La reconfiguración geopolítica de 2025

28 diciembre, 2025

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2025 se caracterizó por el ascenso de un orden global basado en el poder unilateral y la extrema derecha, lo que generó crisis migratorias, guerras por recursos y violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, este proyecto enfrentó una resistencia masiva y multifacética, que desde las calles, los mares y las urnas cuestionó sus fundamentos y defendió la soberanía y la dignidad colectiva

Texto: Redacción Pie de Página

Foto: NASA/Tim Kopra

CIUDAD DE MÉXICO. – El año 2025 se consolidó como un punto de quiebre en la historia moderna, un periodo definido por la aplicación explícita y unilateral del poder duro, la reingeniería de alianzas centenarias y el resurgimiento de doctrinas imperiales bajo nuevas formas.

La segunda investidura de Donald Trump el 20 de enero no fue un simple cambio de gobierno; fue el detonante de una reconfiguración geopolítica basada en el «sentido común» del realismo más crudo, donde los derechos humanos y el multilateralismo fueron declarados obstáculos para la seguridad y la prosperidad nacional.

Este nuevo orden, sin embargo, no se impuso sin resistencia. Frente a la avanzada de un capitalismo autoritario y extractivista, surgió un internacionalismo de la resistencia, tejido entre las flotillas humanitarias, las asambleas populares, los tribunales que osaron desafiar a los poderosos y la defensa férrea de la soberanía nacional. Lo que sigue es el recuento de un año en el que el mundo fue puesto a prueba.

La segunda era Trump

La presidencia de Donald Trump se reanudó con la proclamación de una «revolución del sentido común», un eufemismo para una agenda que sacudió los cimientos del orden internacional.

Su realpolitik se tradujo en una serie de medidas unilaterales diseñadas para reafirmar la primacía estadounidense mediante la coerción. Internamente, decretos como «Defendiendo a las mujeres del extremismo de la ideología de género» buscaron imponer una visión biológica esencialista, eliminando el concepto de género de la documentación federal. En el escenario global, la retórica se volvió expansionista, con sugerencias sobre adquirir Groenlandia o retomar el control del Canal de Panamá, tratando la soberanía ajena como un activo negociable.

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Sin embargo, el golpe maestro fue económico. El 1 de febrero, con aranceles del 25% a México y Canadá, Trump desmanteló tres décadas de integración comercial del T-MEC, amenazando con su cancelación.

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Para abril, esta guerra comercial se volvió global, con impuestos del 10% a la mayoría de las importaciones y tasas punitivas del 34% para China. Esta estrategia de «caos controlado» buscaba fracturar bloques competidores, forzar renegociaciones bilaterales bajo sus términos y demostrar que, en la nueva era, la lealtad se compraría con concesiones y se castigaría con aislamiento económico.

La crisis migratoria como política de Estado

La frontera sur de Estados Unidos se convirtió en 2025 en el laboratorio más crudo de la nueva doctrina de seguridad. La política del desprecio, sin embargo, no logró solo el control, sino que catalizó una oleada de resistencia inédita que transformó la crisis humanitaria en un conflicto político abierto.

La cancelación inmediata de la aplicación CBP One el 20 de enero fue un acto de violencia burocrática calculada, diseñado para generar caos y sufrimiento como mensaje disuasorio. Dejó a unas 300 mil personas en un limbo jurídico, pero también las congregó en campamentos masivos que pronto se convertirían en epicentros de organización.

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La orden de habilitar la prisión de Guantánamo para 30 mil migrantes buscaba equiparar la búsqueda de asilo con el terrorismo, trasladando el fenómeno del ámbito humanitario al de la excepción de seguridad nacional. Las redadas masivas en ciudades santuario, ejecutadas por la Guardia Nacional norteamericana, completaron el cuadro de un estado de sitio interno.

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Fue en esta presión extrema donde la resistencia dejó de ser reactiva para volverse ofensiva.

En Chihuahua, el desalojo forzoso de un campamento no encontró sumisión, sino un acto de desesperación política: migrantes incendiaron sus propios refugios ante el avance de agentes, una hoguera de protesta que simbolizaba que no tenían nada más que perder.

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En Ciudad Juárez, miles de personas varadas, organizadas en asambleas, iniciaron marchas hacia los puentes internacionales, desafiando físicamente la línea fronteriza cerrada. Sus consignas ya no apelaban solo a la piedad, sino a un derecho universal al tránsito, confrontando directamente la legitimidad de las leyes de inmigración.

