Parece una obviedad, pero vistas las reacciones ante esta crisis hay que repetirlo. El agua no es parte de la economía: la subyace y la sostiene. Sin agua no se pueden lavar los minerales, no se pueden producir alimentos, no se pueden mantener ni el comercio ni los servicios. Los sistemas hídricos son, simple y llanamente, la condición fundamental para la vida de las sociedades
Por Eugenio Fernández Vázquez / X: @eugeniofv
Casi el 80 por ciento del territorio mexicano atraviesa por algún grado de sequía. La quinta parte del país sufre una sequía excepcional y la tercera parte pasa por una sequía extrema, según los grados de severidad que ha establecido la Comisión Nacional del Agua. A pesar de ello, el país mantiene el mismo rumbo que sigue desde hace décadas: se invierte en infraestructura gris, se privilegia el crecimiento económico por encima de la conservación y del combate a la desigualdad y se carga la responsabilidad sobre los ciudadanos, en lugar de impulsar políticas públicas que pongan límites a las grandes empresas, que frenen el desperdicio y que transformen verdaderamente nuestra relación con el planeta.
Parece una obviedad, pero vistas las reacciones ante esta crisis hay que repetirlo. El agua no es parte de la economía: la subyace y la sostiene. Sin agua no se pueden lavar los minerales, no se pueden producir alimentos, no se pueden mantener ni el comercio ni los servicios. Los sistemas hídricos son, simple y llanamente, la condición fundamental para la vida de las sociedades.
Como casi todo en este país y en este mundo, el agua está mal distribuida y se le han otorgado privilegios sobre ella a unos pocos en detrimento de los muchos. Quizá el ejemplo más claro de ello sea el hecho de que en la Ciudad de México —donde 11 de las 16 alcaldías enfrentan cortes muy severos en el suministro de agua— hay 14 campos de golf activos.
A pesar de ello, las políticas públicas y la posición del sector privado siguen la misma línea de siempre —y nadie, ni en el oficialismo ni en la oposición, ha propuesto gran cosa para cambiarla—. Por ejemplo, no ha habido una política agropecuaria ni de lejos transformadora, a pesar de que tres cuartas partes del agua en México se usan para la agricultura y de que muchas veces produce vegetales —no siempre alimentos: también se producen fibras, por ejemplo, o forraje— destinados a la exportación, de tal manera que en el país son unos pocos los que usan agua que se beberán o comerán en otros países. Tampoco ha habido un esfuerzo para cambiar la matriz energética nacional y hacerla más sustentable y resiliente, a pesar de que las plantas termoeléctricas usan el 5 por ciento del agua nacional y de que las hidroeléctricas de las que depende el suministro energético pronto dejarán de funcionar si no pasa algo pronto con la sequía.
Ante esta situación, no hay salida fácil, pero prácticamente todas las acciones para verdaderamente atacar el problema de fondo pasan por construir una economía más descentralizada, menos consumista y menos desigual. Apostar por una agricultura de pequeña escala, regenerativa y que privilegie los mercados locales por encima de las exportaciones sería un primer paso muy importante, que implica transformar las cadenas comerciales, los patrones de consumo y la cultura alimentaria que se ha impuesto en los últimos años.
Castigar a los grandes consumidores, verificar verdaderamente que se cumplan las condiciones de las concesiones y frenar el hurto de agua será también fundamental. Apostar por la restauración de bosques y selvas, por la instalación de infraestructura verde, por la conservación de los ecosistemas en pie es igualmente crucial.
Soluciones al problema del agua hay. Ninguna es fácil, ninguna es rápida. Todas, sin embargo, son urgentes y casi todas llevarán a un mundo más justo. ¿Por qué no empezar ya, antes de que “tener el agua al cuello” parezca un sueño del pasado y no una condena?
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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