La Conquista en el presente

31 julio, 2021

El libro La conquista del presente recoge cuatro ensayos  de voces muy distintas que abren la puerta a repensarnos, hoy, a partir de cómo entendemos el ayer. Presentamos el prólogo escrito por uno de los autores y colaborador de Pie de Página, Eugenio Fernández Vázquez

Texto: Eugenio Fernández Vázquez

Fotos: Especial

I.  

Más allá de ser un pretexto para desfiles y exposiciones públicas, las  efemérides pueden servir también como asideros y puntos de partida  para mirar al pasado y transformar el presente. Arbitrarias como todos  los símbolos, portan consigo procesos enteros y abren la puerta a quien  quiera asomarse a la memoria que de ellos se guarda y entender quién  la sufre y quién la goza, quién la siente como propia y quién la ve como  algo ajeno y, en muchas ocasiones, como algo impuesto. Eso ocurre con  el quinto centenario de la Conquista de México, que se conmemora en  este año de 2021.  

En realidad, el aniversario de la llegada de Hernán Cortés a  las costas de Veracruz en 1519 apenas se ha tomado en cuenta y el año 2019  más bien sirvió como recordatorio de que había que prepararse para la  fecha importante, la de 2021. Como la Conquista en sí —el proceso de  imponer sobre los pueblos originarios el dominio colonial o el de los  herederos independientes de las autoridades coloniales— no terminó  sino hasta el siglo XX, no hay una fecha concreta que marque el final de  ese mismo proceso. En cambio, sí hay una fecha que marca su punto  de no retorno: la de la caída de México Tenochtitlan en manos de los  españoles y sus aliados mesoamericanos el 13 de agosto de 1521, y ésa  es la que lleva la carga de la memoria de la sujeción de los pueblos de  lo que hoy es México a la corona española. 

Se trata del día en que cayó prisionero Cuauhtémoc, el último  emperador azteca, mientras su ciudad sitiada moría de hambre y por  los estragos de las enfermedades recién llegadas de Europa —la viruela,  sin ir muy lejos, había matado a Cuitláhuac, su antecesor en el cargo,  apenas unos meses antes—. Se trata, por tanto, del momento en el que  los españoles consiguieron un sitio fijo desde el que emprender con  mayor fuerza y solidez su esfuerzo de sometimiento de los demás pueblos mesoamericanos, fuera por la negociación y el soborno o por la  fuerza de las armas. Por ejemplo, desde la base que entonces pudieron  instalar en Coyoacán, en la rivera del lago que rodeaba la ciudad caída,  emprendieron pronto las campañas militar y diplomática para dominar  Michoacán, y desde el valle de México salió Pedro de Alvarado a conquistar las tierras mayas al sur y al este del istmo de Tehuantepec, entre  otras empresas de aquel primer período de imposición de la autoridad  peninsular sobre lo que ya empezaba a ser América.  [García Martínez, Bernardo (2010), Los años de la conquista en AA. VV., Nueva historia  general de México, El Colegio de México, Ciudad de México, pp. 177s ].

Este quinto centenario de la Conquista de México encuentra al país  sumido en un momento de cambios  potenciales y de disyuntivas, en  que el neoliberalismo quedó duramente deslegitimado, pero en el que  todavía no surgen alternativas claras que permitan desmontar y sustituir  ese modelo económico y social. La relación de la sociedad mexicana  con su historia también está atravesada por esa coyuntura.  

México no es ajeno a lo que Enzo Traverso, siguiendo a François  Hartog, llama “presentismo”. Se trata, según la síntesis del italiano,  del régimen de historicidad surgido en la década de 1990 que consiste  en “un presente diluido que absorbe y disuelve en sí mismo tanto el  pasado como el futuro” y que tiene una doble dimensión: la reducción  del pasado a mercancía por y para la industria cultural, con lo que se  destruyen todas las experiencias transmitidas y se ocultan las herencias  significativas tanto de dominación como de resistencia, y la abolición del futuro, que se da definitivamente por cerrado en favor de un tiempo  de aceleración permanente [Traverso, Enzo (2018 [2016]), Melancolía de izquierda: marxismo, historia y memoria, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 34].

