La casa abandonada de los Ramírez Singüenza

18 agosto, 2019

Foto: Janet Rodríguez

Los vecinos dicen que esta casa está embrujada. Que la familia Ramírez Singüenza la compró después de que uno de sus miembros encontró un tesoro. De aquí se llevaron a una familia, la de Chon, un vendedor de drogas del vecindario… Este texto, uno de los ganadores del Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018, fue publicado originalmente en Blog Expediente. Lo reproducimos con autorización del autor

Por Juan Eduardo Mateos Flores

Fotos: Janet Rodríguez

VERACRUZ.- De esta casa abandonada que se alza frente a mí se llevaron a una familia.

Hace ya más de cinco años de eso.  

Fue un 28 de diciembre de 2012, aquí, sobre la calle nombrada en honor al historiador Francisco del Paso y Troncoso, entre las avenidas General Prim y 20 de Noviembre.

Cuentan los vecinos que esa noche llegaron impetuosamente varios vehículos y se mal estacionaron. De ellos bajaron hombres armados, violentos, fúricos: con un mazo rompieron el candado de la puerta.

El objetivo era llevarse a Chon, el nieto de la familia, un vendedor de droga del vecindario que traía asediados a los vecinos desde tiempo atrás: los robaba y los estafaba. 

Primero, dicen, los hombres se encontraron con Arturo Ramírez, Cuchi, el tío de Chon, y con doña Lucía Singüenza, la abuela. Preguntaron por el muchacho. 

Alguien les había pasado información: dos días antes, Chon había regresado al vecindario luego de haber estado guardado en otra colonia. Lo vieron afuera de la disco de salsa Cibao, portaba una pistola y hablaba por teléfono. Estuvo bebiendo con el dueño de una taquería por ese rumbo hasta el amanecer.

No era la primera vez que los Ramírez Singüenza recibían la visita de hombres armados buscando a Chon. Tres veces estuvieron a punto de llevárselo y tres veces su abuela Lucía, respetada en el vecindario, había llorado para salvarlo.

Pero no hay advertencia que no llegue y sentencia que no se cumpla: la última vez, la gente del cártel para la que trabajaba Chon como vendedor de droga se lo llevó para darle una reprimenda. Al regresarlo todo golpeado, los hombres fueron claros con la familia: si sigue pasándose de verga, vamos a venir por él. Si lo esconden o no lo entregan también, vamos a venir por ustedes.

Quizá por eso, esos hombres acostumbrados a hacer lo que se les place en la ciudad creyeron que la familia les mentía cuando les dijeron que Chon no estaba en la casa. Se desató la furia: los hombres comenzaron a destrozar la casa. 

Cuentan que también los golpearon y que los gritos se escucharon por todo el vecindario.

Primero, dicen, golpearon a Doña Lucía. Luego a su tío Arturo. Subieron al segundo piso por Baltazar, la pareja del hermano de Chon, Joaquín, a quien golpearon una y otra vez hasta desmayarlo. Y también atacaron a un inquilino que rentaba un cuarto en el tercer piso de la casa. 

Luego se los llevaron a casi todos. Menos a Ramón, el papá de Chon, que logró huir por la parte trasera de la casa. Tampoco a Joaquín, el hermano de Chon, quien estaba postrado sufriendo la etapa terminal del Sida: a los hombres les dio asco tocarlo.

Eso fue el 28 de diciembre. Eran como las cuatro de la mañana. A Chon ya le habían advertido dos veces que dejara de robar. Él robaba ya a la gacha, robaba hasta la gente de por aquí. Y tanto su abuela como su padre lo escondían cuando lo buscaba la policía. Dicen que ese día también se llevaron a la prima, pero que a ella la regresaron enseguida. De los demás, nada se supo, ni siquiera del inquilino, me contó una vecina a quien por seguridad le dejaremos una inicial, R. Ella estuvo en el Oxxo casi frente a la casa, viéndolo todo.

* * *

Los vecinos de Paso y Troncoso dicen que la casa de los Ramírez Singüenza está maldita desde su construcción. Que por eso pasó lo que pasó.