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Mientras Trump presentaba esta militarización como una solución, la realidad en el lado mexicano era de un horror externalizado que alimentaba la rebelión. En lugares como Villa Ahumada, los cárteles no solo secuestraban y esclavizaban familias, sino que estas redes de terror operaban con una impunidad que evidenciaba la colusión tácita entre la política de contención estadounidense y el negocio criminal. Esta doble violencia –la del Estado y la del crimen organizado– forjó una solidaridad de necesidad entre los migrantes.

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Frente a esta maquinaria, la resistencia se organizó en un doble nivel. Por un lado, redes de solidaridad transnacional como ÓRALE en Estados Unidos tejieron un contrapoder legal y humanitario, desafiando deportaciones y proporcionando refugio en las llamadas «ciudades santuario».

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Por otro lado, y de manera más radical, los propios migrantes en tránsito comenzaron a autoorganizarse en caravanas y campamentos fortificados, no solo para protegerse, sino para ejercer una presencia política imposible de ignorar. La «caravana del grito» que partió de Tapachula en marzo, por ejemplo, ya no viajaba de forma furtiva, sino que avanzaba como una columna visible y desafiante, exigiendo paso libre y documentación, convertida en un símbolo móvil de desobediencia civil masiva.

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Esta politización del hecho migrante representó un fracaso fundamental de la estrategia de Trump. La crueldad calculada no logró disuadir, sino que radicalizó y unificó a sus destinatarios. La frontera, más que un muro, se convirtió en un campo de batalla donde se disputaba la propia definición de humanidad y derecho.

Las protestas y los incendios en los campamentos no eran actos de caos, sino los síntomas de un levantamiento por una vida digna. El año 2025 mostró que la crisis migratoria había dejado de ser un «problema» de seguridad para convertirse en una guerra de posiciones en la que los migrantes encontraron, en su propia resistencia, un poderoso idioma político.

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Ucrania y la geopolítica extractivista: la Diplomacia de los Minerales

La guerra en Ucrania mutó bajo la nueva administración estadounidense. Dejó de ser un conflicto por la soberanía territorial para convertirse en una negociación explícita por recursos estratégicos.

En febrero, Trump expulsó a Volodímir Zelenski de la Casa Blanca tras una tensa reunión donde condicionó la ayuda militar futura al control sobre los vastos yacimientos de litio, tierras raras y níquel de Ucrania, valorados en billones de dólares.

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Washington negoció entonces directamente con Vladimir Putin, marginando por completo a Kiev y a la Unión Europea, y aceptando tácitamente la anexión rusa de territorios ricos en minerales a cambio de un cese al fuego que garantizaba el acceso occidental a esos recursos. La guerra se reveló, en su capítulo final, como una puja por el control de las materias primas de la transición tecnológica, una lógica idéntica a la que impulsaba la fiebre minera en Centroamérica y el acoso a Venezuela.

Gaza, Medio Oriente y la resistencia global: genocidio, guerra y desobediencia

En Medio Oriente, la política de Trump fue la del poder bruto aplicada sin ambages a conflictos endémicos. El escenario más devastador siguió siendo Gaza, donde tras dos años de ofensiva israelí, un consenso internacional abrumador –incluidas asociaciones globales de expertos en genocidio– concluyó que se habían cometido actos constitutivos de este crimen. El saldo, una «estimación conservadora», superaba 67 mil 200 civiles asesinados, un tercio de ellos niños, y la destrucción del 92% de los edificios residenciales.

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El «alto al fuego» mediado por Trump enmascaraba un plan de 20 puntos para convertir Gaza en un protectorado internacional, un marco que funcionaba como un ultimátum de rendición para la resistencia palestina.

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Esta destrucción masiva fue sostenida por una compleja «economía del genocidio», donde corporaciones globales fueron cómplices clave: desde Lockheed Martin y Elbit Systems (armamento), hasta Google, Microsoft y Amazon (infraestructura de inteligencia artificial para operaciones militares), y gestoras como BlackRock (financiamiento). Frente a la parálisis de los estados, la respuesta civil fue un nuevo internacionalismo: la Flotilla Global Sumud, con activistas de 44 países, zarpó para romper el bloqueo, mientras en Italia cientos de músicos se unían en «Música contra el silencio».

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Paralelamente, la administración Trump escaló dramáticamente el conflicto regional hacia el borde de una guerra abierta.