La reducción del tiempo que viven los seres humanos al presente  inmediato y su supuesta emancipación de la historia por parte del libre mercado debían haber abolido la necesidad de recordar nada. En México  se suponía que la transición a la democracia había hecho irrelevante  la memoria de toda lucha que no hubiera girado en torno a las urnas  y las elecciones, y la retirada voluntaria del Estado en favor del libre  mercado nos debía de haber liberado de condicionantes sociales para  permitirnos vivir y prosperar sin temores.  

Desde el poder económico y político se veía la historia —en tanto  disciplina y herramienta de comprensión del presente— como un pasatiempo legítimo pero intrascendente. El pasado, a su vez, se entendía,  no como un antecedente o una fuente de inercias, encuentros y conflictos que han dado pie al mundo que vivimos, sino como una fuente de orgullo patrio, de belleza y entretenimiento.  

Así, se proclamó ya desde 1990 que México es el afortunado heredero de “esplendores de treinta siglos”, como se tituló una ambiciosa  exposición que pasó primero por Manhattan y luego por la Ciudad de  México, y el siglo XXI ha visto sucederse una tras otra declaratorias  de patrimonio de la humanidad para sitios y prácticas nacionales. Al  tiempo, sin embargo, ha habido en los hechos un olvido activo de los  procesos y circunstancias por las que nacieron esos monumentos físicos  o intangibles, del tiempo y las sociedades que los construyeron y que  los envolvían y daban sentido.  

Las herencias de la Conquista son ejemplo de ello. Se toca el son  jarocho, pero se obvian sus raíces entre los esclavos llevados desde África  a Veracruz. Se conservan y restauran los retablos barrocos del Bajío,  pero se ocultan los elementos tan violentos que tuvo la evangelización  del país. En las ex haciendas de Yucatán convertidas en hoteles de lujo  se venden como souvenirs productos de henequén, pero se oculta la  explotación de los mayas en esos mismos terrenos y la maldición que  supuso ese pariente del agave.  

Buscando corregir este presentismo, o al menos yuxtaponiéndose  a él, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha emprendido  un esfuerzo por reconocer la importancia del pasado y de la historia y,  además, por incorporar a los pueblos indígenas al relato nacional. La  decisión de López Obrador de pedir disculpas a nombre del Estado  mexicano por las guerras contra los pueblos yaqui y maya y su exigencia  al Estado español de que se pidan disculpas por la Conquista van en ese  sentido, aunque no alcancen del todo su cometido explícito [ López Obrador, Andrés Manuel (2019), Discurso por la conmemoración de los 500 años  de la batalla de Centla, Tabasco, pronunciado el 25 de marzo de 2019, consultado el 2 de  mayo de 2021].

Desde los inicios de la guerra de Independencia se impuso en México  un relato público, un mito fundacional que conectó la emancipación  de España con el tiempo anterior a la Conquista, pero omitiendo en  el proceso a los descendientes de los pueblos indígenas. Como explicó  Luis Villoro, los criollos de primeros del siglo XIX se contaron que su  nueva nación era la continuación directa de las naciones precortesianas,  aunque eso no implicó nunca que pensaran que su sociedad conectaba  con las de los indios con los que de una u otra forma coexistían en el  territorio nacional. No hubo en la construcción de ese relato “una reiteración material de lo indígena”; no fueron “sus contenidos sociales  y espirituales los que se pretend[ía] reivindicar”, sino el hecho de que,  como el México que los criollos buscaban construir, ese tiempo estaba  también libre del yugo peninsular [Villoro 1953), El proceso ideológico de la revolución de Independencia]. 