El abuelo de la familia, Juan Ramírez, esposo de doña Lucía, era pulpero. Fue uno de los pescadores que se encontraron un tesoro de joyas novohispanas cerca de la costa del puerto de Veracruz, muy parecidas al afamado Tesoro del Pescador que halló Raúl Hurtado; aunque Juan Ramírez sí logró venderlas de contrabando.

Con el dinero, Juan Ramírez compró el terreno de la casa que, según los vecinos, pertenecía a unos hermanos a los que les apodaban Los Vochos. Además, Ramírez contrató a un grupo de coladores y con su ayuda construyó la casa que hoy se encuentra abandonada y a punto de caerse debido a la falta de cuidados y a la corrosión. 

Don Juan era un hombre muy alto y fuerte, tenía el cuerpo de un verdadero pescador. Con sus propias manos, primero construyó el primer piso, descansó como un mes, y luego construyó los otros dos. Ellos (don Juan, esposa y un par de hijos) vivían en un patio, El Neno, y cuando la casa estuvo terminada todos se mudaron allí contó una vecina de la colonia.

La casa estaba maldita porque las joyas que la pagaron estaban malditas, sentencian aquí. Y puede ser: todos los que tuvieron que ver con la venta de esas joyas terminaron en la cárcel en los años setentas. 

Cuando comenzó la pesquisa de las autoridades, don Juan Ramírez no esperó a ser detenido. Se exilió en el mar, y vivió a salto de mata, de isla en isla, escondido para que no lo agarraran. Los que cuentan la historia dicen que se enterraba en la arena cada que veía a la guardia costera. Cuentan, también, que sobrevivió bebiendo agua de mar.

En 1979, la Suprema Corte de Justicia absolvió no sólo al pescador encarcelado, Raúl Hurtado, sino a todos los demás que habían encontrado joyas y habían lucrado con ellas. Ya calmadas las aguas, Juan Ramírez pudo regresar a su vida normal, a la pesca y a su familia, pero debido a las malas condiciones que enfrentó durante su persecución, falleció al poco tiempo.

Nadie sabe qué le pasó a todo el dinero que Juan Ramírez hizo con la venta de las joyas pues después de su muerte, por alguna extraña razón, sus hijos terminaron en la pobreza. En el barrio los empezaron a llamar Los Siete Vagos.

Cuando crecieron, dos de sus siete hijos se hicieron pescadores. Otro de ellos murió. A otro lo mató un cártel de droga en 2010. Y los demás se dedicaron a otras actividades como el comercio informal y la reparación de ventiladores.

Con el dinero de la pesca más el de la venta de boletos de lotería clandestina y de una pollería que uno de los hijos atendía, subsistieron como familia.

Foto: Janet Rodríguez

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Voy a escribirlos en presente porque, aunque los vecinos digan que “ya fueron”, es decir, que los mataron, no tengo ninguna constancia de que en realidad estén muertos.

Doña Lucía Singüenza, la abuela, es una señora alegre que se dedica a vender boletos de lotería y sobre todo de La Bola, una especie de sorteo, nombrado también “Rifa entre amigos”, que se juega entre determinado número de personas y se toma como base los números del boleto ganador de la Lotería Nacional. Entre a más cifras le atines, más dinero te embolsas. 

Arturo Ramírez, a quien le dicen Cuchi, es pulpero. Le encanta el béisbol playero. Cuando no pesca, toma un triciclo, una cacerola de latón en la que vacía una bolsa de hielo con bebidas refrescantes y los revende los fines de semana cuando se juegan los partidos de béisbol playero. 

Baltazar, el cuñado de Chon, cuida y sostiena a Joaquín con el dinero que gana como dependiente de la repostería Champlitte. Él vive en el Infonavit Buenavista y cuentan que todas las tardes, cuando era más joven, se sentaba en un parquecito a conversar con su amiga Andrea de sus grandes sueños. Los demás en el vecindario lo castraban por ser “puto”.

El inquilino es un anónimo. Nadie recuerda nada, ni su nombre pues no tenía ni dos meses de habitar la casa. Los vecinos cuentan que le tocó por estar en el lugar y momento equivocado. Porque Veracruz es eso: una tierra en la que no estás a salvo ni dentro de una casa a la que llegas a rentar.

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Las calles alrededor de Paso y Troncos junto con el famoso Barrio de la Huaca alguna vez fueron un solo barrio: el de Santo Cristo, una gran extensión de terreno arenoso que se encontraba fuera de la muralla que se construyó en el puerto de Veracruz para evitar la entrada de los piratas allá por los inicios del siglo XVII. 

