Sobre la cama de José Mauro hay un vaso de agua y una concha, su pan favorito. Allí dormía el joven de 2.60 metros con los pies de fuera, casi sentado, con una almohada sobre la pared, en el mismo cuarto de sus padres, José Miguel y Julia.
Texto y fotos: Ángel Cortés Romero
PINOTLA.- El rostro de José Miguel Romero es el de un témpano. El traqueteo de su camioneta lo conduce por un camino de terracería en el que traslada el ataúd de su hijo José Mauro en su último viaje al corazón de Acultzingo, en Veracruz.
La comunidad de Pinotla, enclavada entre las Altas Montañas de Veracruz, es todo silencio. Por el camino de piedra y grava que conduce al centro del municipio sólo se escuchan ladridos de perros, motores de mototaxis y, repentinamente, el canto de los pichos.
Pinotla, un pueblo de 194 habitantes que sobreviven de la siembra de maíz y frijol, a veces de la albañilería, volvió a ser noticia el pasado martes 9 de agosto debido al fallecimiento del más alto de esa comunidad y posiblemente de los más altos en el país: José Mauro Romero Hernández, conocido como El Gigante de Acultzingo.
Sobre la cama de José Mauro hay un vaso de agua y una concha, su pan favorito. Allí dormía el joven de 2.60 metros con los pies de fuera, casi sentado, con una almohada sobre la pared, en el mismo cuarto de sus padres, José Miguel y Julia.
Por dos noches seguidas, la habitación de cuatro por cinco metros, se convirtió en una sala de velación. Allí permaneció el cadáver envuelto en sábanas de Jose Mauro, sobre un colchón de 190 centímetros que él mismo consiguió mediante un trueque por un cerdo de su hermana Alejandrina.
No había féretros de más de dos metros en la región, hasta que la familia del joven encontró un carpintero que fabricó uno de color blanco en 48 horas.
José Mauro, famoso en Las Altas Montañas por el gigantismo que padeció desde que tenía 13 años, ya deliraba y desconocía a sus familiares; pasó postrado las últimas dos semanas antes de su fallecimiento.
Nueve meses antes, un grito de su madre fue el preludio de lo que venía para el joven, quien cumpliría 31 años el 15 de enero de 2023. El alarido de auxilio mezclado con el estruendo de un balazo en medio de la noche despertó a Alejandrina, la hermana mayor de José Mauro.
“¡Faustino! ¡Faustino!!, gritó Julia, la madre de José Mauro, a uno de sus siete hijos. El gigante se convulsionó en su cama hasta desmayarse. Ni el aire ni el alcohol con el que intentaron reanimarlo lograron algo. El joven despertó solo una hora después. Su madre pensó que sólo se había ahogado como a veces le pasa a su esposo y él se negó a ir a un hospital.
La salud del gigante empeoró desde que un médico de Camerino Z. Mendoza le detectó un tumor hipofisiario. El crecimiento del quiste estaba ligado directamente a su crecimiento anormal. El tumor en el cerebro aumentaba su tamaño conforme El Gigante de Acultzingo se hacía más alto.
“Ahorita ya me quedé solito, ya nomás con mi esposa, solitos los dos”, dice José Miguel Romero camino a la iglesia de Acultzingo. La familia Romero Hernández está marcada por el fallecimiento de hijos y nietos. Para el campesino, de 60 años, la muerte de José Mauro es otro “fracaso”.
José Mauro era el cuarto de siete hijos de José Miguel Romero y Julia Hernández: Alejandrina, Inés, Gelacio, Rodrigo, Faustino y Marisol, quienes rondan entre los 38 y los 25 años. De escasos recursos, todos los hermanos corrieron con la misma suerte, pues sólo estudiaron la primaria. El llamado Gigante de Acultzingo, quien tuvo una estatura promedio hasta los 13 años, fue el único que la terminó.
Cuando llegó a la adolescencia, enfermó de apendicitis. Entonces hubo que operarlo, razón por la que su familia cree que desarrolló gigantismo, un crecimiento anormalmente grande debido a un exceso de la hormona crecimiento durante la niñez.
“La verdad nunca nos enteramos de su enfermedad, que él iba a tener ese comportamiento, crece y crece, nosotros nos empezamos a enterar cuando fue su operación, porque él llevaba una vida normal de muchacho”, comenta Marisol, la menor de sus seis hermanos.
A esa edad, después de terminar la primaria, partió a la Ciudad de México, en donde permaneció dos años. Allá aprendió el oficio de mecánico, pero tuvo que volver a Acultzingo. A su regreso, su crecimiento se descontroló.
Su condición era notoria sobre todo en lo largos que eran sus manos y pies. Nadie le tomó importancia, era “normal”, pues en la familia de su madre hay parientes altos.
De vuelta en Pinotla, abandonado por los jóvenes que salen del pueblo para cruzar hacia Estados Unidos a cambio de 10 mil dólares, José Mauro trabajó como el resto de sus hermanos. Se dedicó sobre todo al campo, a la siembra de maíz y frijol, como su padre, por 100 pesos por día, pero a veces nada.
A eso se dedican la mayoría de los hombres del pueblo. Algunos se vuelven albañiles y otros conducen mototaxis. En Pinotla hay 160 unidades que viajan a todas las comunidades de Acultzingo, a Camerino Z. Mendoza y a Orizaba. En el corazón del municipio apenas hay un kiosco, una iglesia y, al frente, el palacio del gobierno local.
“Él trabajaba como un jovencito normal, le gustaba mucho trabajar, era un muchacho muy trabajador. Trabajaba de todo, le gustaba mucho ser mecánico, lavar los carros, ser albañil, hacer las maderas, hacer sillitas, componía la luz, hacía cajitas para jitomate”, narra Alejandrina, su hermana mayor.