Desde entonces, la construcción de la nueva nación y su desarrollo  posterior siguieron adelante sin los pueblos indios, y más bien contra  ellos. Tras la Independencia se mantuvieron las guerras contra los pueblos  rebeldes, y a mediados del siglo XIX se aprobaron normas como la Ley Lerdo, que buscaba abiertamente acabar con la propiedad comunal de  la tierra y deslindar los territorios indígenas.5 Inclusive la Revolución  de 1910, en la que los pueblos indios jugaron un papel importante, los  pasó de largo, aunque abriera la puerta a la restitución de sus tierras y  la reconfiguración de sus formas de gobernanza. De hecho, en la Constitución de 1917 ni siquiera se menciona a los indígenas mexicanos.6 Hizo falta un alzamiento armado —el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994— para obligar a México a escuchar la voz de  los pueblos indios, y ha hecho falta un cuarto de siglo de movilizaciones  posteriores, sea en defensa del agua y del territorio, de la autonomía  y autodeterminación o de la biodiversidad y agrobiodiversidad, para  que el Estado reconozca al menos en parte su complicidad con el colo nialismo. El gesto de López Obrador, sin embargo, no está exento de  riesgos y problemas.  

Por un lado, cuando se repasan los atropellos sufridos por los pueblos indígenas en estos quinientos años transcurridos desde la captura  de Cuauhtémoc lo dicho por el mandatario al pedir disculpas por las  atrocidades cometidas contra el pueblo maya parece muy poca cosa. En  el mensaje pronunciado en mayo de 2021 en Felipe Carrillo Puerto —la  antigua Chan Santa Cruz de los mayas alzados contra el Estado mexicano  a mediados del siglo XIX y hasta principios del siglo XX— López Obrador  puso el énfasis en las guerras, pero dijo poco de los trabajos activos y  no por desarmados menos violentos para mexicanizar o desindigenizar a  los pueblos indios. El presidente de la República mencionó apenas por  encima el hecho de que el Estado posrevolucionario ha sido también un Estado colonialista y, sobre todo, prometió “jamás olvidar” a los  pueblos indios [7 López Obrador, Andrés Manuel (2021), Discurso durante la Ceremonia de petición de perdón  por agravios al pueblo maya, consultado el 3 de mayo de 2021 en https://lopezobrador. org.mx/2021/05/03/discurso-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-duran te-la-ceremonia-de-peticion-de-perdon-por-agravios-al-pueblo-maya/]  pero eso no implica que su acción sea más democrática  que lo visto durante la historia de México.  

Como se documenta en este volumen, el colonialismo no terminó  con la partida de los virreyes, sino que se mantuvo tras la Independencia.  Podría decirse incluso que la consolidación del Estado, conseguida por  fin en los años posteriores a la Revolución de 1910, recrudeció dicho  proceso. Mencionar apenas de pasada la marginación y el abandono  al que se sometió intencionalmente a todos los pueblos indios —y no  solamente a los yaquis y a los mayas—, las campañas educativas en contra  de las lenguas autóctonas, el racismo todavía tan prevalente, es abrir en  falso las puertas del relato público sobre la historia nacional.  

Por otra parte, si el Estado ha de pedir seriamente perdón por los  atropellos cometidos, las disculpas deberían ir acompañadas por un  proceso participativo e incluyente de construcción de una memoria  colectiva y un relato público nacional —o, más bien, plurinacional—.  Para que el proceso sea realmente significativo debe incorporar a los  pueblos indios como autores de ese nuevo relato y no contemplarlos  solamente como receptores a los que se incluye sin consultarlos.