Fue llamado así por hallarse junto al cementerio de la Ermita del Santo Cristo del Buen Viaje. Eran terrenos que albergaron barracas de remesas de esclavos negros vendidos en la Nueva España. En 1796, según el libro de A bordo del patio de vecindad, de Gema Lozano y Nathal, este lugar registraba 586 habitantes, en su mayoría indios, negros y mulatos. 

Por decirlo más directamente: eran los arrabales del puerto donde vivía lo que el clasismo mexicano llama la gente morena. Con el tiempo dichos barrios se fueron dividiendo hasta que el empresariado decidió construir patios de vecindad que todavía se ven por este rumbo de la ciudad. Muchos, gracias a un movimiento social comandado por el anarquista Herón Proal, a principios del siglo XX, aún pagan rentas congeladas. Asimismo, los habitantes de estos patios fueron los héroes anónimos que resistieron el embate de la invasión estadunidense de 1914 cuando los navales mexicanos, a excepción del teniente José Azueta, del Comodoro Manuel Azueta, así como el cadete Virgilio Uribe se replegaron, por no decir que salieron huyendo.

Años después, en estos terrenos históricos, sería donde los Ramírez Singüenza harían su vida. Hoy esta colonia es nombrada en honor al anarquista Ricardo Flores Magón y se encuentra a unos cinco minutos del centro de la ciudad. 

Es una zona muy concurrida en la que hay comercios de comida, zapaterías, tiendas departamentales, de abarrotes y renovadoras de calzado. La zona parece una especie de mercado al aire libre. Por sus calles pasan por lo menos unas 10 líneas de autobuses.

La empresa refresquera Jarochito, años atrás, tuvo su sede por esta zona y fue gracias a las carnitas y las aguas de horchata de la taquería Martínez que se atestaba diariamente de comensales. Esto último, así como los partidos de béisbol que se libraban en el Deportivo Veracruzano a unas cuadras, quedan ya sólo en la memoria de los hombres viejos que sacan sus mecedoras todas las tardes para tomar el fresco y leer su periódico.

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El nombre de Chon es Ramón Jazzeth Ramírez San Román. 

Los vecinos cuentan que estudió hasta la primaria. Primero la cursó en la Ignacio Manuel Altamirano, donde lo corrieron por ingobernable. Luego lo cambiaron a la escuela Xicotencátl que tampoco pudo terminar. Compañeros del vecindario que fueron con él lo recuerdan por su habitual maña de robarles los refrescos en bolsa que ellos con esfuerzo se compraban.

Prácticamente para la memoria de este barrio Chon es un pillo sin bondad. Un pinche culero, la historia típica del chico problemático que nadie quiere cerca. Me pregunto cómo a alguien al que le gustaba mirar los juegos de béisbol playero puede ser la representación del mal en la tierra. 

Justamente para muchos de los vecinos CHon era eso. Un tipo con labia, habilidoso para echar el verbo: iba a casas a ofrecer objetos —supuestamente robados— a esos mismos vecinos que lo acusaban de malandro pero que terminaban comprándole no porque lo necesitaran sino para ayudarlo porque les daba “no sé qué”.

Para barrios como estos, entiendo, robar no es delito a menos que sea en el propio vecindario. Por eso cuando Chon comenzó a robar a los vecinos de por aquí, se volvió una piedra en el zapato para los demás. Hizo del robo un monopolio en su propia zona. Y cuando los vecinos se enteraban o lo sorprendían, iban a reclamarle a doña Lucía. 

No sé para qué me dicen a mí, si yo soy su abuela, no su mamá les respondía. 

Por eso cuando la gente habla de la muerte de Chon creen que se lo merecía. Que eso le pasó por malandro, por andarle “jugando al verga”. Por esa misma razón creen que la desaparición de sus familiares, los Ramírez Singüenza, estuvo bien. Que eso les pasó por encubrirlo. Porque es tan culpable el que jala la pata a la vaca como el que la mata.

