Cuando la seguridad está garantizada por una persona y no por una institución con lineamientos claros y objetivos, puede ser muy relativa. En Yucatán, parece que el toque de queda ha dado resultado en la contención del SARS-CoV2. Habrá que estar alertas
Twitter: @luoach
Eran las 11:32 cuando decidimos irnos a casa. Estábamos saliendo de Dzityá, una colonia al noroeste de Mérida. El toque de queda ya había iniciado. Nos lo habían advertido: después de las 11:30 pm no se puede circular en la ciudad. Incluso habíamos escuchado historias de personas que regresaban a Mérida de Cancún, Campeche u otra ciudad cercana pasado el toque de queda y tuvieron que dejar el coche a la mitad de la calle; estacionarlo junto al primer retén policial que les bloqueó el paso y caminar el resto del camino, así fueran las 2:00 de la madrugada. Nosotros teníamos que recorrer un camino de 25 minutos, desde las afueras de la ciudad hacia el centro. Había quienes dicen que en el centro es más fácil evitar los retenes del toque de queda, pero todos los meridanos coincidían en algo: era imposible atravesar el periférico pasadas las 11:30. (A diferencia del equivalente en Ciudad de México, en Mérida la avenida del mismo nombre –el Anillo Periférico– sí rodea la ciudad, conteniéndola).
A pesar de que sabíamos que había toque de queda, se nos hizo tarde. Acostumbrada al gobierno de la Ciudad de México, donde la jefa de Gobierno emitió recomendaciones más que reglas para contener la pandemia, yo pensaba que lo del toque de queda era una exageración meridana… hasta que vi los retenes. Llegamos al primer retén en cuestión de segundos. Al doblar sobre la primera avenida grande, encontramos una pick-up de la policía estatal estacionada a la mitad de la vía con torretas encendidas, delante de una hilera de conos anaranjados bloqueando el paso. El resto de la avenida estaba completamente vacía. Habían transcurrido solo cuatro minutos del inicio del toque de queda y el aparato de seguridad estatal ya estaba desplegado en todo su esplendor. De manera excepcional, el oficial a cargo de ese puesto nos dio chance de pasar. Salimos del norte de la ciudad y en pocos minutos estábamos sobre el periférico. Seguramente nuestros conocidos habían exagerado con las historias del toque de queda, pensé.
Nos acercábamos cada vez más al trébol sobre el periférico para girar a la derecha y tomar Prolongación Montejo y llegar a casa, pero nuestra suerte duró poco. Conforme avanzábamos vimos que todas las salidas del Anillo Periférico estaban cerradas también; bloqueadas por patrullas con torretas encendidas e hileras de conos anaranjados bloqueando el paso. Finalmente pudimos salir del Anillo Periférico en una vuelta en U y entrar en un callejón pequeño, con poca iluminación, para empezar a avanzar por calles chicas y caminos alternos; vías paralelas a las avenidas cerradas por los policías nocturnos aplicando el toque de queda. El camino nos tomó el doble de tiempo. Cada vez que nos acercábamos a una vía ligeramente más grande o toral para la circulación de la ciudad, empezábamos a ver otra vez las lucecitas azul y rojo a lo lejos, parpadeando como un mal augurio. Finalmente llegamos a casa, pero el toque de queda logró con nosotros lo que ha logrado con miles de meridanos desde el inicio de la medida en julio del año pasado: desincentivar el movimiento nocturno y con ello intentar evitar la propagación del virus SARS-CoV2.
La opinión de quienes viven aquí sobre el toque de queda es dividida. Hay quienes apoyan la medida. Dicen que es gracias a eso que las reuniones con alcohol y en lugares cerrados se han reducido, logrando que Yucatán tenga un semáforo naranja a inicios de 2021 –a pesar de mantener restaurantes abiertos. Hay quienes creen que es exagerado e inequitativo, como las panaderías que normalmente empezaban a hornear en la madrugada para tener pan calientito, a la venta, desde muy temprano en la mañana; o los meseros de los bares que tienen que cerrar cocina, cobrar, hacer corte de caja y sacar a los comensales antes de las 10 para tener tiempo de trasladarse hasta sus casas bajo riesgo de quedar varados en el camino. Independientemente de la opinión a favor o en contra del toque de queda, una cosa es cierta: esta medida no sería posible sin un aparato de seguridad tan perfectamente sincronizado como la policía estatal yucateca.
Los meridanos no se pasan los altos ni sabiendo que a la medianoche todos los policías están ocupados cerrando las calles por el toque de queda, por temor a que “algún policía salga de un lugar escondido y los vea”. Uno de los principales datos de orgullo en Mérida es presumirla como la ciudad más segura de México. Esta percepción está respaldada por cifras y éstas son contundentes.