Ese proceso debería también ir acompañado de acciones concretas  y de un cambio en la forma de actuar del Estado. Hasta ahora, por  ejemplo, la única forma en la que se da voz a los pueblos indios en  los proyectos y programas de desarrollo es abriendo la posibilidad de  que acepten o rechacen las opciones que se les ofrecen desde arriba,  poniendo ante ellos una única alternativa: no recibir nada o recibir lo  que se construyó sin ellos. Actuar con honestidad y coherencia en contra  del colonialismo sería ir mucho más allá y construir esas opciones con  ellos y desde abajo. Como ha pedido en otros espacios la autora de uno  de los textos de este libro, Yásnaya E. Aguilar Gil, “antes de proceder habría que escuchar” y pensar y diseñar los caminos de desarrollo en  los territorios indígenas de la mano con esas poblaciones [Aguilar Gil, Yásnaya E. (2020), Que ningún Dios recuerde tu nombre, El País, 10 de  marzo de 2020, versión web, consultada el 3 de mayo de 2021 en https://elpais.com/ elpais/2020/03/10/opinion/1583849731_517412.html].  

Tampoco se puede ignorar que poner el énfasis en los atropellos del  porfiriato sin dar el lugar que corresponde a los esfuerzos de resistencia  es reducir a los pueblos indios a víctimas de la historia, ocultando el  protagonismo que tuvieron. En justicia, habría que obrar en sentido  contrario y, siguiendo de nuevo a Enzo Traverso, reconocerlos como  vencidos antes que pintarlos como víctimas [Traverso, Enzo (2017), Políticas de la memoria en la era del neoliberalismo, Aletheia  7(14): p. 7]. 

La diferencia entre uno y otro término no es poca cosa. Donde la  víctima es objeto de un ataque, el vencido es sujeto de una lucha. Si la  víctima padece la acción de otro, el vencido es el sujeto de la acción  propia, aunque dicha acción no haya tenido éxito. Los pueblos indios  han sido por encima de todo actores y protagonistas de su historia,  aunque en el relato nacional se les haya relegado a un segundo plano y a la pasividad de personajes de reparto.  

La guerra de Castas y la del Yaqui son apenas dos episodios en una  larga historia de resistencias y rebeliones que han atravesado todo el  territorio nacional y que lo mismo han tomado la forma de levantamientos armados en la Sierra Gorda de Querétaro que de estrategias  soterradas de defensa de las culturas propias y de subversión de las  impuestas entre los zapotecos oaxaqueños o los nahuas poblanos. Pasar  por alto todo esto en la construcción de la nueva narrativa y poner,  como se ha planteado, el énfasis en lo sufrido y no en lo peleado sería  faltar a la verdad.  

En la coyuntura actual, de agotamiento de la legitimidad del orden  reciente y de vacío de alternativas hacia el futuro, se abre la posibilidad de  dejar definitivamente atrás el presentismo impuesto por el neoliberalismo  y dar al pasado la importancia que tiene. Al hacerlo, a su vez, se abre la oportunidad de construir un relato incluyente, plural y democrático  que permita transformar al Estado y la sociedad mexicanos y desterrar  de ambos la herencia y la inercia coloniales.  

II. 

Los textos aquí reunidos buscan abonar a esa tarea de recuperación de  la historia y de reconstrucción del relato nacional poniendo en cuestión la imagen que tenemos de la  Conquista y la colonia en México,  nuestra relación con esos hechos y las ideas que heredamos y que nos  hemos formado sobre sus protagonistas. Desde distintas perspectivas,  van todos a la raíz de ellos, haciendo preguntas muy elementales y, por  lo mismo, muy pertinentes. 

El primero de estos textos lo firma la lingüista e intelectual mixe  Yásnaya E. Aguilar Gil y plantea una interrogante que pega en los  cimientos mismos de nuestra concepción de México y de su historia:  ¿quién fue conquistado ayer y quién es hoy quien puede asumirse como  heredero de los pueblos sojuzgados en 1521 y los siglos siguientes?  