En junio de 2025, tras un ataque israelí en Teherán que mató a altos mandos militares y científicos iraníes, Irán respondió lanzando misiles sobre Tel Aviv. Trump, violando su promesa de no involucrarse en «guerras eternas» y sin autorización del Congreso, ordenó entonces un ataque directo con bombarderos B-2 contra tres instalaciones nucleares iraníes (Fordow, Natanz e Isfahán), en coordinación con Israel. Irán contraatacó una base estadounidense en Qatar. Tras 12 días de intercambios que amenazaron con una escalada global, Trump anunció un alto al fuego que, de manera reveladora, fue primero desmentido por Teherán. Este ciclo de violencia mostró la doctrina de «paz a través de la fuerza» en su expresión más peligrosa, donde las acciones unilaterales y la violación del derecho internacional se normalizaron como herramienta de presión.

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Venezuela y el «Corolario Trump»

El conflicto con Venezuela abandonó en 2025 toda pretensión retórica sobre democracia para mostrar su núcleo desnudo: una guerra híbrida por los recursos estratégicos. La administración Trump ejecutó lo que analistas denominaron el «Corolario Trump» de la Doctrina Monroe, cuya premisa era clara: América Latina, y sus riquezas, debían permanecer como un patio trasero disponible y estable para Washington, libre de influencias competidoras como la china.

El asedio fue multidimensional y brutal. En el frente económico, continuó el estrangulamiento financiero con sanciones, culminando en acciones como la subasta judicial de Citgo en Estados Unidos –calificada por el gobierno venezolano como un «robo en fase terminal» valorado en 5 mil 900 millones de dólares–, que buscaba despojar al Estado de su principal activo en el exterior.

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En el plano militar, se desplegaron buques de guerra y bombarderos B-52 en el Caribe, acompañados de una recompensa de 50 millones de dólares por el presidente Nicolás Maduro al declararlo como narcotraficante. Esta presión se volvió aún más agresiva cuando el Secretario de Defensa de los Estados Unidos, Pete Hegseth, fue acusado de crímenes de guerra por la comunidad internacional tras ordenar el bombardeo de lanchas en el Caribe supuestamente vinculadas al narcotráfico, una acción que violó el derecho internacional humanitario y evidenció la militarización extrema de la presión sobre Venezuela.

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En este teatro, la guerra no se libraba solo con armas o sanciones, sino también en el campo de la legitimidad internacional. La concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado en octubre buscaba «fabricar consenso para el saqueo», intentando coronar internacionalmente a una figura cuyo proyecto político histórico prometía abrir las vastas reservas de petróleo, gas y minerales venezolanos a corporaciones extranjeras, ofreciendo el país como una suerte de «virreinato» económico.

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Este intento de manipulación narrativa no pasó desapercibido y generó una respuesta contundente desde la intelectualidad y el periodismo. Dos gestos ejemplificaron esta resistencia cultural: en el Hay Festival de Cartagena, la escritora colombiana Laura Restrepo y otros intelectuales abandonaron el evento en señal de protesta por la presencia de María Corina Machado, declarando que «con la intervención imperialista no se discute, sino que se la rechaza sin miramientos». De forma paralela, desde Oslo, el fundador de Wiki Leaks, Julian Assange, presentó una denuncia formal contra la Fundación Nobel por premiar a Machado, acusándola de complicidad activa con una agenda de injerencia.

Frente a esta ofensiva multidimensional, la resistencia persistió no solo en el gobierno de Maduro –que juramentó un nuevo mandato de seis años el 10 de enero ante un «Gran Festival Mundial Antifascista»–, sino, de manera más crucial, en la organización popular y comunal que durante años ha enfrentado la asfixia económica. La defensa de la soberanía se demostró en la capacidad de resistencia de las comunas, los trabajadores y las comunidades, quienes continuaron tejiendo formas de vida y soberanía que desafiaban la lógica del saqueo.

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América Latina: entre la soberanía y el retorno de la ultraderecha

El 2025 presentó en América Latina la encrucijada más definitoria de las últimas décadas. Por un lado, se consolidó un eje de gobiernos de ultraderecha y autoritarismo securitizado que, alineados con la agenda de Trump, impulsaron un extractivismo depredador y el desmantelamiento democrático. Por el otro, surgió con fuerza la resistencia soberana, encarnada en gobiernos que se plantaron frente a la injerencia y en movimientos sociales que defendieron sus territorios. Esta pugna quedó perfectamente simbolizada en dos eventos del último trimestre del año.

