El examen y la ilusión de entrar a la universidad

21 julio, 2024

Conalep Coyoacán. Foto: Moisés Pablo / Cuartoscuro

¿Qué tan pública es la educación cuando se le niega a más de 200 mil personas? Si para entrar es cada vez más necesario pagar un curso especializado ¿qué tan accesible y gratuita es?

Texto: Andi Sarmiento

Foto: Moisés Pablo / Cuartoscuro

CIUDAD DE MÉXICO.- En estos días, las universidades públicas más solicitadas del país (UNAM y Politécnico) dan a conocer los resultados de sus respectivos exámenes de selección, siendo estos los que definirán el rumbo de una parte importante de la vida de miles de jóvenes de todo el país. Dichas pruebas han sido cada vez más cuestionadas, pues demuestran lo perjudicado y decaído que se encuentra nuestro sistema educativo, además de retrasar la educación de miles de personas año con año.

Quienes nos hemos enfrentado a este protocolo sabemos que es un trámite difícil que requiere tiempo, apoyo, un gran desgaste mental y que, a su vez, se vuelve un tema más complejo conforme pasan los años. 

El proceso empieza con inscribirse, no perder ninguna fecha y prestar suma atención a la convocatoria. Luego prepararse: estudiar y repasar lo aprendido en el bachillerato. Por último, presentar el examen y esperar dos meses para conocer los resultados. 

El año pasado decidí realizar el examen junto con unos amigos que, al igual que yo, no lograron realizar el examen el año anterior. Ellos, tomando distintos cursos, y yo, estudiando por mi cuenta, nos encaminamos en esta travesía de buscar un espacio en la universidad.

Luego de meses de desvelo, juntadas de estudio y mucho estrés, llegó el día. Acudí al recinto asignado por la UNAM un sábado en la mañana con algo de fruta y un café en el estómago. En lo que daba la hora fui al baño, donde me pasaron un detector de metales (el cual ya me habían pasado en el salón). Volví a mi asiento, me comí un dulce y al poco tiempo sonó la campana de inicio.

Contesté más de la mitad de los reactivos con la certeza de que sabía lo que estaba haciendo; sin embargo, conforme avanzaban los minutos fui cayendo en cuenta de algo: había subestimado el examen. Pensé, inocentemente, que sería un examen más de lógica y sentido común, con conocimientos teóricos. Pero en su lugar me encontré con una prueba que, en su mayoría, tenía temas muy específicos. Rellené la última respuesta un poco a escondidas, en lo que recogían las hojas. Pero lo terminé.

Poco después presenté el examen del Politécnico. Por cuestiones personales, no pude estudiar mucho más de lo que ya había estudiado. La prueba era en línea y tuve que realizarla en una casa ajena, pues en la mía no hay ni buen internet y no tenía una computadora adecuada. Ese examen constaba de 140 preguntas mientras que el de la UNAM tiene 120, ambos con tres horas para contestar.

Cuando llegó el día de la entrega de resultados mis amigos y yo hicimos una videollamada para verlos juntos. Ingresamos a la página uno por uno para ver que, de los cuatro, nadie se había quedado. 

De las 120 preguntas nuestros aciertos rondaban entre los 85 y 97. Nada mal, pero no lo suficiente para nuestras carreras. La llamada se volvió una interacción muy triste, pues sentíamos que la UNAM nos estaba diciendo que todo nuestro esfuerzo de meses fue completamente en vano, que nosotros no éramos aptos para la universidad. 

Después de procesarlo un poco la tristeza se convirtió en coraje. Coraje de ver a mis amistades sintiéndose incapaces cuando me consta el esfuerzo que hicieron. Saber que una tuvo una contractura fuerte por estrés días antes del examen y que los otros dos llevaban años sin pisar una institución, pues hicieron prepa en línea. Aún así, el esfuerzo no fue suficiente. 

Revisando mis resultados, a los que les di vueltas y vueltas todo el día, noté varias cosas. Una, que mi puntaje superó todas mis expectativas; logré acertar todas las preguntas de Geografía e Historia de México, que para muchos serán cosa sencilla, pero para mí fue todo un récord, pues esas materias se me han complicado desde la primaria. Me reconfortó saber que fui capaz de responder tantas cosas habiendo estudiado por mi cuenta, aunque de nuevo, para la universidad eso no era nada. 

