Una imagen recorrió México: una veintena de camionetas con personas armadas desfiló por la carretera fronteriza de Chiapas. El video que registraba el paso de las technicals, los gritos de apoyo y la gente que aplaudía conmocionó a muchos que no conocían la situación en la región. Durante varias horas se compartió la imagen redes sociales y portales informativos. ¿Quién sale ganando con esa viralización?
Por Leonardo Toledo Garibay/ @Leonardotoledo
“La leyenda del tambor” es una película sobre una batalla en la guerra de independencia de España. Casi cuatro mil soldados profesionales del ejército francés avanzaban hacia el pueblo de Manresa, pero fueron detenidos en el paso del Bruch por una fuerza irregular de alrededor de 2 mil milicianos catalanes, mal entrenados y mal armados. Cuenta la leyenda que un niño, al no poder participar en la pelea debido a su corta edad, tomó su tambor y recorrió las veredas alrededor del camino que tomaron los soldados franceses. El eco de las grandes paredes rocosas de la sierra de Montserrat multiplicó el sonido de su tambor y las tropas napoleónicas llegaron a la batalla llenas de miedo y sintiéndose en inferioridad numérica, por lo que resultó fácil vencerlos.
Pienso en esta leyenda mientras veo viralizarse el video del desfile de vehículos artillados en el crucero de Chamic, municipio de Frontera Comalapa, en Chiapas. Ese video tomado con el teléfono de un habitante de la Sierra Mariscal va encontrando eco en los muros de centenas de cuentas de Twitter, Facebook y Whatsapp, que a su vez son retomados por portales de noticias cuyos lectores volverán a empezar el ciclo hasta volverse miles.
En el texto “La retórica de la figura”, Luc Boltanski habla de los límites morales de un fotoperiodista, a partir de testimonios de fotógrafos del periódico France-Soir (antes de su versión conspiranoica contemporánea). Nos explica que el fotógrafo transmite trozos de realidad a partir de los límites que su propio diario juzga apropiado transmitir.
“No podemos sacar cadáveres. Fíjese bien, se puede fotografiar a un hombre o una mujer que salta desde el tercer piso, justo antes que caiga, pero al cadáver no” (fotógrafo de France-Soir, citado por Luc Boltanski).
“Cubrir” el acontecimiento es también taparlo, limitarlo, censurarlo, proteger a los espectadores de demasiada realidad. Los periódicos que rebasaban esa línea eran enviados a la segunda división, a la nota roja, a la sección del quiosco donde se ocultaba todo lo prohibido por las buenas miradas: la pornografía, el terror, la violencia y la muerte. Poco a poco hemos ido rebasando esos límites: las imágenes (y los juguetes) de Enrique Metínides pasan una temporada en donde antes vivían los presidentes (Centro Cultural los Pinos) y las fotografías de Fernando Brito se cuelgan en los comedores de exigentes críticos de arte. Atrás quedaron las consideraciones morales de Sontag sobre el dolor de los demás, ahora apelamos a Butler cuando dice que “la pérdida nos reúne a todos en un tenue ‘nosotros’ ”, y nos reunimos a comulgar con vino y canapés frente a cadáveres de desconocidos.
Pero el video viral va más allá. Este video, aparentemente despojado de figura autoral, sin los límites que impone ninguna línea editorial, sin la curaduría especializada que busca acrecentar fortunas, nos permite a todos mirar y reproducir la pieza mecánicamente de forma ilimitada mientras le provocamos pesadillas a Walter Benjamin. También rompe esa forma de participación por delegación que durante varias generaciones le otorgamos a los cronistas, a los trovadores, a los periodistas. Ahora estamos ahí, en el terreno, gracias al efecto que provoca el estilo POV de todos esos videos. Sostenemos el teléfono, mientras el video corre como si estuviéramos ahí, de cuerpo presente, y le damos “repostear” como si estuviéramos pulsando el botón de “publicar”, como si el video fuera nuestro.
