los años previos, una coyuntura abrió el camino para lo que Chávez llamó “la unidad de la clase trabajadora”.
Ese año, recuerda Wills, dentro del sector petrolero convocaron a elecciones generales para la renovación sindical. Para ese entonces, la industria del petróleo era el principal pilar económico de Venezuela, y por ende, los trabajadores de este sector, y sus sindicatos, eran un espacio clave para consolidar la Revolución Bolivariana.
Wills recuerda esto:
“En 2009 se convocó a un proceso de elección desde las bases en el que ganamos la mayoría de los trabajadores que estábamos con la Revolución. Nos hicimos de la Federación petrolera, y a partir de este proceso otros 16 sectores fueron renovando su dirigencia sindical. Entonces, después de ese proceso, los trabajadores de Venezuela le solicitamos al Comandante Chávez que promoviera una nueva Ley Orgánica de los trabajadores. El Comandante estuvo de a cuerdo, pero siempre y cuando el proceso para crear esta ley viniera desde las bases, y no fuera una ley hecha por un buffet de abogados. Aceptamos”.
Para hacer la ley, Hugo Chávez instruyó la creación de una comisión presidencial. El encargado de darle cause fue, de nuevo, Nicolás Maduro, en ese entonces canciller.
La comisión instruyó una consulta en la que no sólo participaron los trabajadores organizados de Venezuela, sino hombres y mujeres de todos los demás sectores: jóvenes, indígenas, movimientos sociales. Al final, la consulta recogió casi 21 mil propuestas que dieron cuerpo a la nueva Ley Orgánica de Trabajadores que, entre otras cosas, logró una progresividad en el aumento salarial, mejores prestaciones, y también, mecanismos que aseguraran la democracia sindical.
“Nosotros llegamos a tener uno de los mejores salarios de Latinoamérica durante el gobierno de Chávez. Este beneficio también fue producto de la consolidación del Bien Vivir, la política del Estado de Bienestar que desde esos años está a rango constitucional”, recuerda Wills.
Sin embargo, después de la muerte de Chávez los Estados Unidos, junto a la oposición venezolana, llamaron a recrudecer las sanciones económicas. El objetivo, reflexiona Wills, era aprovechar la pérdida del líder moral de la Revolución y acentuar las contradicciones.
Bloquearon las operaciones comerciales de PDVSA, congelaron las cuentas del Estado venezolano, eliminaron las concesiones a subsidiarias que compraban medicamentos y alimentos. Aislaron económica y políticamente al país.
“Pero Maduro estaba al frente, nuestro presidente obrero, y con él, toda la clase trabajadora consciente de que la Revolución es un proceso, y que había que aguantar la embestida del imperialismo”, añade Wills.
En 2017, Venezuela llegó a un punto máximo en el bloqueo. Algunos les llaman «los años malditos», y la afirmación no es menor.
La miseria provocada por el bloqueo y las sanciones económicas pegaron duro en la vida diaria de los venezolanos. No había comida, dinero, gasolina, no había nada.
La gente sobrevivía con lo que tenía, cuando un par de años atrás la bonanza del petróleo les daba todo, y financiaba el proyecto socialista y las misiones de vivienda, salud y educación gratuitas. Nadie iba a renunciar a ese derecho, aunque muchos decidieron irse del país para buscar una vida mejor, encontrando peligros en la selva del Darién, o discriminación en Ciudad de México y los Estados Unidos.
Sumado al bloqueo, la oposición venezolana comenzó a ganar terreno en la Asamblea Nacional al afirmar en sus campañas que la crisis fue provocada por el gobierno de Hugo Chávez, sin mencionar que ellos pidieron la intervención de los Estados Unidos, y también, bloqueando políticas de recuperación económica.
Congelaron, por ejemplo, el financiamiento a PDVSA. También las ventas de combustible. Llevaron el país a la quiebra, mientras que el Estado Venezolano se negó a cancelar sus programas prioritarios.
