«La deuda que México tiene contra nosotras las negras, es una deuda acumulada e histórica que un día tendrá que pagar»

5 noviembre, 2023

Juliana Acevedo lleva 20 años luchando por el reconocimiento de los afromexicanos de la costa oaxaqueña desde el pueblo de Collantes, cree que para las mujeres negras el tema es más profundo porque se trata de un despertar interior: volver visible una historia negada por el estado mexicano, donde las mujeres enfrentan la racialización de sus cuerpos y sus territorios

Texto y Fotos: Antonio Mundaca

Ilustración: Brunof

PINOTEPA, OAXACA. – La primera vez que Juliana Acevedo Ávila se reconoció como una mujer negra tuvo una sensación parecida a tocar el fuego. No sabía porque que su cabello rizado, sus manos pequeñas, casi oscuras, tenían que ser de mundos lejanos.

No sabía si debía sonreír o esconderse cuando le preguntaban si su familia había llegado en buques negreros por naufragios antiguos, arrojados del océano a las costas de Oaxaca para el negocio de la esclavitud, o por qué le preguntaban en la escuela si tenía familia en Cuba o Veracruz, cuando sus abuelos eran de Santo Domingo Armenta, un pueblo en la Costa entre Oaxaca y Guerrero.

Juliana no entendía de niña qué era eso de la belleza porque no había mujeres como ella; si era cierto el espejismo de una comunidad de negros cercanos al mar del Pacífico, negados desde siempre por el estado mexicano, y donde tenía una casa con árboles en el patio y su familia comía pan cocido en su propio horno de leña.

«El racismo hizo que me acercara a buscar mi identidad, dice enérgicamente», cuando Juliana habla su voz se eleva, sus brazos se mueven. Hace pausas, entendimos después, poco a poco, mientras crecía la charla, que su mirada perdida en el movimiento del otro, tiene algo de esa mirada que tuvo de niña cuando iba con sus abuelos a pescar en el mar y miraba el horizonte, el mar que está a 8 kilómetros de Collantes, el pueblo marino donde Juliana llegó siendo niña.

Dice Juliana que la revolución interior apareció en quinto grado de primaria cuando un profesor de nombre Israel Reyes, llegó a su comunidad y se integró a la Casa del Pueblo. Fue una revolución cultural profunda en una niña negra, porque le reveló a Juliana su vocación de activismo cercano a la poesía, se hizo mujer y madre hasta entender profundamente que sin la colectividad nada perdura.

Collantes, de cuerpos y territorios

La humedad de Collantes asfixia mientras entras a la comunidad en camionetas de carga por la desviación de la carretera federal 200 desde Santiago Pinotepa. El camino es una carretera con una carpeta asfáltica muy vieja desde donde ves por todos lados una llanura con sembradíos de caña, plátano y chile. El calor no declina con el paso del día, casi puedes sentir la sal de los otros, que van trepados contigo en una camioneta de dos toneladas con tablones abiertos para aminorar el polvo y el rocío que se unta en la ropa y en los cuerpos.

 Antes de llegar a Collantes,  en la comunidad conocida como la Cruz del Itacuán, una procesión de mujeres con vestidos y  flores amarillas chillantes en las manos, atraviesa el camino. Hombres en caballos llevan también estandartes con una cruz bordada al centro. Collantes es un llano al lado de un río secándose. En la casa de Juliana hay agua de mango para quienes llegan a verla después de 8 horas y media de viaje desde la ciudad de Oaxaca.

Se llega a casa de Juliana en un mototaxi, su familia te recibe con pancitos de azúcar. Su madre, una negra de cabellos blancos, sobreviviente de cáncer, va con los pies desnudos por el patio, dice que no le gustan los zapatos porque no le permiten tocar la tierra que la une a la vida. La casa de Juliana parece un jardín que siempre ha florecido. Viven en la casa seis mujeres; su hija, sus hermanas, sus tías y dos hombres. La habitación principal donde cocinan, comen, bailan y celebran es un cuarto amplio de ladrillo rojos sin repellar profundamente fresco. Afuera, el horno de piedra es el centro de los rituales más íntimos.

Juliana lamenta que en México por siglos no existiera una cultura ligada a África, que la negación de los pueblos negros sea una especie de segregación moderna que ha impedido el reconocimiento de miles de afrodescendientes en la historia. Juliana es una mujer grande, de complexión fuerte, que está convencida que el respeto por el derecho a las mujeres negras está atravesado por dinámicas distintas y profundas, ligadas a la racialización del cuerpo y el territorio.

«Los hombres no sienten el miedo que nosotras sentimos, no se les violenta por el hecho de ser hombres, pero en el caso de las mujeres negras es peor, porque las compañeras que nos representan en los institutos municipales de las mujeres de Oaxaca son las voces de las mujeres blancas».