La otra cosa que noté fue que arriba de los resultados venían las estadísticas de cada carrera. En la mía, de más de 5 mil aspirantes, habían sido seleccionados 85. Aún peor, en la carrera de Traducción, a la que aspiraba mi amiga, entraron 17 personas y yo hasta la fecha no puedo entender cómo la «Máxima casa de estudios» no puede aceptar a más de 20 personas en una carrera. 

Días después llegaron los resultados del Poli, mi segunda esperanza. Entré a la página, escribí mis datos e inmediatamente me apareció un recuadro gigante con mi foto y en letras mayúsculas: RECHAZADO. En este caso ni siquiera pude conocer mis aciertos. Es imposible no sentirse mal ante estas situaciones.

Luego me enteré de que ese examen tiene serios problemas, dado que no es la institución la que aplica la prueba sino una empresa externa que se contrata; por ende, no hay con quien se pueda hablar para aclarar dudas, pedir revisiones o saber en dónde estuvieron los errores. No se sabe bajo qué criterios se califica y además, no se revelan los datos del número de ingresados hasta tiempo después.

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Pasó el tiempo y de mi grupo de amigos, una entró a una universidad privada y otro ingresó a la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Quedamos solamente una amiga y yo que, siendo personas un tanto necias, decidimos volver a intentar este año. 

En enero retomamos nuestra preparación, a la cual se nos unió otra amiga, que recién abandonaba su carrera y quería probar otra vez en la UNAM. 

Tuve la enorme oportunidad de tomar un curso de preparación (en el Instituto Coapa), el cual constaba de cuatro meses y medio con cuatro horas de clases de lunes a viernes y pruebas cada sábado a las 8 de la mañana. Ahí conocí a mucha gente muy distinta; había quienes iban a realizar el examen por primera vez así como quien recursaba por segunda o hasta cuarta vez, estaban los que vivían a media hora del Instituto y los que se hacían hasta dos horas de camino, todos con aspiraciones distintas pero compartiendo una en común: pasar el examen de la UNAM.

Mi grupo era para Área 2, una de las de mayor demanda. A pesar de ser un ambiente similar al de una escuela, los ánimos eran distintos; se sentía cierta conexión tanto entre alumnos como entre profesores, pues entre nosotros entendíamos lo que significaba estar ahí y lo que se sentía haber sido rechazado (a veces, me parece incomprensible la poca o nula empatía que hay de la sociedad con los estudiantes rechazados). De la misma manera, los maestros que llevan ya varios años dando clases ahí saben mejor que cualquier otro profesor externo lo importante que es esto para los alumnos. Han visto a varios regresar después de haber reprobado así como han sido en gran parte responsables de que otros ingresen. Se formó una red de apoyo. 

Entendí lo influyente que puede ser un espacio así. No solo te dan los conocimientos necesarios para la prueba, sino que también es de mucha ayuda convivir con gente que está pasando por lo mismo. Ya no era solo yo estudiando en mi cuarto y a veces en casa de mis amigos, ahora me acompañaban más personas en el proceso, incluyendo a los maestros que nos guiaron en el camino y tenía más material para compartir y ayudar a mis otras amistades. 

Por otro lado, comprendí también la economía que se ha formado a costa de la necesidad de estudiar de las personas. Los exámenes de admisión se han hecho cada vez más difíciles de pasar sin la ayuda de estas pequeñas instituciones dedicadas a ello, con maestros que han realizado y estudiado estos exámenes durante años y conocen las trampas de las preguntas. Aunque sé que mis maestros no actúan únicamente por el dinero, sino porque reconocen la injusticia en este sistema. Constantemente se escuchaba la frase de no se de dónde sacan esto, pero así lo maneja la UNAM, así apréndanselo. En las clases y en las pruebas de los sábados, nos daban preguntas que habían salido en exámenes anteriores sobre ciertos temas; además, conocían bien a qué darle mayor importancia.

Conforme pasaron los meses nos habíamos familiarizado más con los temas y sobre todo, con los reactivos. Igualmente, mientras se acercaba la fecha aumentaba la tensión y todas las emociones estaban en su máxima expresión.

Llegamos a la última semana. Para entonces ya habíamos terminado el temario de cada materia y nos dedicamos a hacer repaso. Tanto mis amistades del curso como las externas éramos como robots, unos ya muy hartos. No hacíamos más que pensar en lo mismo. De alguna manera, todas nuestras conversaciones terminaban en algo relacionado con el examen; también estábamos muy frustrados y no entender cualquier cosa podía terminar en lágrimas. Nos sentíamos hasta culpables de cada momento que no estudiábamos en casa (a pesar de ser humanamente imposible no tomar un descanso); recuerdo haberme enfermado fuertemente del estómago durante esos días y sentirme culpable por ello. No me preocupaba mi salud sino reponerme a tiempo para mi examen, que por suerte así fue.

El último día de clases fue bastante conmovedor, principalmente porque fue un cierre comunitario de un proceso que vivimos tanto alumnos como maestros. Al día siguiente, sería el final de un trabajo de meses. Ahí se formaron grandes lazos entre varios de nosotros; aunque no todos hayamos tenido comunicación, sí esperábamos que todos lo lográramos.

Ese día no hubo clases, al contrario, los profesores nos pedían que ya descansáramos. Me despedí después de un rato, llegué a mi casa y estudié varias hasta la noche, cuando mi padre me regañó y me dijo que ya me fuera a dormir. A la mañana siguiente comí un poco de fruta, repasé lo que pude y me dirigí al recinto. Al igual que la vez pasada me senté, comí un dulce y sonó la campana. 

Mientras iba contestando pude observar que, en efecto, muchas de las preguntas ya las conocía, lo que me ahorró bastante tiempo. Sentí mucha confianza porque a diferencia del año pasado, ahora sabía por lo menos las bases de todos los temas y muchos reactivos los contesté en menos de cinco segundos; claramente, me atoré en algunas partes, pero pude pensar con mucha más calma que la otra vez. Entregué mi hoja con 15 minutos de sobra y me retiré. 

Mis amistades y yo por fin nos habíamos quitado un peso de encima; no obstante, eso no impidió que esto siguiera siendo nuestro tema de conversación recurrente durante dos meses. 

Poco después, también reintenté el examen para el Politécnico, que con mis apuntes del curso fue mucho más sencillo, aunque igualmente contenía temas muy distintos que me agarraron en curva. Lo mandé y por fin la tortura había culminado.Ahora iniciaba la otra, de la espera.

Aunque esta no fue tan atemorizante como la de la vez pasada, pues este año sabía que tenía ventaja sobre mi versión del 2023, la que pensaba que podía manejarlo por su cuenta, que no era consciente de la cantidad de temas tan específicos y rebuscados de la prueba.

Andi del 2023 no razonaba como la UNAM quería que lo hiciera y desconocía que hay muchos temas que solamente la institución entiende. Si pude desarrollarme mejor este año fue, por una parte, porque pude resolver temas que el año pasado tenía atorados y, por otra, porque tuve la oportunidad -que no cualquiera tiene- de tomar ese curso. Tomarlo implica tiempo y dinero que no todas las personas tienen y el hecho de que esa haya sido la clave para pasar un examen nos dice que la universidad no es tan gratuita ni tan abierta al pueblo.

Pero pienso que tanto Andi del 2023 como del 2024 se merecen entrar a la universidad. Y no lo digo por ser yo, sino porque se que el año pasado yo quería entrar, porque a pesar de no ir formalmente a estudiar sí lo hice desde mi casa y desde mis posibilidades. Me lo merecía porque superé mis habilidades y porque yo no tenía forma de saber el tipo de preguntas que venían; porque mis estudios no deberían ser detenidos por un número específico de aciertos. Porque sé que mi caso no es aislado, que anualmente es la mayoría la que es rechazada de las universidades. 

Este año conviví con mucha gente que al igual que yo, busca seguir estudiando. Pienso en la chica que a veces llegaba a las clases con su bebé de año y medio; en el chico que trabajaba en un aeropuerto o en el que, saliendo, se iba a su trabajo de tres de la tarde a tres de la mañana, y que con el tiempo dejó el curso; en la chica que faltó durante semanas por una operación y aún así retomó o en la que presentaba el examen por cuarta vez.