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Sin embargo, al crecer, Chon terminó mudándose de su casa a un cuarto decrépito una cuadra más delante de la de sus abuelos. Se convirtió en díler del barrio Troncar, cuyo nombre es un juego de palabras que la vieja guardia usa para referirse a la intersección que Paso y Troncoso hace con la avenida Carranza. 

El patio donde vivía se llama Pensamiento famoso en Veracruz porque adentro venden una especie de fritanga enorme a la que llaman Pizza Azteca.

Un lugar tranquilo y apacible, en el que todos los vecinos sacan sus mecedoras y se saludan, se llevan, se conocen: cada fin de año cierran las calles, contratan sonido, compran piñatas y hacen una fiesta vecinal en la que se baila hasta el amanecer.

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El 2012, año en que el crimen a la familia sucede en la memoria de los vecinos fue uno de los años más violentos en Veracruz.  La Procuraduría General de Justicia del Estado —ahora Fiscalía General del Estado— registró 131 asesinatos dolosos sólo superado por el año 2011 que se habían registrado 176. 

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Los años 2011 y 2012 fueron años de mucho silencio, mucho miedo y sobre todo rumor. Significaron un cambio en la vida de los habitantes de Veracruz. Si antiguamente entre susurros se contaban historias de fantasmas y brujería, desde el recrudecimiento de la violencia, entre murmullos, la gente de Veracruz cuenta asesinatos y desapariciones forzadas que suceden sobre todo en barrios de la periferia.

Cada barrio y cada colonia tiene una. Historias de malos que matan a malos, de malos que se llevan a malos, de gente que merecía morir por andar en cosas malas. 

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Después de saber que habían desaparecido a toda su familia, dicen que Chon se escondió en la colonia Renacimiento, ubicada junto a la carretera que conduce a Cardel y Xalapa. 

Se metió a trabajar de albañil, en una construcción. Mes y medio le bastó para ponerse más gordo. Para camuflajearse, se pintó el cabello de negro. No fue suficiente. Los verdugos de su familia dieron con su media hermana Luisandra, quien también fuera la pareja sentimental de Chon.

Ella era su media hermana. Trabajaba de recamarera en un hotel. Ella vivía con un señor mayor con el que se juntó. Él la apoyaba, ya no estaba con Chon. Ella y Chon, habían sido pareja antes y tuvieron dos hijos, uno de ellos tenía malformaciones en sus deditos. Güicha (Luisandra) iba en un taxi cuando a ella y a su niño los interceptaron ahí por la calle de Montesinos. No sé si supiste de un taxi que se encontraron con un niño adentro. Se llevaron al conductor y se la llevaron a ella contó otra de las vecinas de Paso y Troncoso, quien me pidió omitir su nombre.

Para dar con el paradero de su hermano, cuentan vecinos, Güicha fue torturada. La tuvieron secuestrada por un tiempo hasta que ella tuvo que confesar dónde podían encontrarlo. Después de eso la soltaron.

Cuando fueron sus verdugos a buscarlo en la construcción, dicen que Chon intentó correr, pero no pudo escapar. Lo subieron a un auto y lo llevaron a una casa donde lo torturaron tres días hasta que lo mataron. Unos dicen que sus asesinos lo cortaron en pedazos y lo metieron en una bolsa negra que dejaron en la puerta de su casa, con una nota en la que ordenaban que nadie más habitara aquella casa. Otros dicen que jamás lo regresaron, que su cuerpo nunca apareció.

Como es común en estas historias, no hay un registro oficial que indique que eso haya pasado. Lo que sí es que desde entonces nadie vive en la casa. Desde hace cinco años se encuentra deshabitada y nadie sabe dónde están los demás familiares. Aunque hay quien dice que se desplazaron a otras ciudades, que por miedo jamás quisieron regresar.

