Estábamos esperando el momento en que “pasara la pandemia”, pero hemos iniciado ya a aprender a coexistir con ella
Twitter: @luoach
No recuerdo exactamente cuándo acepté que la pandemia no era un evento pasajero; que ese periodo finito de guardarnos hasta que todo pasara no existe. Que ese momento al que aspirábamos llegar, donde todo volvería a ser normal, es una meta inalcanzable que se aleja mientras intentamos alcanzarla fútilmente.
Conocí a una mujer esta semana que me habló de su hija de 10 años. Una niña que, cuando su mamá entra a la casa regresando del trabajo, le pregunta si ya se desinfectó las manos. Antes, no se tocan para disminuir el riesgo de contagio y es la niña quien supervisa la nueva política. Para ahora ya se ha adecuado a las clases a través de pantallas y asegura preferir la educación a distancia a un aula llena de niños y el riesgo de contagio que eso representa.
En los aparadores de las tiendas de Nueva York, España y Alemania, se puede ver a los maniquís arreglados con atuendos de la nueva temporada: todos traen un cubre bocas que les hace juego a los nuevos vestuarios. En Texas, la comunidad migrante empezó a comercializar tapabocas folklóricos, con mini tenangos, esos clásicos bordados mexicanos de la sierra de Hidalgo, haciendo las veces de adornos. ¿Cómo documentarán, las historiadoras del futuro, las tendencias de moda del 2020? En Valle de Bravo, está prohibido entrar a los locales comerciales sin tapabocas, pero todos venden uno –de requerirse—a la entrada.
Algunas compañías están promoviendo las mascarillas de plástico transparentes que, aunque se empañen de vaho, son incluyentes. Permiten a las personas sordomudas leer los labios de sus interlocutores.
Hablaba con amigos, este fin de semana, sobre la impresión e incomodidad que ahora nos causa ver series de televisión o películas “de antes” donde la gente sale a bares, se saluda de beso y abrazo o se congrega en cúmulos por la calle. Han pasado exactamente cuatro meses, al día que escribo esto, desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la propagación del coronavirus como pandemia y ya nos incomoda ver escenas de potencial contagio en la tele. Como si los inicios de 2020 fuera un pasado remoto y lejano, y no la realidad de la que nos aislamos escasos cuatro meses para sobrepasar un momento que deseábamos pasajero. Será interesante ver si el cine cambia también, incluyendo nuestros nuevos hábitos a la pantalla grande, o si se mantendrá como un vitral de añoranzas.
En algunos centros covid del país, como el Hospital de Nutrición, han empezado a readmitir a algunos pacientes de antes, aquellos que habían transferido por la duración de la contingencia, porque sus enfermedades –las de antes de la pandemia—empiezan a reclamar atención. Sus tratamientos no pueden seguir siendo postergados. ¿Cuántas personas estarán a tiempo todavía de recibir la atención médica necesaria por padecimientos graves? ¿Para cuántos habrá sido demasiado tarde?
Sé de al menos dos casos de personas de la tercera edad con una o más comorbilidades (diabetes, hipertensión) a las que hicieron ir personalmente a oficinas del ISSSTE durante los meses de cuarentena para darle seguimiento a sus trámites de retiro. La disyuntiva se convertía, para ellas, en una elección entre el potencial contagio de coronavirus y sacrificar su solvencia económica en su vejez. De llevar ambos escenarios a sus peores consecuencias, ¿cuál muerte es preferible? Y ultimadamente, ¿por qué las obligaron a tomar esa decisión imposible? Ambas personas fallecieron, sólo una de ellas por covid. Me pregunto cuál es el periodo aceptable para que una institución como el ISSSTE adapte soluciones que no pongan en riesgo innecesario a sus derechohabientes. Esa respuesta sentará las bases para las preguntas obligadas que se desprenden de ahí, como: ¿cuál es entonces la responsabilidad, por negligencia, de estas instituciones?
Otra cifra todavía no contabilizada es la de las miles de personas de la tercera edad que han quedado guardadas en sus casas; en burbujas de concreto que las aíslan de un virus que, lejos de ser pasajero, vino para quedarse. Sé de un hombre de 80 años al que ni su propio hijo le abre la puerta por temor a contagiarlo. Y he escuchado de al menos tres personas cercanas cuya motivación de seguir viviendo, pasados los 70 años, se ha disminuido por miedo, cansancio, tristeza o desgano, hasta apagarse. ¿Cómo no considerar esas muertes parte de la pandemia? ¿Cómo contabilizarlas? Y, si tuviéramos la cifra de viejos que han muerto por aislamiento en la pandemia, ¿qué haríamos con ese número? ¿En qué tipo de memorial cabrán esos muertos?
Existe un número inconmensurable de muertes indirectas causadas por la colagoga reacción humana e institucional a la pandemia. Actividades que se habían pospuesto, como la venta de productos en locales y el tratamiento de pacientes no infectados con SARS-CoV2 se han reanudado. Incorporamos nuevas tendencias de moda y hemos desarrollado modelos incluyentes de mascarillas. Los niños de esta pandemia han absorbido y se han incorporado a una realidad completamente diferente a lo que considerábamos la norma. Hemos interiorizado el peligro del contacto físico en nuestras vidas diarias. Todos estábamos esperando el momento en que “pasara la pandemia”, pero realmente lo que toca hacer, y hemos iniciado ya, es aprender a coexistir con ella.
Ésta ya es la pospandemia.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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