En el sur del continente, el pinochetismo retornó al poder con el rotundo triunfo electoral de José Antonio Kast en Chile. Su victoria, analizada como la convergencia de las variantes más radicales del legado de Augusto Pinochet, consolidó una fuerza neofascista que capitalizó el descontento con un discurso demagógico sobre inseguridad, inflación y un feroz rechazo a la inmigración. Al igual que Daniel Noboa en Ecuador, Kast prometió «recortes brutales en el gasto social» y una redefinición regresiva de derechos, además de alinear la política exterior chilena con la nueva doctrina de seguridad estadounidense, aun a riesgo de enfriar la crucial relación comercial con China.

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Este triunfo completó un mapa regional donde proyectos de ultraderecha, desde El Salvador hasta el Cono Sur, priorizaron la apertura extractivista. El gobierno de Nayib Bukele, por ejemplo, revirtió la prohibición de la minería metálica, otorgando concesiones sin consulta comunitaria y entregando el patrimonio natural del «Cinturón de Oro» centroamericano en medio de la guerra comercial entre Estados Unidos y China.

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En Argentina, el proyecto de Javier Milei ganó las elecciones, aunque enfrentó su mayor crisis de credibilidad con el estallido del «Criptogate» en febrero, un escándalo que minó los cimientos de su imagen de outsider antisistema. El episodio comenzó cuando el presidente utilizó su cuenta oficial en X (con 3.8 millones de seguidores) para promocionar y fijar un tuit que publicitaba la criptomoneda $Libra, vinculándola a un supuesto proyecto para «incentivar el crecimiento de la economía argentina».

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La moneda, que pasó de valer cero dólares a disparar su precio por el respaldo presidencial, se desplomó horas después en un mecanismo equiparable a una estafa piramidal. El resultado fue que una decena de especuladores, presuntamente con información privilegiada, obtuvo ganancias de unos 100 millones de dólares, mientras miles de pequeños inversores que confiaron en el tuit de Milei perdieron sus ahorros. La revelación de que el creador de $Libra era un asesor del propio presidente y de que existían relaciones previas con criptoempresarios cuestionados echó por tierra su defensa de haber sido «engañado».

El escándalo, que desató más de 100 causas penalescontra Milei en Argentina e incluso una denuncia ante el FBI por delitos financieros, mostró la hipocresía de un líder que predicaba la pureza libertaria mientras su entorno era sacudido por acusaciones de corrupción, tráfico de influencias y una connivencia vergonzosa con periodistas oficialistas para controlar la narrativa. Paralelamente, su gobierno profundizó la criminalización de comunidades mapuches en la Patagonia, acusándolas sin pruebas de provocar incendios forestales.

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Frente a esta ofensiva, la resistencia encontró una voz clara en la presidenta de Honduras, Xiomara Castro. En vísperas de las elecciones generales de noviembre y ante los «discursos injerencistas de la extrema derecha», Castro lanzó un mensaje contundente: «Nuestra soberanía no se vende ni se negocia». Recordando los «12 años y 7 meses de resistencia contra el golpismo», su gobierno se presentó como el baluarte de una «democracia fuerte, pacífica y soberana», que había logrado los mejores indicadores macroeconómicos en décadas.

Esta postura soberana, compartida por el gobierno de Gustavo Petro en Colombia y los movimientos indígenas que frenaron el autoritarismo de Noboa en Ecuador, delineó el otro polo de la región. Mientras la justicia intentaba, con suerte diversa, hacer rendir cuentas a expresidentes de la derecha tradicional –como la condena a Jair Bolsonaro en Brasil o el fallo inicial contra Álvaro Uribe en Colombia–, la batalla fundamental se libraba entre dos proyectos de futuro irreconciliables.

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El año 2025 se comportó como una placa tectónica en colapso. En la superficie, cumbres diplomáticas y premios como el Nobel intentaban normalizar un nuevo orden basado en el saqueo de recursos, la vigilancia masiva y la reingeniería territorial. Sin embargo, en las profundidades, la presión social generaba sismos de resistencia imposibles de contener: los barcos de la Flotilla Sumud desafiando un bloqueo, el pueblo hondureño defendiendo su soberanía en las urnas, los migrantes incendiando sus propios refugios en un acto último de dignidad, los jóvenes nepalíes derribando un gobierno por un bloqueo digital, los jueces en Brasil y Colombia desafiando la impunidad de los poderosos, y la intelectualidad global rechazando la complicidad.

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