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Claro que me acuerdo de Chon, era muy vicioso, pobrecito. Robaba a la gente de por aquí, yo creo que por su vicio, ¿no? Por eso dicen que lo mataron, que le empezó a robar dinero de la droga a esos con los que trabajaba. A mí me robó una vez una bicicleta de mi hijo. Fue un día de reyes, dejamos la bicicleta afuera, porque en el barrio nunca se perdía nada. Cuando salí, la bicicleta ya no estaba. Y él estaba enfrente, me llamó. Me dijo que la tenía el vecino, un carpintero. Vente, vamos a reclamarle al culero, él la tiene. Y fuimos a reclamarle al carpintero y él no la tenía, me mandó a la chingada el carpintero, se enojó. Ya luego regresé enojada a mi casa y más tarde salí, fui al patio de al lado. Vi a un niño con la bicicleta, igualita a la de mi hijo, y enseguida la reconocí, tú sabes que tus cosas son tus cosas y aunque sea de lejitos pero las reconoces. Le pregunté al niño y le dije que me llevara con su mamá. Pero su mamá no estaba, trabajaba. Fue cuando él me dijo que Chon se la había vendido a su mamá. Y le fui a reclamar a Chon, le dije que no fuera mala onda, que yo nunca le había hecho nada malo y me lo aceptó. Me dijo discúlpame, manita, ya luego me robo una nueva para ti, entiéndeme, tengo que pagar, que la debo con aquellos. A Chon lo mataba el vicio de la droga, pobrecito, pero él no era así, no era mala onda, era como un niño, siempre contaba chistes. Yo creo que él se hizo así porque su mamá los abandonó, era una güera ella, locochona, de gustos caros, que el papá de Chon no podía mantener. Su papá era un comerciante, pero luego vendieron todo y se fueron de aquí. Cuando eran niños, Chon y Joaqui viajaban porque sus tías, las hermanas de la Güera, San Roman se apellidaban, los querían mucho. Los llevaban a pasear por la República. Supe que una vez los llevaron al parque El Rollo y regresaron muy emocionados, se iban sucios y regresaban limpios, todavía hasta hace poco supe que les daban dinero, ahora no sé, pero pobrecito Chon, nadie merece morir así cuenta una vecina, antes de meterse a su casa para cenar.

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A cinco años del crimen, la vida en esta calle sucede con normalidad. Pasan los autos, las personas entran y salen de una tienda Oxxo. A un costado de la casa, que pareciera que no tarda en derrumbarse, nace un angosto pasillo: unos señores platican cerveza en mano.

Me acerco con cautela. En la pared de esta casa abandonada cuelga una señalética en el que dos peces alargados rodean a un velero e informan que es la número 837. Está pintada de un color grisáceo y da cuenta de los apellidos de quienes habitaron ahí: los Ramírez Singüenza. 

La casa luce pálida como cualquier casa abandonada común y corriente. Nada que ver con el reluciente árbol frondoso de framboyán —el árbol en el que se mece el diablo según los ranchos de Veracruz— que le nace junto y sobre el cual corona un alambrado público del que cuelga un tenis fosforescente.

Las paredes de su primer piso son de mosaico. Tiene dos puertas: una amplia, sellada con cadena y candado, que parece haber sido usado como cochera y otra, desgastada, la principal, en la que un grafitero ha dejado su marca.

Tiene desdibujada propaganda política de Ángela Perera, candidata perdedora a la diputación local en el año 2013. Dicho papel fue pegado un año después de la desaparición de la familia El medidor de luz, eléctrico, sigue funcionando, aunque muy lentamente.

Las ventanas de la casa son de jamba, muy comunes en las casas viejas de Veracruz. Están polvorientas y debajo de una de ellas reposa, una especie de ofrenda: unas flores ya marchitas en agua dentro de una botella de plástico cortada a la mitad. 

En el segundo piso puedo ver un balcón repleto con cachivaches arrumbados, entre ellos una lavadora. Y en la tercera planta hay un ventanal corredizo el cual está abierto. 

El tercer y el segundo piso están coloreados de un tono melón y los barrotes del balcón lucen un poco podridos por el salitre. Antes de acercarme, vuelvo a mirar detrás. Ahora unos niños juegan a la pelota, y un par de transeúntes caminan tranquilamente como si ahí nunca hubiese ocurrido un crimen.

Me acerco a la abertura en una ventana, al costado. Apenas logro asomarme al interior, todo está revuelto como si un tornado hubiera pasado dentro.

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Juan Eduardo Mateos FLores

Sus textos han aparecido en periódicos y revistas tanto locales como nacionales. Fue becario Prensa y Democracia (PRENDE) en la Primavera del 2015. En 2016, fue seleccionado por la Revista Punto de Partida para un dossier de jóvenes cronistas nacidos en los 80’s y 90’s. Actualmente colabora para la Revista Llave.

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