En su respuesta, Aguilar Gil asume la perspectiva del ángel de la  historia del que hablaba Walter Benjamin, el Angelus Novus que Paul  Klee pintó con los ojos como platos y la boca muy abierta, vuelto el  rostro hacia el pasado. “Allí donde nosotros vemos un encadenamiento  de hechos”, decía Benjamin, “él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándolas a sus pies” [10 Benjamin, Walter (2018 [1940]), Tesis sobre el concepto de historia, recogido en Ilumi naciones, Taurus, Barcelona, p. 312. Cursivas en el original]. Donde  la historia oficial mexicana presenta una sucesión de episodios guerreros que asuelan a un pueblo conquistado por los españoles que luego  se emancipó de ellos, ella encuentra un único proceso de conquista,  colonización y exterminio que afecta a pueblos muy distintos.  

El texto pone la mira en la exigencia por parte de López Obrador  de que el Estado español pida disculpas por la Conquista, pero ofrece  también una nueva clave de lectura de la historia y del presente del  país que va mucho más allá. El exterminio de los lacandones en los  siglos Xvi, xvii y xviii, la terrible injusticia del confinamiento de los  rarámuris en lo más agreste de la sierra Madre y su abandono por parte  del Estado y los estragos del modelo extractivista que tanto dolor ha  causado a campesinos de todas las identidades en las últimas décadas  quedan a ojos de Aguilar Gil enmarcados en una misma lógica que ella  hace evidente: la de la explotación de las mayorías y la devastación de los  territorios que habitan en favor de los herederos de los conquistadores.  

Con su aportación a este volumen, como con el grueso de su  trabajo, Aguilar Gil actualiza y da nueva fuerza a la denuncia de los  estragos de la Conquista de México y a la lucha contra el colonialismo  y poscolonialismo que le siguieron. Al hacerlo, además, renueva y  rescata un territorio intelectual que hasta hace muy poco pertenecía  casi exclusivamente a hombres occidentales. 

La crónica y defensa de los pueblos indios mexicanos eran tareas que  se hacían desde la ciudad y usando medios que rara vez llegaban a las  comunidades de las que hablaban. Hace apenas tres décadas, por ejemplo,  Carlos Fuentes elogiaba desde San Jerónimo, en la Ciudad de México,  el afán del también chilango Fernando Benítez de preguntarse cómo  “mantener los valores de [las culturas indias de México] salvándolas, a  su vez, de la injusticia”. En su prólogo a Los indios de México encomiaba  el esfuerzo de Benítez por encontrar y contar el mundo indígena, tan  ajeno a él, decía Fuentes, como a otros intelectuales que lo precedieron  en esa tarea, como Antonin Artaud o Aldous Huxley [uentes, Carlos (2013 [1989]), Prólogo a Benítez, Fernando, Los indios de México  (antología), Ediciones Era, México, p. 13 de la edición electrónica]. 

Un poco antes, en  1980, tocaba al historiador europeo Jan de Vos denunciar y reconocer:  “Somos nosotros mismos los culpables” del “largo proceso de destrucción  llevado a cabo por la llamada ‘civilización occidental’ en contra de las  culturas autóctonas de América” [12 de Vos, Jan (2015 [1980]), La paz de Dios y del Rey: la conquista de la selva lacandona  (1525-1821), Fondo de Cultura Económica, México, pp. 12s de la edición electrónica]. 

Hoy se abre espacio en los libros y los medios nacionales la voz  indígena, alta y clara de Yásnaya Aguilar. Con ella, toma desde abajo y  desde enfrente la estafeta de de Vos y Benítez para decir: “Sí, el México  occidental es culpable” y plantear ya no cómo salvar a otros, sino cómo  hacer justicia para todos.  