En 2018, por ejemplo, Campeche y Yucatán tuvieron el menor número de homicidios en todo el país, según datos registrados por el INEGI. En contraste, para el mismo periodo, el estado vecino de Quintana Roo tuvo el mayor crecimiento registrado a nivel nacional para el mismo delito. Otra manera de ver la consistencia de la política de seguridad yucateca es a través del tiempo. Según el INEGI también, estados como Durango redujeron su tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes de 62 a 9 en los últimos 10 años. Por otro lado hay estados con la trayectoria opuesta, como Guanajuato, en donde la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes aumentó de 9 a 64 entre 2009 y 2019. Yucatán, de manera totalmente atípica, no solamente mantuvo su tasa de homicidios prácticamente sin variabilidad, sino que la mantuvo a dos homicidios por cada 100 mil habitantes desde 2009 a 2019. La pregunta importante es a qué costo, o más bien, a costo de quiénes.
Se dice que este nivel de aparente tranquilidad y el consecuente respeto (o temor) a la policía serían imposibles sin la gestión de un solo hombre: Luis Felipe Saidén Ojeda, quien estuvo el frente de la secretaría predecesora a la de Secretaría de Seguridad Pública de Yucatán de 1995 a 2001 bajo una administración priista. Durante esa gestión, según un reportaje publicado en La Jornada en 2004, se le acusó a Saidén Ojeda de “violentar derechos humanos de cientos de detenidos y brindar protección a delincuentes”. De 2002 a 2003 fue director general de Seguridad Pública, Tránsito y Bomberos en Cancún en el estado vecino de Quintana Roo. De acuerdo con la prensa local yucateca, en 2004 se acusó a Saidén Ojeda de haber estado implicado en un esquema de protección a narcomenudistas en un pleito entre el Cartel de Sinaloa y el Cartel del Golfo durante su gestión en Quintana Roo; se le liberó orden de aprehensión y fue absuelto en 2007. La Jornada, por su parte, añade que Saidén Ojeda estuvo involucrado en contratar policías de Yucatán para disfrazarse de opositores a su propio jefe en Quintana Roo, para sacarlo del cargo. En 2008, en un caso cubierto por el semanario Proceso, Yucatán amaneció con 12 cuerpos de personas presuntamente involucradas en actividades de narcomenudeo, aventados por sicarios en el municipio de Buctzotz. Un video publicado en YouTube después de que se encontraran los cuerpos decapitados, explicaba que era una advertencia para Saidén Ojeda, quien —decían en el video— estaba protegiendo a un grupo delictivo.
Por supuesto, nada de lo anterior se ha comprobado. Tampoco le impidió a Saidén Ojeda ser designado como secretario de Seguridad Pública nuevamente en 2007 y, desde entonces, de manera ininterrumpida en los últimos tres sexenios, por gubernaturas tanto priistas como panistas. Para muchos yucatecos es difícil identificar dónde termina el hombre y empieza la institución, o si la distinción existe, lo cual trae cuestionamientos propios.
Para empezar, está la vieja pregunta de qué tanto estamos dispuestos a sacrificar de nuestras propias libertades a cambio de seguridad. ¿Es preferible que haya orden y paz aparente, a pesar de lo cuestionables que puedan ser los arreglos y los tratos para conseguirlos? ¿Merecemos, como ciudadanos, conocer estos arreglos? La respuesta democrática diría que es una disyuntiva falsa. No tendríamos por qué vernos en la posición de elegir entre transparencia y resultados. Imposible no pensar en Salvador Cienfuegos Zepeda, otrora secretario de la Defensa Nacional, absuelto por las autoridades mexicanas después de que Estados Unidos le presentara cargos por coludirse con el crimen organizado. Sin embargo, mientras Cienfuegos Zepeda estuvo al frente de la seguridad pública del Estado de México y del país entero, sucedieron atrocidades conocidas a nivel nacional, como las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, por nombrar solo dos.
En la opacidad suceden los abusos más grandes a derechos humanos. Ante la falta de una lupa que observe el actuar de nuestras autoridades, se da pie a la erosión total de garantías de personas culpables e inocentes por igual, pero sobre todo de los menos privilegiados. Basta con salir a pasear en Mérida para ver una policía intimidante, patrullas transitando inusualmente lento a la mitad de los carriles en un despliegue de poder; oficiales en motocicletas pegados a la parte posterior de los coches con las luces encendidas haciéndoles sentir su presencia; personal de seguridad que detiene a personas en la calle para revisarlos y interrogarlos, y esas personas casi siempre son de piel morena y empleos con menor poder adquisitivo. Basta con pasarse del toque de queda y saber que, a pesar del susto, probablemente no nos pase nada porque no “nos vemos” sospechosos. Cuando la seguridad está garantizada por una persona y no por una institución con lineamientos claros y objetivos, la seguridad puede ser muy relativa.
Situaciones de amenaza, ya sea por violencia armada o riesgos de salud (como la pandemia del coronavirus), se prestan para el despliegue excesivo de la fuerza del Estado. Estas medidas pueden rayar en lo autoritario bajo la excusa de proteger a la población. Son peligrosas si no se delimitan y contienen. En el caso de Yucatán, y mientras el aumento de la violencia acecha en los estados vecinos, parece que las medidas del toque de queda han dado resultado en la contención de la propagación del SARS-CoV2. Habrá que estar alertas y poner atención si se intentan prolongar, extender o aplicar a otras aparentes emergencias de sobrevivencia, y de ser así, cuáles y cómo.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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