Esos miles de coautores del video viral somos el eco de esas montañas, de esa sierra. Ya no la de Montserrat sino la de Mariscal. Ahora poseemos esa imagen de guerra, tal como Levi-Strauss hablaba de los opulentos florentinos que acumulaban pinturas renacentistas que “les permitían confirmar su posesión de todo lo bello y deseable del mundo”, pero no nos limitamos a lo bello, sino que vamos más allá, ahora poseemos peligro, valor, miedo, arrojo, muerte. Lo bello ya no es suficiente para contar la vida, damos cuenta también de la crueldad, de esa realidad artillada que nos toca, nos interpela, nos amenaza. La estética de lo bello y deseable colgada en los palacios no es la nuestra, somos calle, no hay murallas ni baluartes ni fosos entre esa violencia anunciada y nuestro caminar cotidiano. Colgamos en nuestros muros virtuales esta escena de la frontera chiapaneca porque es mucho más real que el Guernica que está en el muro de la reina Sofía. Todos los muros que comparten la misma pieza gritan al unísono, pero al mismo tiempo cada muro es su propia montaña haciendo eco, cumpliendo una misión.
La primera versión del video de Chamic llegó a mi teléfono el sábado por la mañana. Faltaban menos de 24 horas para que se hiciera viral y sus stills adornaran las portadas de los periódicos nacionales. Lo primero era verificarlo, comprobar su autenticidad. La conversación en los chats de fotógrafos, periodistas y analistas iba más o menos así:
—¿Cómo lo ves? ¿Será que es real?
—Pues sí, es ahí en Chamic
—¿Cómo sabes?
—Lo reconozco por el Construrama y la lona amarilla.
—Además dicen que van a Comalapa
—A ver cómo se pone la cosa.
Llega otro video, con la misma escena, pero desde arriba, en picada
—¿Será que lo hicieron con dron?
—No creo, está muy fijo, además ya sería mucho
—Yo digo que sí es un dron
—Nah, yo digo que es desde un puente.
Llega otro video, ahora desde abajo pero en el eje contrario. Al fondo se ve un paso peatonal.
—Ves, te dije que era desde un puente.
Pero el fuerte de las conversaciones está alrededor del armamento. Los calibres. La cantidad de hombres armados en cada camioneta. Los uniformes. El chaleco antibalas que dice “Marina”. Mientras estamos anonadados con el poderío de las armas, una compañera se fija en las personas que hacen valla: no son gritos espontáneos, responden a la incitación del que grita cerca de la cámara. No se ve que fueran pasando por ahí, varios traen mochilas como si vinieran de otro lado. Demasiado formados de uno en fondo como para pensar en un orden “natural”. Sus comentarios nos hacen mirar de nuevo. Poco a poco pasamos de la certeza de realidad a la certidumbre de la puesta en escena. Es real, pero no tanto. Es espontáneo, pero por la fuerza.
“No descalifiques el trabajo de los periodistas que arriesgan su vida por darnos esas imágenes”, me dice alguien que obviamente no sabe que en esa región ya no hay periodistas en activo. La última vez que un grupo de periodistas estuvo ahí reportando la situación aparecieron varias narcomantas que los acusaban de trabajar para el ejército. Dejaron de ir para no prestarse a esas confusiones y sobre todo para no ponerse en riesgo, para no ser un blanco móvil. “El Estado no puede garantizar nuestra seguridad”, dijeron.
Luego de eso han llegado enviados de diferentes medios, que van de valientes todoterreno, y reportan lo mismo que ya se había reportado hace meses (y lo reportan mal, con imprecisiones en los nombres de las localidades y peligrosos errores en los nombres de las organizaciones). Es lo que hay, quizá su público no es muy exigente. Pero los videos del desfile no los hicieron ellos. Los hicieron los integrantes de la organización y las personas que hacían valla al paso de las camionetas.
