26 julio, 2021
Frente a la abundancia de opinión e información sin sustento, abordo problemáticas de salud, medio ambiente y sociedad con base en evidencia y fuentes científicas
Twitter: @lolacometa
Para la ciencia, sería absurdo pensar que algo funciona solo por el hecho de que muchas personas lo usan, pero en el contexto de la epidemia por covid-19, la línea entre popularidad y evidencia se desdibuja. En el caso de la ivermectina, un antiparasitario con éxito probado en otras enfermedades y para acabar con los piojos, la popularidad parecería ser suficiente para llegar a una conclusión: si lo usa tanta gente ha de ser porque funciona. Para el razonamiento científico, la conclusión debería ser a la inversa: dado que se tienen pruebas de que funciona, mucha gente lo usa. La realidad nos muestra que el contexto puede ser mucho más poderoso.
Desde que un grupo de científicos de la Universidad Monash, en Australia, comprobó en junio de 2020 que el antiparasitario podía detener la replicación del coronavirus en 48 horas in vitro (es decir, en cultivos celulares analizados en laboratorio), se han hecho decenas de estudios de distintos tipos para comprobar si eso mismo puede ocurrir en seres humanos. La motivación es incuestionable: si hay un fármaco barato, accesible en farmacias en todo el mundo y con potencial de reducir la replicación de un virus mortal, ¿por qué no estudiarlo para saber si puede ayudar a prevenir la infección o reducir los síntomas por covid-19?
Pero por mucho que quisiéramos que la ivermectina fuera ese fármaco increíble, los resultados, hasta ahora, solo han mostrado que no hay conclusión, que se necesitan más estudios para determinar si funciona y poder promover su uso generalizado.
Por ejemplo, un grupo de investigadores de Corrientes, Argentina, que se propusieron analizar qué tanto funciona o no la ivermectina para prevenir la hospitalización de personas con covid-19 aplicando dosis pequeñas del fármaco en una muestra de 501 personas reportó hace unos días que no hay una diferencia significativa entre quienes recibieron ivermectina y quienes recibieron placebo (una sustancia sin efectos farmacológicos). Pero, incluso para ellos, la ivermectina no puede ser desechada como fármaco potencial contra covid-19 porque otros estudios, con dosis y objetivos distintos, podrían derivar en resultados diferentes a los suyos.
Pero su investigación ha sido reveladora en otro sentido, pues muestra cómo la popularidad del fármaco le ha ganado terreno a la investigación científica. Originalmente habían sido 22 mil 533 personas las que fueron invitadas a participar en el ensayo; entre los criterios para hacerlo estaba el que no estuvieran tomando ivermectina. Lo que reportan es que tuvieron que descartar a más de 12 mil personas porque ya la estaban consumiendo. El número es a todas luces apabullante: al menos en ese estudio había más personas con covid-19 tomando ivermectina que las que no lo estaban haciendo.
Para evaluar la eficacia de un fármaco a menudo se realizan estudios de tipo aleatorizado, doble ciego, placebo-controlado. Esto significa que dividen a los pacientes en dos grupos al azar; a unos les aplican el fármaco a analizar y a otros, el placebo, sin que nadie sepa qué se le aplicó a cada quién. Estos estudios se diseñan así para asegurarse de que no habrá ningún sesgo y que los resultados serán confiables. En el caso de la ivermectina, ¿cómo será posible evaluar las ventajas o desventajas del fármaco si cada vez hay más personas que ya lo utilizan para prevenir o tratarse los síntomas?
Es cierto que la ausencia de tratamientos para covid-19, por un lado, y la aparente seguridad de la ivermectina, por otro, pueden apresurar las decisiones. El hecho que no haya evidencia contundente de que funcione, pero tampoco de que haga daño, puede llevarnos a usarla con el afán de evitar el riesgo de enfermar o terminar hospitalizado. Pero lo cierto es que mientras no se hagan estudios más amplios y rigurosos que permitan evaluar si funciona o descartarla, será difícil saber si, por ejemplo, puede causar daño al combinarse con otros fármacos o si puede tener un impacto a largo plazo en la microbiota intestinal de quienes la consumen y, en consecuencia, poner en riesgo el tan valorado sistema inmune. En una pandemia, en la que la línea entre popularidad y evidencia se desdibuja, podríamos empezar a poner ambas en sintonía: popularizar la necesidad de evidencia.
Periodista de ciencia. Es comunicadora de la ciencia en el Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM, cofundadora y expresidenta de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia. Escribe para SciDev.Net, Salud con Lupa , Fundación Gabo, entre otros. Estudió Periodismo en la UNAM y tiene estudios de posgrado en periodismo por la universidad española Rey Juan Carlos y el Instituto Indio de Comunicación de Masas, en Nueva Delhi.
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