De joven caminaba sin dificultades, erguido. Subía kilómetros desde Pinotla hasta Potrero, a las cumbres de Acultzingo, para cortar leña para convertirla en carbón. También abría brechas en las montañas y cargaba bultos de cemento.
A sus 25 años, ya medía más de dos metros y no paraba de crecer. Los taxistas de Acultzingo, a quienes ninguna autoridad regula, recuerdan que ni siquiera cabía en la caseta de la parada de El Mezquite, ubicada a tres kilómetros de Pinotla, sobre la carretera Orizaba-Tehuacán. Para subir a un taxi, recorría el asiento completamente hacia atrás, pues sólo así cabía.
Las piernas se le fueron deformando poco a poco. A los 27 sus rodillas chocaban, por lo que sufrió varias caídas, en dos de ellas sufrió fracturas. En los últimos años, caminaba con un pie adelante y el otro casi arrastrándolo desde atrás.
“Ahí fue donde él se desesperó. Yo le comenté: ‘mira, ya no puedes trabajar, tú eres un joven grande”, fue un señor de Tehuacán el que le metió la idea de que él fuera a pedir limosna, ayuda”, relata Alejandrina.
José Mauro no quería pedir limosna. Acostumbrado al trabajo pesado y de campo, sentía vergüenza, pero la mayor de sus hermanas lo convenció.
No tuvo de otra debido a que su estado de salud ya no le permitía trabajar y porque en Acultzingo las oportunidades son pocas. Por eso quería irse a Morelia, Michoacán, para emplearse en la crianza de aves, sin embargo, ya no pudo moverse de su pueblo como lo hizo en su juventud. Además, sobrevivía con el apoyo que la Secretaría del Bienestar le otorgaba por discapacidad.
El gigante manejaba una camioneta hasta Acultzingo, en donde tomaba un camión hasta Orizaba, donde se hizo famoso por su estatura exagerada.
“Qué muchacho tan grandote” … Su altura sorprendía a los habitantes de Orizaba y sus alrededores, a los turistas que veían en José Mauro un espectáculo. El dinero con que lo apoyaban en las calles le sirvió para sobrevivir los últimos años junto con sus padres en una casa de dos piezas, el cuarto donde dormía y en la parte trasera un fogón de leña donde su mamá y sus hermanas cocinaban frijoles, camarones, mojarras y huevos, sus comidas favoritas.
Debido a su altura, siempre le fue difícil encontrar ropa de su talla. Cuando se hizo famoso, comenzó a recibir prendas que personas de Mendoza, Orizaba y lugares cercanos le regalaban. Nunca pudo encontrar zapatos a su medida, ni siquiera sabía su número de calzado. Su papá le fabricaba huaraches con retazos de llantas.
Su estatura, que nunca dejó de aumentar, ya no lo dejó subir a los camiones en los que se trasladaba desde Acultzingo hasta Mendoza y Orizaba. Subía gateando y bajaba de la misma manera. Con el dinero que recaudaba en las calles y el apoyo de sus hermanos, compró un automóvil Volkswagen Jetta, color verde, con el que se trasladó al menos el último medio año antes de no levantarse más de su cama.
Al mismo tiempo en que compró su carro, José Mauro recibió ayuda de un político de la zona para poner una tienda de abarrotes en la parte frontal de su domicilio hace siete meses. A partir de entonces, salió menos a las calles de la región.
“El día que yo me muera no voy a llevarme nada, hay que darle gusto al gusto, la vida pronto se acaba…”, la canción que inmortalizara el zacatecano Antonio Aguilar le da el último adiós a José Mauro en el camino de la iglesia al panteón a Acultzingo.
Sus padres José Miguel y Julia y sus seis hermanos caminan durante 10 minutos hacia el cementerio. La más afectada es Julia. A sus 55 años, la muerte de su hijo es un golpe más a su vida complicada por la diabetes que padece desde hace 15. Luce delgada, demasiado. Trastornada al punto de sostenerse en los brazos de sus hijos varones.
Alejandrina, la mayor de los hermanos, sabía que su hermano moriría. José Mauro sufría dolores de cabeza casi desde el mismo tiempo en que comenzó a crecer sin control, a los 13 años. Las dolencias se intensificaron a partir de la aparición del tumor que le detectaron en el cerebro. Entre el 12 de junio de 2022, cuando comenzó un tratamiento médico, y el martes 9 de agosto, sufrió tres convulsiones que deterioraron su salud hasta postrarlo.
José Mauro fue atendido por un par de médicos de la región. Su tratamiento incluía dosis de cinarizina, tiamidexa, denvar y cloranfenicol, medicamentos que le ayudaban a reducir dolores de cabeza y espalda y a prevenir infecciones. Fue canalizado al Instituto Nacional de Salud Pública, ubicado en Cuernavaca, Morelos, donde sería operado inicialmente el próximo 20 de noviembre. Su hermana consiguió que la fecha se moviera para el 16 de agosto, día en que lo llevaría al centro del país con ayuda de una silla de ruedas.
“Ya déjame, ya me voy a ir”, decía José Mauro. Estaba cansado de su sufrimiento. Las personas que lo vieron morir fueron sus padres, sus hermanos Faustino y Rodrigo, y sus sobrinos, Alexander y Jared. Pidió que le dieran un último paseo desde Pinotla a El Mezquite y luego al centro de Acultzingo. Le dijo a Julia, su mamá, que no llorara y luego murió.
La madre no pudo cumplir la promesa. Se deshizo en llanto cuando el ataúd de su hijo bajó a la tumba.
Cada hermano lloró también. El único que se mantuvo inerte fue el padre, quien por dentro sólo siente impotencia por no haber podido hacer más por su hijo.
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