Juliana se revela frágil pero sus palabras tienen la potencia de quien lleva años comprendiendo los impactos del racismo. Unas particularidades que ella considera que las mujeres afrodescendientes sufren, y está atravesadas por lo socioeconómico, lo étnico y una condición de género que tiene que ver con la hipersexualización de sus cuerpos. Para las mujeres negras, dice que se trata de un despertar de consciencia interior porque en México existe todavía la negación de esa realidad

Una niña que no sabía que era negra

En Collantes no parece haber vestigio del mestizaje criollo traído por los españoles. Se reconocen como hijos de indígenas y negros, aunque el nombre del pueblo sea el apellido de un capataz español llamado Emanuel Collantes, que le dio el nombre al lugar con el permiso de pobladores negros que servían a un terrateniente llamado Cosme del Valle, que comerciaba esclavos traídos de Senegal y Gambia en un tiempo mítico. Un pueblo en el que los viejos cuentan, crecieron entre plantaciones de tabaco, casas con patios sin luz y caminaban en la noche con candiles de petróleo hasta Puerto Minizo, una pequeña península de arenas blancas del mar Pacífico donde encallaban barcos y los negros pescaban aislados del resto de Oaxaca por décadas, bordeaban la costa, traían desde Rio Grande Tututepec, costales repletos de maíz.

Antes de llegar a Collantes, Juliana estudió parte de la primaria en Santa María Huazolotitlán, un pueblo mestizo enclavado en los límites calurosos de Pinotepa Nacional.

«Yo no sabía que era negra hasta que me lo dijeron los niños mestizos de esas comunidad», insiste Juliana. Hay un duelo atravesado que vuelve a la vida y vuelve a la mirada perdida en el mar».

En aquel pueblo ella creció interviniendo en eventos culturales infantiles y dice que desde entonces ha peleado contra el racismo institucional. En Collantes se involucró en el rescate cultural de lo afromexicano en 2007, en un tiempo donde nadie exigía derechos para las mujeres negras, porque ni siquiera ser negro era un grito urgente que había que exigir o protestar. 

Sabía que era costeña porque eran pocas las brechas de tierra fina metiéndose en sus pies desde su casa a la escuela. Una tierra donde su gente va casi desnuda, niños con las panzas negras, mujeres negras sentadas en el filo de la tierra riendo a carcajadas, hombres negros lampiños en bicicletas llevando las tortillas hasta las puertas de las casas. Pero ser negra y mujer, y llegar a ese despertar identitario confiesa que fue muy difícil, por eso ahora impulsa algo que llama intercambio intergeneracional.

«Estamos como colectividad llevando teoría feminista negra a las mujeres jóvenes de la Costa, para dar forma a un pensamiento político, el feminismo negro a menudo no se considera una conversación, porque en el mundo no cuenta con los recursos precisos, pero es un movimiento basado en la filantropía, la formulación de políticas públicas a grupos segregados, el activismo y el mundo académico».

Juliana ahora es presidenta de la colectiva Organización para el Fomento de la equidad de género y respeto de los derechos humanos de los Pueblos Negros y Afromexicanos (OFPA), da conferencias, talleres para prevenir la violencia y es integrante de la de la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora Capítulo México.

«Creo que hay una lucha que empieza a dar frutos después de mucho tiempo, pero sigo temiendo a la simulación institucional», confiesa.

Una deuda que un día tendrá que ser pagada

Juliana  como abogada fue impulsora del reconocimiento de pueblos y comunidades afromexicanas. En 2019, en colectivo, hicieron que la constitución del país reconociera  la composición pluricultural de la nación en el Artículo 2. Lograron la autodeterminación siglos después de existir. En 2020 fue promotora del censo del Instituto Nacional de Información Estadística y Geográfica (INEGI), que por primera vez preguntó en el país a las personas si se audoascribian como afromexicanas. El resultado oficial es que en México existen 1 millón 400 mil personas que se reconocen como afrodescendientes, de las cuales, 194 mil 474 están en Oaxaca, miles de ellas son originarias de la tierra de sus ancestros Santo Domingo Armenta, miles crecieron en los médanos de arena costeña que ella caminó de niña.

Juliana cree que estos dos momentos fueron un espacio de reivindicación para años de sufrimiento, el tiempo donde las mujeres afrodescendientes fueron reducidas a la trata negrera o a la servidumbre, un paso para no volver a ser borradas de la historia.

«La importancia del censo de 2020, igual que el reconocimiento jurídico de 2019, en el cual se definen nuestros derechos como colectivo de manera específica, es porque sabemos cuántos somos, dónde estamos y cuáles son nuestras necesidades», reflexiona.  Ahora a su rostro lo atraviesa un resplandor. Juliana sonríe.

«Autoreconocerse como mujer afro es lo primero para ganar una amplia guerra que hemos perdido, porque vivimos ese blanqueamiento histórico, las mujeres negras en México somos hijas de familias con la historia desdibujada».

Juliana hace pausas profundas para reconocer que tiene 20 años de haber empezado la lucha por el reconocimiento de la raíz africana en Oaxaca.

«La deuda que México tiene como país contra nosotras las negras, es una deuda acumulada e histórica que un día tendrá que ser pagada».