El segundo texto que presentamos abre una ventana para imaginar  quiénes fueron los conquistadores y colonos que llevaron a cabo el  proceso de conquista y colonización de América en sus primeras épocas,  que fueron quizá las más definitorias, y cómo llevaron a cabo esas  empresas. Lo preparó Jorge Comensal, autor de la novela Las mutaciones  y uno de los escritores más brillantes de su generación, que se asume  heredero de Jorge Ibargüengoitia y es, como corresponde en alguien  que se inscribe en la tradición de Los relámpagos de agosto o Estas ruinas  que ves, dueño de una pluma mordaz que hace de la risa un instrumento  para humanizar y acercar a quienes conocemos apenas como espectros  del pasado o como entradas de un archivo.  

Haciendo una nueva lectura de las Cartas privadas de emigrantes a  Indias que Enrique Otte encontró en el Archivo General de Indias y  que publicó en 1988 [Otte, Enrique (1993 [1988]), Cartas privadas de emigrantes a Indias: 1540-1616, FCE], Comensal pone carne y hueso, rostro y apellidos  a quienes, como explica José Luis Martínez en su propia lectura de las  cartas, “estaban estableciendo la nueva sociedad criolla mexicana” [Martínez, José Luis (2007 [1992]), El mundo privado de los emigrantes en Indias, Fondo  de Cultura Económica, Ciudad de México], pero que, a pesar de la importancia de sus desventuras y del peso de su  herencia, se nos suelen presentar como si hubieran salido de la nada en  estas tierras y a la nada hubieran vuelto con la Independencia.  

Por esas líneas se puede comprender mucho mejor por qué las  sociedades americanas tomaron la forma que tomaron y, por añadidura,  descubrir en lo escrito en el barroco muchos rasgos que siguen estando  muy presentes hoy a pesar del tiempo transcurrido. Por ejemplo, aunque  el lenguaje ha evolucionado desde entonces, ¿no suena como moneda  corriente la queja de un Alonso de Castro que protesta porque “es tan  mal servicio el de los indios” que nomás no se halla en paz? ¿No parece  salida de los labios de las elites blancas del presente? 

Así, y como se ve en los pasajes elegidos por Comensal, el racismo  y la explotación no son de ahora, sino que tienen raíces muy hondas,  que van desde la construcción de una imagen del otro como objeto  legítimo de explotación hasta la noción misma de que se trata de eso:  de otro que no necesariamente tenía el mismo grado de humanidad que  el remitente. “Envío dineros, quinientos pesos de oro común”, escribe  a su mujer en España un Cosme Rodríguez de Tehuantepec, “para que  compréis una negra y vengáis como mujer de bien”, por ejemplo.  

El reto que Comensal enfrentó —y superó con creces— en el texto  aquí recogido es tanto más difícil precisamente por esa claridad de las  líneas rescatadas, y tanto más relevante por su actualidad. Donde lo  más fácil sería descartar como monstruosidad afirmaciones similares, el  escritor muestra que es, simplemente, humano, y cuando sería fácil caer  en la tentación de descartar atrocidades de antaño como agua pasada,  él las saca a la luz y muestra su sintonía con las opresiones del presente. 

Al texto de Comensal sigue una revisión ya no de lo dicho y pensado  por los que vinieron, sino por los descendientes vivos de los que se  quedaron en España. Está a cargo de la historiadora Ana Díaz Serrano,  investigadora Ramón y Cajal en la Universidad de Murcia, que se ha  especializado en la historia de las relaciones entre colonizadores y  colonizados, con todos los matices que puede haber entre estos términos  que, más que entes discretos, parecerían marcar extremos o apenas  elementos de un continuo muy complejo y muy diverso.  

Díaz Serrano hace aquí historia del presente ya no para hablar de la  llegada de Colón, Cortés o Pizarro a América, sino de la construcción  y usos de la memoria de los eventos que protagonizaron, como se la  hiló y leyó desde su lado del Atlántico. Revisando el contexto en el  que ocurrió el quinto centenario del viaje de la Pinta, la Niña y la Santa  María a América, muestra con claridad que ni la historiografía ni la  memoria que la engloba están libres del sello de su tiempo, de forma  que los relatos construidos desde el poder terminaron sirviendo más a quienes lo detentaban en ese momento que a quienes los miraban desde  afuera y desde abajo. Andando por ese camino, esta aportación pone  también en plata el contraste entre la importancia que una España que  buscaba un nuevo lugar en el mundo y una nueva imagen de sí misma  dio el encuentro —o encontronazo— entre exploradores, militares y  curas españoles con las sociedades americanas, y la poquísima atención  que en tierras ibéricas se ha prestado al quinto centenario de la caída  de Tenochtitlan.  

Escrito con la meticulosidad de una historiadora acostumbrada a  recordar que el emperador estaba y siempre ha estado desnudo, donde  se ha querido imponer el olvido a lo que no fuera un aburrido consenso el texto de Díaz Serrano hace la enorme aportación de rescatar las  polémicas que ya desde hace tres décadas surgieron en torno a aquellos  eventos. Si las voces dominantes han buscado, por ejemplo, imponer  la figura de Mario Vargas Llosa como la de toda América Latina, este  artículo rescata las críticas de Edmundo O’Gorman o Enrique Dussel  a la visión que se publicitaba sobre la Conquista y colonización de  América, y donde parecería que todos en Europa aplaudían la versión  impulsada por Felipe González, ella recuerda lo dicho por autores  como José Saramago o Manuel Vázquez Montalbán, que desde entonces  pedían otra relación entre las dos orillas del mar que compartimos los  íberos y los americanos.  

Cierra este volumen un texto de quien escribe estas líneas que revisa  la relación de América Latina con su propia historia y que advierte  cómo la región es terriblemente hipócrita respecto de la Conquista y  la colonia. Mientras con una mano se las condena, se dice en él, con la  otra se celebra a quienes las perpetraron, actualizando y dando nuevos  bríos al racismo, la desigualdad y la explotación de los unos por los otros.  

Con un rápido recorrido por algunos de los muchos monumentos  y homenajes a los artífices del dominio español que todavía se pueden  ver en el continente, el texto muestra cómo los pueblos de la América  hispana son mucho más herederos de la sociedad colonial y de su vocación  para la explotación de lo que se cuentan a sí mismos. Hay muchos a ambos lados del Atlántico, se dice ahí, “que no sólo no ven mal las invasiones  ni el colonialismo y la dominación de los demás, sino que las aplauden,  hayan sido hace quinientos años o hace menos de dos décadas”. 

El texto revisa también el papel de las estatuas en las sociedades y las  razones para derrumbarlas. Del Coloso de Nerón que Vespasiano degolló  para convertirlo en homenaje al sol a la estatua de Diego de Mazariegos  que un grupo de indígenas mexicanos derribó en San Cristóbal de las  Casas, y de la lucha por remover las efigies del esclavista Cecil Rhodes en  Reino Unido a la destrucción de la estatua de Sebastián de Belalcázar en  Colombia, ahí se reflexiona sobre el rol de estos monumentos como porta dores de una historia deformada y sobre la legitimidad de su destrucción. 

Buscando encontrar salidas y asumiendo con Albert Camus que quizá  los seres humanos sí necesitamos modelos y héroes, ahí se propone una  nueva forma de construirlos: buscando no en quienes vencieron a los  demás, sino en quienes supieron forjar encuentros significativos con  ellos a contrapelo del poder. Quizá, sostiene el texto, entre cocineros y  poetas, entre quienes reinventaron el pan y compusieron los primeros  sones, podamos encontrar nuevas figuras heroicas que nos permitan forjar  sociedades más democráticas, justas y libres, en las que nadie oprima a  nadie y progresemos juntos.  

III. 