Los gringos le dicen a esas camionetas pick-up artilladas “technicals”. Así les pusieron en la guerra de Somalia, porque los trabajadores de ONGs y de la Cruz Roja tenían que pagarles una cuota a las milicias para que no les dispararan, y reportaban ese dinero en sus informes como “gastos técnicos” («technical assistance grants”). En Chiapas no sé cómo les dicen, pero igual hay que pagarles de una u otra forma. Hay un nuevo modelo de peaje: te “piden” tomarle fotos a sus narcomantas y que las subas a tus redes sociales. De esta forma te vuelves su publicista y acceden a todos tus seguidores, en un forzado unboxing criminal. “Miren, amigos” —dirán en sus stories— iba pasando por aquí y me encontré está narcomanta, así, casual”.
La pelea por el control de la narrativa no es exclusiva de los war rooms de las campañas políticas, o de las embestidas de las empresas refresqueras y farmaceúticas contra funcionarios públicos incómodos. Muy lejos estamos de las tácticas de Bías de Priene y sus mulas gordas, más bien podríamos estar en un escenario del tipo “shock and awe” que usa el ejército estadounidense, tal como lo describen Ullman y Wade.
No hay un control de la narrativa de una voz única, válida. Es un control de narrativa de un grupo armado, que amenaza, que presume su artillería, que presume gozar de aceptación por parte de la población civil, en fin, que compite en lo local por el uso legítimo de la violencia. Para ello tiene a sus fuerzas armadas que desfilan, sus bases de apoyo que graban el desfile y miles de voluntarios que replican el mensaje (que no están contabilizados en el reciente artículo de Prieto-Curiel, Campedelli y Hope). Esa enorme montaña que produce un eco monumental de quien busca la derrota moral de su enemigo antes de la batalla.
Por supuesto que puede que nada de esto sea cierto. El video de Chamic podría ser una manifestación espontánea de apoyo a un grupo armado que llega con la promesa de liberar el paso para que puedan pasar alimentos y restablecerse servicios. Existe esa posibilidad. Aunque un estratega avezado podría haber pensado en armar un espectáculo de astroturfing (esa estrategia de marketing digital que simula usuarios satisfechos del producto que lo recomiendan de manera “espontánea”) con la cual llamen la atención de medios y redes sociales, para forzar a las autoridades a tomar las acciones necesarias para romper el cerco. Romper el sitio sin disparar una sola bala ni poner en riesgo a sus soldados. Pero quizá eso sería darles demasiado crédito.
Cualquiera que sea la intención, no nos deja muchas opciones. Es una obligación ciudadana denunciar, alertar, proteger a la población civil amenazada por esos grupos armados, y de pronto la única herramienta posible es la que tenemos en nuestras manos. El mismo PsyOp que nos hizo reproducir millones de veces el hongo de Hiroshima para advertirle al mundo entero de la ilimitada crueldad del ejército imperial que la arrojó, nos hace ahora reproducir la demostración de fuerza de esta empresa internacional con miles de sucursales y millones de clientes. Una acción de marketing en la que participamos tal como Canetti nos dijo que funcionaban las masas de acoso. Una estrategia que nos hace pasar de espectadores pasivos a publicistas activos, viralizamos el GRWM (el Get Ready With Me tan popular en TikTok, donde presenciamos el proceso de acicalamiento y maquillaje antes de salir de fiesta) del grupo desfilante / desafiante y en cada like contribuimos a romper el cerco en que los tiene el grupo contrario, porque la zona de silencio es también “cobertura”, solamente tenemos acceso a una versión de los hechos, controlada y calculada. Esa versión única a la que hacemos eco en nuestros muros, para ayudar de forma involuntaria a que el mensaje llegue a su destino.
Creció y reside en Los Altos de Chiapas. Estudió la licenciatura en comunicación social por la UAM-X y la maestría en antropología social por la ENAH. Actualmente trabaja como editor de la revista “Sociedad y Ambiente”, de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR) y colabora con el proyecto Kinoki Media. Formó parte del Colectivo Frecuencia Libre (radio comunitaria de San Cristóbal de Las Casas) y del colectivo fotográfico Tragameluz. Es colaborador de Chiapas Paralelo y docente en la Maestría en Educación y Comunicación Ambiental Participativas de la Universidad Moxviquil, además de participar en el Consejo del proyecto “Bat’si Lab, fotografía y comunidad”
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona