Con las fotografías que nos son queridas guardamos nuestro propio ritual. Y la historia también guarda el suyo. ¿Cómo? ¿quién? y ¿por qué se elige la imagen que contará la historia en mayúsculas?
Constanza Mazzotti
Tengo una fotografía de mi madre puesta en un marco de color metal. Ella está de brazos cruzados, pero no en una forma defensiva sino amable, la foto está a propósito rota del lado derecho, mi madre mira hacia abajo y su rostro es contorneado por una divertida pero aún tímida sonrisa; tiene treinta y cuatro años.
Con las fotografías que nos son queridas guardamos nuestro propio ritual, así como la historia también guarda el suyo. Pero empecemos desde el inicio. Entrar a la historia de una fotografía como un acto de memoria es a lo que el cronométrico Funes nos tendría envidia, pues uno decide qué ver, qué no ver y de igual forma decide qué recordar. Aunque a veces la imagen nos venga de golpe.
Reconocer nuestra corporalidad en las imágenes y por lo tanto hacer de aquello un yo es a lo que el historiador de arte alemán Hans Belting se refiere como acto antropológico alguna vez experimentado en 2006 en un zoológico del Bronx, en Nueva York. La trompa de un elefante frente a un espejo de casi tres metros de ancho y largo se reconocía a sí mismo en un acto triunfal de la naturaleza paquiderma. Yo. Un reconocimiento tan fácil, tan lento y a la vez doloroso. Eso que vemos tumbado, sonriente, angustiado o, mejor dicho, este cuerpo que ha sido fotografiado tumbado, sonriente y angustiado lo somos todos nosotros. Yo soy en parte esa mujer divertida y tímida que se dejó retratar como mi madre y que pende de un marco color metal.
Pero algo se torna grave cuando tú, cuando yo, cuando todos los impresos a color y en blanco y negro aparecen con forma de otros tumbados en el piso, colgados de un puente, desmembrados en los descampados con agujeros, hundidos en la carne de los apenas niños con playera de la selección de futbol de México y dejamos pasar de largo ese cuerpo que, por más agujeros, o más tinta roja, o rostros desfigurados, ya no nos dice absolutamente nada. El elefante nos dejó atrás por mucho.
¿En dónde queda nuestro cuerpo o, mejor dicho, nuestro yo? Jamás Susan Sontag, la escritora que teoriza sobre la repetición y el desgaste de la imagen y la violencia imaginó tanto que lo retratado dejaría de bastar. Si bien se pone en tela de juicio la falta de conmoción ante la imagen, se cuestiona también, dirían los fotógrafos, la forma de mostrar. Los juegos de encuadre, ese con el que mi madre jugó al entregarme como recuerdo suyo una fotografía recortada, lo comenzaron a hacer los fotógrafos para resignificar. No se habla de censura ni de modificación a la imagen. Válganos el atrevimiento. Se trata de observar con cuidado y de buscar en la composición que trae la tragedia un momento de ternura, silencio y resignación propias de la delicadeza humana que se tiene para quien está en dolor.
¿Quién tiene tiempo para eso?
Hacer de la condición medial del proceso fotográfico una búsqueda de resignificación, un mostrar sin mostrar el cuerpo violentado es, tras bambalinas, el mayor reto del fotoperiodismo actual. La paradoja de la simpleza de una foto llega cuando construye referente y deviene archivo. Aún así, pareciera que algo ha sucedido que nos impide ver. Las preguntas llegan cuando la mirada regresa a la imagen. ¿Quién tomó esta foto? Se preguntan en las oficinas como primer momento en el que se cuestiona lo que se ve.
La construcción de la fotografía a través del periodismo incita a pensar en la conformación de archivo que, a la larga, se vuelve documento histórico. – ¿Cómo se recordará dentro de cien años al cruento exdictador libio Muamar el Gadafi asesinado en 2011 yaciendo en un tapete en algún sitio recóndito en Misrata del desierto africano? Se lo pregunta el fotoperiodista español experto en crisis humanitarias Manu Brabo al otro lado del ordenador. Si se busca aleatoriamente en la red se encuentra un desagradable cuerpo amarillo escurriendo en sangre seca del exdictador asediado entre cámaras y celulares. Voltear a ver las formas en las que el fotoperiodista resuelve una imagen y trata de corromper la sedación del espectador, es igual que cuestionar desde dónde se está construyendo el material.
Todo lo anterior significa que los fotógrafos y los medios tienen que ingeniárselas para hacer una imagen que signifique al espectador. O al menos, la volteen a ver.
¿Pero cuál cadena de producción de noticias lo llega a realizar del todo? El mismo Warren Richardson estuvo a punto de dejar en el fondo de su ordenador la fotografía ganadora del certamen World Press Photo de 2015 con «La esperanza de una nueva vida» porque ningún medio se la publicaba. Esa imagen que en rugosos grises, hecha a tientas a las tres de la mañana, sin flash, porque delataría ante la policía ese fragmento de drama migratorio entre Serbia y Hungría en 2015 se convirtió en símbolo de crisis humanitaria. En el fotoperiodismo premiado pareciera que la discriminación por la forma no existe. Las fotografías nos llevan a lugares lejanos. Quizás por eso las miro.
¿Qué tanto de mi madre hay en mí? Me sorprendo ante la fuerza del recuerdo de la foto que abre tantas interrogantes de mi vida y que yace inmóvil en un librero a miles de kilómetros más aún, cuando se despliega frente a mí, una alfombra de piedras blancas con una historia por contar. Esta vez una foto me llevó hasta una arquitectura de negocios de la posguerra italiana actualmente restaurados para el uso de negocios gourmet y editoriales, el Docks Dora.
A Fabio Bucciarelli, el fotoperiodista reciente autor de “Los días perdidos que hicieron de Bérgamo una tragedia del Coronavirus” para el New York Times, le habría parecido tres años atrás una locura ver desempolvarse los pies a la persona que lo buscaba parada en su puerta roja.
-¿Tú qué haces aquí?
Conocer sobre la foto a color hecha por Fabio publicada en el Vanity News italiano y sobre la versión en blanco y negro que publicó Me-Mo Magazine de un Gadafi sin vida reposando sobre un maloliente colchón, me condujo a historias que involucran de primera mano a aquel que tomó la foto entre paisajes que ilustran un continente zurcido en un idioma de cerrojos, es decir a Fabio en el desierto. Las preguntas que una vez hizo Manu Brabo en la computadora regresaron.
¿Cómo?, ¿quién? y ¿por qué se elige la imagen que contará la historia en mayúsculas? Lo complejo recae de nuevo en aquella sentencia a la que nos condujo Susan Sontag, sobre el discernir, en dónde queda el límite entre retratar el acto violento y decidirse por la delicadeza de encuadrar el momento humano de un personaje que infringió tanta crueldad. Si hasta ahora queda claro que dentro de la fotografía va implicada la mirada del fotógrafo y, por lo tanto, el acontecimiento viene encuadrado por quien hace la toma, aún no queda claro del todo el por qué son algunas las fotografías que elegimos para recordar.
¿Qué hace que alguien que recorre diariamente 120 kilómetros de ida y vuelta en el desierto buscando el cadáver que violentó durante cuarenta años a todo el continente africano decida retratar un momento que revela intimidad? ¿Hasta dónde es correcto develar y apropiarnos de lo corpóreo para buscar reconocernos en otro como referente nuestro? La pregunta sobre los límites se acentúa incluso si las fotografías son tan cercanas como aquellas que reposan en nuestra memoria sostenidas en marcos de color metal.
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