Pienso en mis amigas que hacían hasta dos horas de camino, pasando más tiempo en el transporte que en las clases; en mis amigos que servían como soporte emocional y en el que se desvelaba absolutamente todos los días estudiando; también, en las personas que iniciaron con menos de 40 aciertos y que para el final del curso ya estaban en 80. 

Igualmente, pienso en mi amiga que ha vivido este proceso conmigo durante estos años, que estudió aún estando en otro estado y mejor cambió de carrera porque hizo la preparatoria abierta y lleva años sin pisar una escuela; también, en mi otra amiga que tuvo una larga lucha familiar para, por fin, poder cambiar de carrera y de escuela.

Pienso en ellos y creo que todos lo merecen. Que son esfuerzos que vale la pena contar aunque para las instituciones y para buena parte de la sociedad, no son nada. 

Las instituciones desechan todas estas historias porque lo que les importa es el número de aciertos. No se dan cuenta que detrás de cada número de registro hay una persona con toda una lucha por seguir estudiando. Muchos que se quedan fuera por un acierto, aunque se hayan matado estudiando.

Sí, las escuelas están rebasadas. Ya somos muchos. Pero en lugar de abrir y mejorar los espacios, o de redistribuir y fortalecer otras escuelas públicas, deciden hacer que menos gente pueda estudiar. El año pasado, de 227 mil aplicantes aproximadamente fueron seleccionados 27 mil. Este año, lo mismo: sólo pudo entrar uno de cada 10.

Antes, la UNAM tenía dos exámenes al año, de forma que si no quedabas al primer intento todavía tenías la oportunidad de lograrlo en el segundo; con menos tiempo entre cada uno, los conocimientos están un poco más frescos y existe la opción de comenzar los estudios ese mismo año. Pero a raíz de la pandemia se eliminó la segunda vuelta. Esto ha generado un enorme rezago que parece ser que no se está atendiendo. Para empezar, provoca que cada año sean más los rechazados y por lo tanto, más aspirantes el siguiente año, acumulando aspirantes año con año. Algo similar ocurre con el Politécnico, que sí tiene una segunda vuelta pero solo para ciertas carreras (no la mía).

La pandemia nos mostró un gran desnivel en cuanto a educación. Dejó a generaciones enteras sin la oportunidad de tener clases presenciales durante un periodo de entre uno y tres años; los aprendizajes escolares evidentemente se vieron afectados, pues ni las instituciones, ni los maestros, ni los estudiantes de ningún nivel estábamos preparados para una situación de tal magnitud.

Pero los exámenes de admisión siguen siendo los mismos que eran antes de la pandemia, no están considerando la cantidad de jóvenes que prácticamente no tuvieron secundaria o preparatoria. En lugar de renovarse, buscar otras técnicas para calificar a los aspirantes y adecuarse al contexto del que venimos, lo que hacen es reducir las oportunidades de entrar a la universidad.

En lugar de empujar a la gente a las escuelas privadas o tener a los aspirantes durante años sin poder estudiar, es necesario abrir más espacios que aseguren una educación de calidad y que a su vez, no condicionen su acceso dependiendo de las oportunidades de cada persona.

¿Qué tan pública es la educación cuando se le niega a más de 200 mil personas? Si para entrar es cada vez más necesario pagar un curso especializado ¿qué tan accesible y gratuita es? No podemos hablar de un buen sistema educativo si este segrega a la misma población que quiere seguir adelante académicamente. 

Creo que es fundamental reformular los exámenes de admisión y sus preguntas, que estos sean realmente adecuados para todas las personas y que haya más opciones aparte del mismo esquema repetitivo que perjudica más de lo que beneficia. En el mejor de los casos, pienso que ni siquiera debería haber examen. Que debemos quitarnos la idea de que todo debe ser competitivo y que hay quienes merecen entrar a una institución más que otros, o que mientras más joven te gradúes mayor será tu valor.

La educación es un derecho y por lo tanto debe estar verdaderamente al alcance de cualquiera, no solo para un sector.

Andi Sarmiento

Me gusta escribir lo que pienso y siempre busco formas de cambiar el mundo; siempre analizo y observo mi entorno y no puedo estar en un lugar por mucho tiempo