Como se anotó antes, el presentismo que sigue hoy tan vigente ha llevado  a que se olvide el pasado, a que se oculte todo componente de la historia  que no pueda convertirse en un souvenir y a forzar al mundo a renunciar  al futuro, subsumiéndolo en un presente sin fin, en un ahora líquido en el  que la vida queda reducida “a una serie de proyectos de corto alcance y  de episodios que son, en principio, infinitos”, como explicaba Zygmunt  Bauman [2008, Tiempos líquidos, Tusquets].15 Este volumen se preparó con la intención de romper con ese  régimen mostrando hasta qué punto el pasado sigue muy presente entre  nosotros. Con ello se quiso ayudar también a recuperar el mañana y hacer  más vivible el ahora.  

A menudo se olvida que la interacción entre la memoria, lo vivido y lo soñado opera en muchas direcciones. Recuerdos y olvidos se  construyen en función de la experiencia del presente y éste los matiza  y proyecta sobre ellos su propia luz. De igual forma, lo que se hace hoy  está determinado por lo que se quisiera del porvenir y las herencias  recibidas marcan las esperanzas depositadas en él y el trabajo para  hacerlas realidad.  

Los textos que aquí se presentan se concentran en un solo aspecto  del pasado —la conquista y la colonia en América y sobre todo en  México—, y ello abonará sin duda a los esfuerzos por desterrar de  una vez por todas el colonialismo de estas tierras, pero somos muy  conscientes de que eso no basta para recuperar el futuro. Para ello será  fundamental mostrar también que la resistencia ante la opresión ha  sido tan constante como el afán de dominar a los demás.  

Para construir un mundo mejor urge recordar que en la historia  han cabido, y con enorme relevancia, quienes han trabajado para los  más y quienes han defendido su derecho a vivir en paz y sin cadenas.  Urge mostrar que esa visión del ángel de Benjamin por la que la historia  es una única catástrofe tiene un reverso por el que ningún esfuerzo  por subvertir al poder está aislado, sino que se inscribe en una larga  sucesión de luchas que han tenido mayor o menor éxito, pero que ahí  han estado y han dejado su huella, y que no han sucumbido a las ruinas  que se acumulan sobre el mundo. 

Hacerlo rebasa por mucho el alcance y las ambiciones de este libro,  pero este libro aspira a inscribirse en un esfuerzo más amplio que  apunte hacia allá. Recuperar y reconstruir el recuerdo de las luchas del  ayer será clave para que su inercia nos proyecte hacia un futuro mejor.  

La Conquista en el presente recoge cuatro ensayos de voces muy  distintas que abren la puerta a repensarnos, hoy, a partir de cómo  entendemos el ayer.  

Abre el volumen un texto de la intelectual mixe Yásnaya Aguilar que  pone en cuestión quién manda en los relatos sobre la Conquista y, por  tanto, a quién sirve esa narrativa. Con eso en mente, pregunta: ¿Con  qué derecho se asumen muchos que perpetúan el colonialismo como  representantes de los conquistados? 

Le sigue un artículo de Jorge Comensal en el que el autor de Las  mutaciones repasa desde nuestro tiempo las cartas de los migrantes a  Indias durante la colonia. Donde lo fácil sería tachar de monstruosidad  lo dicho por los colonos, él resalta su banalidad, y cuando sería fácil  descartar las atrocidades de antaño como agua pasada, él muestra su  sintonía con las opresiones del presente. 

La historiadora Ana Díaz Serrano manda su aportación desde la  orilla ibérica del Atlántico. En ella repasa los usos que en España se  han hecho de la llegada de los europeos a América y muestra cómo  los relatos construidos desde el poder sirven a los que mandan, no a  quienes los miran desde afuera y desde abajo. 

Cierra el volumen un texto del periodista Eugenio Fernández Vázquez  en el que reflexiona sobre el papel de las estatuas en las sociedades y  sobre las razones para derrumbarlas, desde la antigua Roma hasta la  Popayán colombiana y del Coloso de Nerón que alteró Vespasiano  hasta el monumento a Diego de Mazariegos derribado en 1992.  

Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.