«Maduro demostró su capacidad de dirección. Él soportó todo este ataque a la producción bolivariana por parte del imperio y de sus lacayos criollos que se hacen llamar oposición. Nos ganaron la Asamblea Nacional, mintiéndole al pueblo, diciéndoles que ellos tenían la solución a la crisis que ellos mismos provocaron. Bloquearon, junto a los Estados Unidos, la importación de refacciones para las refinerías. Fue difícil, pero los trabajadores no nos dimos por vencidos: la Revolución es nuestro proyecto, y lo vamos a defender hasta la muerte», recuerda Wills.
Entre las concesiones que los trabajadores aceptaron para apoyar la economía nacional estuvieron la reducción de sus salarios por debajo del mínimo, y también, el recorte de prestaciones. En vez de eso, el gobierno les daba bonos mensuales con una moneda devaluada que, en las calles, servía más como adorno que como un tipo de cambio.
«Aceptamos esto porque el Estado de Bienestar establece que no vamos a ganar menos de lo que nos haga vivir bien, siempre y cuando las condiciones económicas estén. Y en ese momento, no estaban», recuerda Wills.
La economía venezolana, de facto, se dolarizó. Y también, al interior del gobierno, se destaparon casos de corrupción, concretamente en PDVSA.
Junto a esto, la declaratoria de Obama en que Venezuela era una amenaza para sus intereses, y una pandemia global, el proyecto de la Revolución Bolivariana parecía llegar a su fin. Pero no fue así.
El esfuerzo del sector productivo en Venezuela sacó a flote la economía, cediendo concesiones que antes no hubieran ni imaginado. Por ejemplo de 400 dólares, el salario se redujo a 5. Los programas sociales pausaron o bajaron la intensidad de su aplicación, y otros, destinados a poblaciones vulnerables como personas que viven en la calle, simplemente se abandonaron.
«Hoy acá podemos comprar. El consumo se incentiva. La gente vuelve a salir a las calles, hay vida otra vez. Desde acá, también, sorteamos las contradicciones, y le decimos a Maduro que lo apoyamos, pero que necesitamos que mire a la clase trabajadora que siempre lo ha sostenido, y que no mire a otros lados», dice Wills confiado.
El cierre de campaña de Maduro demuestra eso: gente volcándose, de nuevo, a la Avenida Bolívar y otras siete calles principales del país para respaldar el proyecto.
Aunque otra, bastantes, ya no creen en el proyecto, o al menos no al que encabeza Maduro.
El sociólogo y analista político, Ociel Alí López define: «en Venezuela se perdió el sentido de la militancia, y en realidad, queda muy poco qué defender».
Quedamos de vernos en una plaza céntrica. Mientras platicamos, la gente camina sin preocupación. Los camiones pasan. La vida está en las calles.
–Esta plática no hubiera sido posible en 2017–, me dice, mientras platicamos de cómo fue vivir esos años acá.
–Esta es otra Venezuela– le digo.
–Sí, antes no hubiéramos podido sentarnos acá, porque o teníamos que buscar comida, o el ruido de la gente haciendo filas no nos hubiera dejado hablar– responde.
–¿A qué se debe esta renovación? ¿Por qué, de nuevo, la vida volvió a las calles?
–Si tú ves lo que pasó aquí con la economía, el gobierno de Milei se queda en pañales. Obviamente es una situación con motivos totalmente diferentes, pero es la misma cuestión: se recortaron los derechos y conquistas sociales, y eso, en un Estado con pretensiones sociales progresistas, significa que, ante los embates, no se pudo defender ni la más mínima conquista– analiza. –Antes teníamos que había unas clases altas que fugaban capitales de manera legalizada, y ahora tenemos una nueva clase que lo fuga de manera ilegal, pero el resultado es el mismo. (…) No acabamos con la corrupción, principalmente en la petrolera, de donde salían todos los fondos para financiar al Estado. En realidad, aunque fue un modelo económico que sigo defendiendo en su espíritu, la realidad es que el proyecto económico del Estado venezolano después de la Revolución se hizo un autoinfarto. El Estado bloqueó su propia economía.
