Hablemos de nuestro poder. Digámosle potencia para hablar en voz alta, en tribuna o entre nosotras. Llamémosle dignidad para organizarnos, defendernos y hacer los escraches necesarios. Pongámosle rabia para decirnos: cuidado. Califiquémoslo como bravura para replantear nuevos cánones, reformarnos y sanarnos. Kill your macho idols
Me arriesgaré a ser tildada de victimista [ni aunque fuera novedad me importaría] y hablaré sobre la violencia cotidiana que vivimos las mujeres y cómo ésta sostiene y alimenta un sistema opresor.
Sí, señor, ¿no sabía? Existe una estructura social patrialcal, encabezada por el hombre, rico, blanco, heterosexual… Ándele, sí, eso de lo que tanto se quejan las chamacas a las que su nieto tilda de feminazis.
Como soy periodista y se me da eso de cuestionar el ejercicio del poder —lo ostente quien lo ostente—, en cierto momento de mi carrera comencé a estudiar sobre ese sistemita patriarcal que varias generaciones de feministas vienen alegando es el sustento de la hegemonía social-política-económica, histórica y mundial.
Por supuesto que de patriarcado aprendí por cuenta propia y de feminismo nada me enseñaron en la irrescatable primera escuela de periodismo en México. Por eso me esfuerzo en comprender a mis ex compañeros de aula, ahora colegas, defensores del otrora profesor y director académico que acosaba a alumnas, los que piensan que sacarte el fleco te hace feminista o quienes viven empeñados en comprobar que el feminismo es una secta de arpías castradoras.
Haciendo camino de reportera de temas sociales y violaciones de derechos humanos, ya había escuchado historias terribles narradas por la más amplia variedad de personas que enfrentan la violencia estructural en nuestro país; cuando, gracias al feminismo, comencé a comprender algo fundamental: hombres y mujeres sobrevivimos esa violencia de manera muy distinta.
Bien lo dijo Andrea Dworkin, feminista radical estadounidense: las mujeres no necesitamos ir a la escuela para aprender sobre poder. Basta con ser mujeres y caminar por la calle o realizar el trabajo doméstico después de ceder el propio cuerpo en matrimonio y no tener ningún derecho sobre él.
Dworkin planteó lo anterior hace 36 años, siendo una mujer blanca, hija de migrantes judíos, frente a una audiencia de alrededor de 500 hombres, con el discurso “Quiero una tregua de 24 horas durante la cual no haya violaciones”. Pero bien podría ser la afirmación de una niña habitante de Chimalhuacán, Estado de México, o de una adolescente a la que le negaron la interrupción de un embarazo en una clínica de Veracruz.
Para darse cuenta de que la violencia nos atraviesa de formas particulares no se requiere declararse feminista [menos feministo], solo considerar que el patriarcado existe aquí y ahora y las relaciones de poder continúan determinadas por sexo, clase, raza, preferencia sexual…
Y acá hago un paréntesis para mencionar concretamente el hecho que trae a colación las nociones de poder y patriarcado: Caparrós me rompió el corazón.
Para quienes no saben de quién hablo, Martín Caparros es un periodista argentino, maestro del periodismo narrativo latinoamericano, multipremiado autor de crónicas y ensayos contestatarios y siempre críticos.
Todo bien con él, hasta hace unas semanas cuando decidió lanzar su opinión al mundo acerca de las mujeres y los señalamientos públicos a sus violentadores alrededor del hashtag metoo. En la diatriba Caparrós considera, entre otras cosas, que el escrache: pulgares arriba, como recurso para quienes no tienen justicia. Pero, ¿para las mujeres? ¡Cómo! Si ellas ya “conquistaron el derecho a ser escuchadas” [me quedé así ira O_o].
Ni siquiera puedo hacer bromas al respecto. Sigo sin procesar del todo sus palabras [kill your idols, me repito, kill your macho idols] y lo releo y repaso las incongruencias que no enlistaré porque Gabriela Wiener ya hizo una exposición de los huecos argumentativos del autor a manera de respuesta no solicitada mucho más coherente de la que yo podría llegar a hacer.
Solo me remito a un concepto que Caparrós pone sobre la mesa: el poder, con el que dice “es difícil saber qué hacer” y “ahora las mujeres tienen más” [kill your idols, kill your macho idols]. Claramente el consagrado periodista decidió sumar su poder al de “un escritor de renombre” que no nombra. No vaya a ser que después de ser mencionado en el New York Times como el pobre-escritor-juzgado-condenado, forzado a huir de un encuentro literario internacional sin defensa, se cumpla la profecía del maestro: “Es duro: tal como están las cosas, ese escritor ya no puede participar de la vida literaria”.
Hablemos pues de poder, pero del poder nuestro, no del suyo del nos quieren compartir. Mejor aún, distingámoslo y nombrémosle diferente porque aspiramos a que lo sea. Digámosle potencia para hablar en voz alta, en tribuna o entre nosotras. Llamémosle dignidad para organizarnos, defendernos y hacer los escraches que nos parezcan necesarios. Pongámosle rabia para advertir del peligro a otras, para decirnos: cuidado. Califiquémoslo como bravura para replantear nuevos cánones [neta, neta, neta, kill your macho idols], para reformarnos y sanarnos.
El otro poder, escribió Dworkin: “el ejercido por los hombres día a día en la vida es poder que está institucionalizado. Está protegido por la ley. Está protegido por la religión y la práctica religiosa. Está protegido por las universidades, que son fortalezas de supremacía masculina. Está protegido por el cuerpo policial. Está protegido por aquellos a quienes Shelley llamó ‘los legisladores no reconocidos del mundo’: los poetas, los artistas”. Ése, que se lo queden ellos.
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