Hay que dejar de pensar que la naturaleza no cabe en los entornos que habitamos y en los que se realizan actividades económicas.
Por Eugenio Fernández Vázquez / @eugeniofv
Hay una tendencia que siempre ha estado ahí, pero que en este sexenio parece haberse hecho política federal, a pensar que los entornos naturales y los intervenidos por el ser humano son entidades discretas, con fronteras claras y fácilmente separables. Esto, sin embargo, no es casi nunca el caso, por fortuna. La biodiversidad nos envuelve y cobija en todos los entornos y es importante conservarla en todas partes. Al mismo tiempo, lo que hagamos los seres humanos tiene impacto inclusive a donde no llegamos nunca —ahí están los plásticos en el fondo del mar—. Por eso, más que poner cercas a los bosques, hay que meterlos en campos y ciudades y restaurar los ecosistemas. Somos nosotros los que debemos ceder terreno, no la biodiversidad la que debe quedar encerrada.
Hoy sabemos, por ejemplo, que sembrar plantas en las ciudades, enverdecer las azoteas, cubrir con la sombra el negro pavimento es un mecanismo clave para adaptarse al cambio climático. Combatir las islas de calor, reducir la exposición de la gente a los rayos ultravioleta, retener la humedad y mantener las temperaturas tolerables son apenas algunos de los servicios que nos presta la naturaleza cuando la metemos a las urbes. Lo mismo pasa con el agua: deshacer lo hecho durante el siglo XX, cuando se entubaron los ríos y se sacó el agua de los entornos que habitamos, ayuda a mitigar inundaciones, refresca el ambiente, aporta belleza y salud y nos da ciudades más sanas. Como explica un informe de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) publicado la semana pasada, debemos “transitar de hacer a las ciudades responder por la degradación ambiental a reconocer su potencial como arcas de diversidad biológica y cultural”.
Esto ocurre también en los campos. La tarea que se nos abre con urgencia en los entornos agrícolas va mucho más allá de acabar con los monocultivos —que ya sería un enorme avance—. Debemos recuperar la biodiversidad y hacer que, más que fábricas industriales a cielo abierto, los terrenos agrícolas sean espacios para que florezca la biodiversidad, para la convivencia con insectos, aves, reptiles y especies de plantas que hasta ahora se expulsaban. Acompañar los surcos con alimentos o productos comercializables con parcelas o surcos con plantas que sirvan a los polinizadores tiene efectos inmediatos. En algunos lugares, por ejemplo, los ingresos de los productores se duplicaron al hacerlo.
Algo similar ocurre en el caso de la ganadería. En lugar de mantener pastizales industriales sin un árbol a la vista, restaurar parcelas forestales en los entornos en donde pasta el ganado de tal forma que tengan sombra, por ejemplo, reduce la necesidad de agua, fortalece a los animales y reduce la necesidad de agroquímicos y otros insumos que a la larga resultan dañinos lo mismo para pastores que para bestias.
Hay que dejar de pensar que la naturaleza no cabe en los entornos que habitamos y en los que se realizan actividades económicas. Más bien hay que actuar al revés: hay que emprender actividades económicas regenerativas, que lo mismo generan beneficios para las poblaciones locales que permiten recuperar la biodiversidad que con tanto ahínco destruimos desde hace tres cuartos de siglo.
Ahora que México ha entrado en una segunda transición política, cuando se abren algunas oportunidades para emprender un cambio económico, sería también una oportunidad para emprender una transición ecológica profunda, que nos lleve a recuperar lo perdido y, con ello, ganar todos.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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