Ociel es una persona que creció con la Revolución. Su critica estriba en los beneficios que el Estado venezolano obtuvo por el mercado ilegal del dólar, incentivado, en su lectura, por el propio Estado a través de falta de regulación y sanciones fuertes.
Todo esto, además, sumado a la poca disposición para barrer con la corrupción al interior de PDVSA, donde cuatro de sus últimos directores han sido acusados de corrupción y de desviar millones de dólares de las arcas de la paraestatal.
Para el sociólogo, el punto clave en la debacle económica del país está en los gastos excesivos en la distribución social, cuando los ingresos netos eran inestables. Y esa, afirma, es un asunto que Maduro no aborda en sus discursos.
«No es sincero. Yo, de verdad, preferiría que lo fuera, que nos dijera: ‘Saben qué, no hay plata’, a que le eche la culpa al bloqueo sin mirar las contradicciones, y seguir hablando de un proyecto socialista que ya no es».
Para Ociel Alí, Venezuela es un laboratorio que toda la izquierda de la región debería observar con cautela, pues refleja el punto débil de cualquier gobierno progresista, o revolucionario, en ésta época donde parece haber una nueva ola, «pero más tibia».
También es una prueba para mirar si se puede sostener a un gobierno después de una crisis y del aparente desplome de las conquistas sociales.
«La gente ya no está pensando en el proyecto. Los que todavía impulsan a Maduro lo hacen porque todavía tienen una lealtad, y es gente que viene del núcleo duro del chavismo. Pero es gente vieja, los jóvenes no se han sumado a este proyecto. En todo caso, creo que lo que la gente defiende es la estabilidad, y también, que no venga una ola de violencia u otro terremoto político. Hay otros que votarán por él, sencillamente para que no llegue la ultraderecha, pero gente que crea que este sigue siendo un proyecto de transformación, yo no veo. Es decir, no veo que alguien crea que Maduro va a resolver algún problema» .
El sociólogo es pesimista: ni Maduro, ni los candidatos de la oposición, encabezados por el conservador Eduardo González, realmente tienen una propuesta para la crisis.
El sentimiento anti-imperialista sigue perneando en el país, y aunque a veces se lea como un solo bloque, la realidad es que la derecha en Venezuela no está unida. Por un lado, María Corina Machado ensalza un discurso radical que rememora la violencia política de 2017. Por el otro, Eduardo González, es crítico con el gobierno, pero sin caer en los extremos.
La realidad, dice Ociel, es que parece que no hay alternativa en Venezuela.
«Nadie sabe cuánta gente va a ir a votar, porque en realidad nadie tiene la cuenta de cuánta gente hay en el padrón electoral. Hubo un apagón estadístico y no ha habido censo en más de 10 años. Además, la migración trastocó el país, y nosotros no tenemos una fotografía de lo que es eso. La realidad es que Maduro puede ganar con su maquinaria, pero con muy pocos votos, muy inferiores a los que obtuvo en 2018. La abstención parece que prevalecerá».
Al final, esta quizá será una victoria para Maduro, pero con un amargo sabor a derrota del que debe aprenderse y, como alguna vez dijo Darwin: renovarse, o morir.
«La gente, más bien, cree en ella: son las personas las que resolvieron la vida, no el gobierno o la oposición. Y eso se va a ver en esta elección (…) Aquí se eliminó la política como opción. Los sectores populares ya no se sienten atraídos por ninguna opción. Ya no hay un debate político, y ya no participan en política, y si van a participar, es más por arrechera que por construcción de algo. La tarea del chavismo ahora, para rescatar el proceso, es verle la cara a la gente decirle por qué fallaste».
La reflexión de Ociel recuerda el momento inicial del chavismo, cuando en 1992 Hugo Chávez, tras ser derrotado en su primer intento por hacerse del poder mediante la vía armada, dijo ante la televisión mientras lo arrestaban: «Asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano. (…) El país tiene que enrumbarse hacia un destino mejor».
Periodista independiente radicado en la ciudad de Querétaro. Creo en las historias que permiten abrir espacios de reflexión, discusión y construcción colectiva, con la convicción de que otros mundos son posibles si los construimos desde abajo.
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