Los turistas visitan la isla de Holbox en busca de unas vacaciones de ensueño. Los habitantes se adaptan al vertiginoso cambio y el oasis ecológico se encuentra en riesgo.
Texto y fotos: Isabel Briseño
HOLBOX.- Desde Chiquilá parte un ferri cada hora hacia Holbox. “Ya se va, ya se va”, gritan hombres de piel brillosa y morena a lo lejos mientras atraen a los turistas que caminan con maletas y grandes mochilas de expedición al hombro. Desde este puerto desde se alcanza a dibujar la tierra prometida. Este transporte express traslada en 20 min a por lo menos 120 pasajeros.
La isla de Holbox es uno de los destinos turísticos que se ha posicionado desde hace unos cuantos años entre el gusto de miles de turistas que buscan un lugar exclusivo y natural para relajarse. Este punto localizado en la península de Yucatán no sólo es un referente del turismo mexicano, sino que también su crecimiento desmedido ha impactado en la vida de los habitantes; quienes desde hace años abandonaron la pesca, para dedicarse a recibir a los pasajeros de esos ferris.
Con una extensión de 44 kilómetros de largo por 2 de ancho, la belleza natural de esta isla, se ha convertido en sinónimo de exclusividad. Turistas en su mayoría estadounidenses, canadienses y europeos que cuentan con el suficiente poder adquisitivo para costear los altos precios que deben pagarse por comer, beber, y hospedarse en algunos de los desarrollos inmobiliarios que se han apropiado del sitio. “Desde niño trabajo aquí y siempre han llegado a la isla los gringos pero los locales que nos visitan de Playa del Carmen o Cancún comentan: tan cerquita que lo tenemos y es la primera vez que venimos”, dice Juan, un vendedor de la zona.
El crecimiento económico también está al alcance de algunos cuantos, pues los lugareños como Juan que se dedica a vender “marquesitas” (postre originario del estado de Yucatán) en el centro de la isla, comenta que ellos pagan los costos a la par de un turista. Un refresco tiene un costo de 25 o 30 pesos mexicanos, un mango o un coco 100 pesos; una quesadilla de tamaño promedio, unos 70 pesos. El alquiler de un cuarto pequeño tiene un costo de 6 mil pesos. “Somos consumidores, no productores y por eso todo es más caro para los que vivimos acá”, dice el joven de aproximadamente 30 años que se apresura a rebanar las fresas para entregar la crepa en forma de taco que vende en setenta pesos.
En la isla hay tan solo una escuela que brinda la educación media superior, pero no hay universidad. Es por eso que quienes aspiran a tener una mejor preparación deben cruzar también en ferry al poblado más cercano que es Chiquilá. Aunque este tiene un precio menor para los locales, significa un desembolso de por lo menos 60 pesos diarios para los estudiantes; esto más el costo de autobús o urvan hacia Mérida o Cancún.
Por toda esta situación, los habitantes han aprendido a vivir del turismo.
El concreto sigue avanzando entre las blancas arenas y los manglares de la isla. El paradisiaco lugar de Quintana Roo ha vivido inundaciones y olores desagradables; tanto por el sargazo que nadie recoge, así como por el mal manejo de la basura que se acumula en un tiradero a cielo abierto cerca de un manglar. La nula planeación urbana y el crecimiento desmedido ponen en constante riesgo los ecosistemas de Holbox.
Cuqui quien es originaria de Holbox y propietaria de una pequeña posada desde hace 2 años. Ella dice: “Es cuestión de adaptación, y la evolución es parte de la vida, acá sobrevive el que se adapta”. La mujer, que estudió enfermería y es recién jubilada, sabe bien de adaptación pero también de negocio; a sus empleados que se encargan del funcionamiento del hospedaje también les cobra por habitar un cuarto. “Les hago su descuento”, dice la mujer que ve con buenos ojos la llegada masiva de turistas, quienes dejan las diminutas calles y las playas llenas de basura.
Hace más de una década, los casi 2 mil habitantes que vivían en apenas unas 20 cuadras en casas de madera y palma, empezaban a observar la expansión. “Hoy ya hay más de 100 cuadras y esto no va a parar”, dice el joven que atiende el puesto ataviado con luces neón moradas. Es temporada alta cuando el paraíso no alcanza para todos y los servicios también colapsan. Agua, drenaje y luz, no son suficientes. Juan cuenta que se han registrado apagones en la isla y su cuarto que renta, prácticamente para dormir, se ha quedado sin agua en esas temporadas. Pero no es el único; pasa lo mismo con las costosas habitaciones que alquilan los turistas en dólares.
Son organizaciones como el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) y la Asociación Civil Casa Wuayuú, entre otros, quienes han alertado y documentado sobre las afectaciones que sufre el ecosistema que a pesar de ser un área protegida de flora y fauna no cuenta con protección contra los intereses económicos de quienes siguen invirtiendo en ese tesoro que ya no es tan escondido.
Nunca me ha gustado que las historias felices se acaben por eso las preservo con mi cámara, y las historias dolorosas las registro para buscarles una respuesta.
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